Archivo | noviembre, 2011

Oro Tapia, Schmitt y el parlamentarismo

29 Nov


La Crítica de Carl Schmitt al Parlamentarismo
Por Luis Oro Tapia

El liberalismo propicia la publicidad y transparencia de la actividad política. El demoliberalismo quiso terminar con la política de gabinete y con los secretos de Estado, pero incurrió en dos prácticas análogas: la política de camarillas y el hermetismo del trabajo en comisiones. La burguesía, en su lucha contra la monarquía absoluta, opuso a la doctrina de la razón de estado y de los arcana imperii el ideal de la transparencia y de la publicidad de los actos de gobierno. Una de las finalidades originarias del parlamento era transparentar, mediante la antorcha de la razón pública y de la libre discusión, la manera como la autoridad gubernamental toma sus resoluciones.

Tal motivación tenía por meta superar la política secreta de los príncipes y de los consejos de gabinete. Este nuevo ideal concebía la política de gabinete, ejecutada por unas cuantas personas a puertas cerradas, como algo en sí mismo malvado y, por tanto, la publicidad de la vida política, por el mero hecho de ser tal, como algo bueno y saludable.

Sin embargo, la aspiración de transparencia y publicidad que pregonaba el liberalismo pronto devino en prácticas que negaban dicha expectativa. En efecto, en la Era Liberal las cada vez más pequeñas comisiones de partidos, o de coaliciones de partidos, deciden a puertas cerradas sobre aquello que afecta diariamente la vida de los ciudadanos. Más aún, los parlamentarios no deciden de manera autónoma, sino que deciden como representantes de los intereses del gran capital. Y estos últimos, a su vez, toman sus decisiones en un comité más limitado que afecta, quizás de manera mucho más significativa, la vida cotidiana de millones de personas. De hecho, las decisiones políticas y económicas, de las cuales depende el destino de las personas, no son (si es que alguna vez lo han sido) ni el fiel reflejo de la sensibilidad de la ciudadanía ni del debate público que en torno a ellas se pueda suscitar. Si la política de camarillas y el hermetismo del trabajo en comisiones se han convertido en la negación del discurso normativo liberal, que propiciaba la publicidad y la discusión, es natural que “la fe en la discusión pública tenía que experimentar una terrible desilusión”. En efecto, el funcionamiento del sistema demoliberal de gobierno ha resultado ser un fiasco, porque la evolución de la moderna democracia de masas ha convertido el eslogan de la discusión pública en una mera formalidad vacía.

Por cierto, la verdadera actividad política no se desarrolla en los debates públicos del pleno, puesto que las decisiones realmente importantes han sido tomadas previamente en las comisiones o “en reuniones secretas de los jefes de los grupos parlamentarios e, incluso, en comisiones no parlamentarias. Así, se origina la derivación y supresión de todas las responsabilidades, con lo que el sistema parlamentario resulta ser, al fin, sólo una mala fachada del dominio de los partidos y de los intereses económicos”.

Para Schmitt el Estado demoliberal es incapaz de actuar como unidad de decisión y de acción frente a situaciones límites. El liberalismo frente a un dilema que impele a tomar una determinación rápida queda atónito y elude tomar pronta y resueltamente un curso de acción a seguir. Así, por ejemplo, frente a la pregunta perentoria: “¿a quién queréis, a Barrabás o a Jesús?”, la urgencia de la respuesta queda aplazada con el nombramiento de una comisión parlamentaria investigadora que finalmente elude dar una respuesta concluyente. Para Schmitt, la esencia del liberalismo radica en la negociación y la indecisión permanente, puesto que tiene la expectativa de que en el debate parlamentario el problema se diluya, suspendiéndose así indefinidamente la resolución mediante la discusión eterna.

En el parlamentarismo, el pueblo como unidad orgánica, vale decir como totalidad, no está representado en el parlamento; por consiguiente, el régimen parlamentario no es democrático. Entonces, ¿a quiénes representan los parlamentarios? La respuesta teórica es a la nación, a la comunidad, a un todo orgánico. Sin embargo, en la práctica no es así, porque los parlamentarios representan a partidos políticos, tras los cuales están determinados intereses, y ellos están más preocupados de aumentar o de preservar sus cuotas de poder, que les permiten proteger sus respectivos intereses, que de velar por el bienestar del todo orgánico. Los partidos se relacionan entre sí “como poderosos grupos de poder social y económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esta base fáctica compromisos y coaliciones”.

Schmitt afirma que en el parlamento no hay discusión, pero sí negociación y ajuste de intereses entre los partidos que tienen representación parlamentaria. Por tal motivo, Schmitt sostiene que afirmar que los parlamentarios alientan una genuina discusión pública sería faltar a la verdad. La brecha entre el ideal y la realidad es ostensible; en efecto, las relaciones entre los parlamentarios distan mucho del modelo de discusión pública que proponía Bentham. Este teórico del liberalismo sostenía que en el parlamento se encuentran las ideas y el contacto entre ellas hace saltar las chispas de la evidencia. Pero, en la práctica, no hay discusión razonada ni debate público, sino negociaciones de antesala en la que los partidos tienen por principal preocupación la defensa de sus intereses sectoriales y el cálculo estratégico de sus oportunidades para incrementar o conservar sus cuotas de poder.

Entonces, el debate público resulta ser una quimera. En efecto, en vez de prosperar una discusión en la que prevalece la argumentación racional, irrumpe la propaganda que tiene por objetivo seducir la emotividad del electorado. Así, la discusión pública primero es sustituida por la excitación de la sensibilidad e inmediatamente después por la movilización de las pasiones, lo cual se logra a través de afiches, carteles, consignas y otros medios que tienen por finalidad sugestionar a las masas.

¿Por qué el parlamentarismo está en crisis? Dicho en nuestro lenguaje: ¿Por qué la democracia liberal está en crisis? ¿Qué explica el desafecto que existe por ella? La democracia liberal como institución ha perdido sus raíces ciudadanas, manteniéndose sólo como un dispositivo formal vacío, como un organismo carente de un pathos, que funciona más por inercia y por falta de una mejor opción que por convicción. El languidecimiento del pathos del parlamentarismo ha debilitado la identidad existente entre representantes y representados; por consiguiente, el sistema demoliberal deviene, paradojalmente, en un régimen no democrático; concebida la democracia como la entiende Schmitt. ¿Qué es la democracia para Schmitt? Es, simplemente, la identidad que existe entre gobernantes y gobernados; entre la nación y el Estado; entre los seguidores y el líder; entre electores y elegidos, etc.

En las sociedades que poseen regímenes políticos demoliberales el afán de dar satisfacción a los intereses individuales y sectoriales en desmedro de la comunidad ha erosionado la moral pública. Tanto es así que en algunos Estados demoliberales “todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores y la política, lejos de ser el cometido de una elite [de servidores públicos], ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general despreciada, clase”, concluye Schmitt.

Zizek, multiculturalismo y después…

28 Nov


En defensa de la Intolerancia
Por Slavoj Zizek

La prensa liberal nos bombardea a diario con la idea de que el mayor peligro de nuestra época es el fundamentalismo intolerante (étnico, religioso, sexista…), y que el único modo de resistir y poder derrotarlo consistiría en asumir una posición multicultural. Pero, ¿es realmente así? ¿Y si la forma habitual en que se manifiesta la tolerancia multicultural no fuese, en última instancia, tan inocente como se nos quiere hacer creer, por cuanto, tácitamente, acepta la despolitización de la economía? Esta forma hegemónica del multiculturalismo se basa en la tesis de que vivimos en un universo post-ideológico, en el que habríamos superado esos viejos conflictos entre izquierda y derecha, que tantos problemas causaron, y en el que las batallas más importantes serían aquellas que se libran por conseguir el reconocimiento de los diversos estilos de vida. Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo global? De ahí que crea necesario, en nuestros días, suministrar una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia. Quizás ha llegado el momento de criticar desde la izquierda esa actitud dominante, ese multiculturalismo, y apostar por la defensa de una renovada politización de la economía.

Heidegger, una nota de ‘Ser y tiempo’

24 Nov


La fenomenología del Dasein es hermenéutica, en la significación originaria de la palabra, significación en la que designa el quehacer de la interpretación. Ahora bien, en tanto que por el descubrimiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del Dasein se abre el horizonte para toda ulterior investigación ontológica de los entes que no son Dasein, esta hermenéutica se convierte también en una «hermenéutica» en el sentido de la elaboración de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica. Y puesto, por último, que el Dasein tiene una primacía ontológica frente a todo otro ente -com el ente que es en la posibilidad de la existencia- la hermenéutica cobra, en cuanto interpretación del ser del Dasein, un tercer sentido específico, filosóficamente hablando el primario: el sentido de una analítica de la existencialidad de la existencia.

24 Nov

Steiner, Heidegger: Briefe und Entgegenschweigen

21 Nov


El mago enamorado
GEORGE STEINER
Aparecido originalmente en The Times Literary Supplement, 29 de enero de 1999. Publicado en Revista de Occidente nº 220.
La correspondencia de Heidegger con Hannah Arendt y la luz que arroja sobre su filosofía y su actuación política

Martin Heidegger parece dominar, si bien de un modo polémico e incluso enigmático (aún no ha concluido la edición de sus obras completas, insatisfactoria en tantos aspectos), gran parte del espectro de la filosofía en el siglo que ahora termina y en los siglos venideros. Un reciente estudio indica que el número de publicaciones dedicadas a Heidegger, y que abarcan desde los comentarios técnicos y las investigaciones monográficas a la biografía, el debate político e incluso la ficción, iguala, si no supera, el de las dedicadas a Platón o Aristóteles.

Aunque su editor general, Edward Craig, es un detractor de Heidegger, la reciente Routledge Encyclopedia of Philosophy está absolutamente llena de la presencia del filósofo alemán. Términos clave en el idioma de éste -”autenticidad”, “ser”, “esencia”, “ontología”, Destruktion, Geworfenheit, die Kehre- son citados y discutidos en un sinfín de contextos. Distintos artículos analizan el peso que Heidegger tiene hoy en proyectos y estudios filosóficos de Europa, Norteamérica, América Latina y Extremo Oriente. El papel de Heidegger en hermenéutica, fenomenología, teología e historia rebasa, por decirlo así, los límites de sus propios escritos para arrojar su luz y su sombra en todo el paisaje del existencialismo, la deconstrucción y la postmodernidad (movimientos que, en su origen y desarrollo, son a modo de extensas notas a pie de página de Sein und Zeit). Lo más sorprendente es la atención que la mencionada enciclopedia presta a Heidegger en relación con la estética de la arquitectura, la filosofía del lenguaje, los debates sobre ciencia y tecnología.

La fascinación, a menudo teñida de repugnancia, ante Heidegger aparece en todas partes. Y ha alterado a su vez la situación de las tradiciones metafísicas y teológicas anteriores: tenemos la vívida sensación de que los presocráticos son hoy posteriores a Martin Heidegger, lo mismo que el Platón del Parménides y el Sofista, el Aristóteles que medita sobre el ser o el Tomás de Aquino que se ocupa de la esencia. Hay un Kant heideggeriano, un Schelling y, sobre todo, un Nietzsche y un Husserl a los que contemplamos según las lecturas que Heidegger hace de ellos. ¿Algún otro pensador occidental posterior a Hegel ha ejercido, para bien o para mal, un dominio tan absoluto?

Inevitablemente, es imposible desvincular el trabajo y la persona de Heidegger de su implicación con el nacionalsocialismo. Aunque quizás su compromiso no llegó al de Platón con el tirano de Siracusa, y con toda seguridad fue inferior al de Sartre con el estalinismo y el maoísmo, la actuación de Heidegger durante los diez meses que siguieron al acceso al poder de Hitler en 1933, así como su silencio después de 1945, provocan una náusea muy especial. Son las dimensiones de la obra, el aura que envuelve a la persona lo que hace inevitable preguntarse si el pensamiento y el discurso heideggerianos no estarán contaminados hasta la raíz. No podemos limitarnos a disociar la vida del gran archipiélago de su Werk.

¿Justifica esta combinación de atracción y repugnancia el creciente interés, en modo alguno desprovisto de obscenidad y de kitsch periodístico, que despierta la relación entre Hannah Arendt y Martin Heidegger? La celebridad de los dos protagonistas y las circunstancias políticas y filosóficas contribuyen a convertirla en un caso muy especial. Pero no estoy seguro de que esta “franqueza como nunca existió antes” (en la clarividente frase de Pound) no viole un legítimo derecho a. la intimidad. El affaire era bien conocido, al menos en líneas generales, por los amigos íntimos, por el pequeño círculo de personas que rodeaban en Manhattan a Arendt y su confidente, Mary McCarthy, y por testigos como Karl Jaspers y Paul Tillich. Estas res privatae se hicieron públicas en 1982, en la en muchos aspectos reverencial biografía de Elizabeth Young-Bruehl Hannah Arendt: For love of the World. El libro mencionaba una importante correspondencia conservada en el Archivo Literario de Marbach, que no se podía publicar y permanecía inaccesible a los investigadores. Por razones que siguen siendo desconocidas, Mary McCarthy, uno de los albaceas testamentarios del legado literario de Arendt, consintió en permitir el acceso a aquel material, aunque con la condición de que no se citasen directamente las cartas de Heidegger. El resultado fue la publicación, en 1995, de Hannah Arendt, Martín Heidegger, un relato desafortunado en casi todos los aspectos (véase la reseña que publiqué en el Times Literary Supplement el 13 de octubre de 1995), pero al que se prestó una gran atención. Enfrentado a un ingente chismorreo, previendo productos de ficción como Martin et Hannah, de Catherine Clement (que utilizaba los chismes con inteligencia), Hermann Heidegger, hijo y editor, ha decidido publicar ahora estas Briefe 1925-1975 mucho antes de la fecha inicialmente prevista, entrados ya en el próximo milenio.

Publicadas en el formato y con la tipografía de las Obras Completas de Klostermann -un detalle que parece encarecer la importancia de estos documentos para el estudio del desarrollo intelectual y la visión del mundo de Heidegger-, las cartas han sido editadas y anotadas por Ursula Ludz. La claridad de presentación, la discreción, a menudo frustrante, de las notas, la escrupulosa serenidad del epílogo del editor, resultan admirables. Sin embargo, muchas preguntas siguen sin respuesta. Menos de una cuarta parte de las cartas aquí publicadas proceden de Hannah Arendt. ¿Qué ocurrió con el resto? ¿Escribió ella mucho menos que el maestro, incluso en el apasionado inicio de su relación? ¿Se perdieron la mayor parte de sus Briefe? ¿Las destruiría Heidegger en su acérrima estrategia de ocultamiento frente a su mujer, Elfriede, y frente a un medio académico en el que cualquier revelación hubiese resultado enormemente perjudicial? ¿Hizo desaparecer la misma Arendt algún. material? ¿Se publican los textos intactos, o bien Ludz, por motivos totalmente plausibles, y desde el interior de la fortaleza heideggeriana, ha optado por omitir algunos pasajes de cariz -digamos- erótico? No hay puntos suspensivos, ni otras indicaciones tipográficas de que se hayan llevado a cabo tales supresiones, pero uno no puede evitar preguntarse si existen. En algunos aspectos, estos 168 Dokumente plantean tantas preguntas como aquellas a las que responden.

El primer encuentro entre ambos en noviembre de 1924, en el seminario de Heidegger en Marburg, se ha convertido en un acontecimiento legendario. Arendt había llegado de Königsberg, la ciudad de Kant, para estudiar con un profesor al que, ya en época tan temprana, los rumores que circulaban por todos los ambientes académicos de Alemania calificaban de “rey secreto del pensamiento” (lo que supondría la coronación de la propia Arendt). El chic sensual de Hannah contrastaba llamativamente con la grisura del ambiente estudiantil en el austero provincianismo del Marburgo posterior a 1918. La calculada rusticidad de Heidegger, su hipnótico sistema de enseñanza, aquellos famosos silencios que reducían a los alumnos más inteligentes a un fascinado terror, hechizaron a Fräulein Arendt. Si podemos fiarnos de lo que nos cuentan los testigos, fue ella la que solicitó a Herr Professor -una jugada audaz que evidentemente hizo que él se sintiera halagado y excitado-. Parece ser que fue en febrero de 1925 cuando se llegó a “lo concreto”, por decirlo con la deliciosa expresión que utiliza Ursula Ludz. La primera y entusiasta carta de Heidegger va dirigida a “Liebes Fräulein Arendt!” Once días más tarde se pasa a “Liebe Hannah!” Seguirán “Liebes” y “Liebstes”. Heidegger ha sido golpeado por “lo daimónico”; por el rayo heraclíteo que iluminará toda su obra. Prácticamente la única manifestación que nos ha llegado de los sentimientos de Arendt durante este amanecer extático es una reflexión un tanto extraña, titulada Schatten (Sombras), enviada desde Königsberg en abril de 1925. Habla de entrega y de maduración, pero expresa también un malestar casi turbulento.

Los arreglos de Heidegger con su joven amante -entre ellos hay una diferencia de edad de más de diez años- proporcionan un cuadro de clandestinidad académico-burguesa. Hannah sabe cuándo reunirse con él -le ha rogado que la posea como y cuando quiera- según la luz de su estudio esté encendida o apagada. Cuando se encuentran en hoteles alejados del centro de las ciudades, durante las giras de conferencias de Heidegger, ella no puede tomar el tranvía siguiente al de él. Por mucha que sea la pasión, hay que respetar las convenciones del modo más estricto. Para Hannah Arendt, el deseo debió de ser estimulado y amortiguado por la humillación. En Martin Heidegger, y esto es seguramente de la mayor importancia, debieron de liberarse grandes poderes de concentración y de creación. El período de eros, de dominio sexual, coincide con la génesis de Sein und Zeit.

Este leviatán recrea la lengua alemana. Es el más importante “hecho de habla” en alemán después de Lutero. Sus neologismos, su sintaxis paratáctica, no sólo responden a la naturaleza del tema tratado, sino en gran parte también a una voluntad de “ocultamiento”, ese emblemático término heideggeriano. De acceso extremadamente difícil incluso para quienes tienen el alemán como lengua materna, aunque directamente relacionado con Meister Eckhardt y el último Hölderlin, el lenguaje de Sein und Zeit ha producido una serie interminable de malentendidos e imitaciones vulgares, sobre todo entre los acólitos franceses, de L’Être et le néant de Sartre a los carnavales de la deconstrucción. Pero hasta una lectura inadecuada comunica una sensación de urgencia, de presión exultante de la que en la filosofía moderna existen pocos antecedentes fuera de Nietzsche y, extrañamente, del Tractatus. Me atrevo a decir que hoy se podría mostrar que en estas cartas se exploran conceptos tan fundamentales como “ser”, “vida auténtica”, “necesidad de huida” (donde tal evasión nunca es existencialmente realizable en su totalidad, de las “anonimias” de la despersonalizada comunidad de la muerte moderna). Una y otra vez, el amor de Heidegger por Hannah, su evidente hambre de ella, se entrelaza con alusiones seminales a su obra en marcha:

in der Liebe sein = in die eigenste Existenz gedrängt sein. Amo heisst volo, ut sis, sagt einmal Augustinus: ich liebe Dichich will, dass Du seiest, was Du bist.

(“Estar en el amor lanzado a la existencia auténtica. Amo significa volo, ut sis, dijo en una ocasión San Agustín -yo amo-yo quiero que tú seas lo que eres.”)

El comentario de Heidegger a las palabras de San Agustín aparecerá en el próximo volumen, el octavo, de las Obras Completas. La tautología “Amo/ quiero” encontrará una explicación en los seminarios sobre Nietzsche de comienzos de los años cuarenta. La orden dada a Hannah, ese característico ich will, es, por supuesto, una variante del “werde was Du bist”. Es muy probable que fuese esta exégesis (aunque, también de un modo muy característico, Heidegger esté “antologizando” a San Agustín) y este mandato de amar lo que llevó a Arendt a elegir el tema de su tesis. Cuando se volvió a publicar Der Liebesbegriff bei Augustin, resultó imposible negar sus estrechas conexiones intertextuales con la liaison de Hannah con Martín. Sólo en Kierkegaard, tal vez, encontramos algo parecido a esta fusión de espíritu y sexualidad, de juego metafísico y erotismo.

Con “su huida del encantador”, Arendt trataba de hallar un poco de independencia. Pero los encuentros se hacen cada vez más absorbentes. Ella llega a Martin “gozosa, radiante y libre”. El trata de iniciarla no sólo en su ontología, que iba madurando rápidamente, sino también en la inspiradora bendición de las altas colinas y de los bosques, de los paseos por el campo, de los cortafuegos (Holzwege) y claros (Lichtungen) de la Selva Negra, que iban a convertirse en escenario de sus doctrinas. Es así como el primer Heidegger va viendo surgir su angustia (Songe) ecológica, reconociendo la amenaza que la tecnología, el consumo de masas y la racionalización supondrían para el planeta. De las cartas se desprende una especie de ternura feroz (la expresión es probablemente ingenua, pero no sé de qué otra forma decirlo). En 1963, Heidegger recordaría aquellos meses de Marburgo: para él seguían siendo el “tiempo del poder”, el mediodía de su existencia en lo creador y lo existencial. A su vez, Hannah (aquí la documentación escasea) ya insinuaba que la senda que el maestro le revelara iba a resultar “más larga y más ardua” de lo que ella había previsto. “Se necesita toda una larga vida.” Fue una intuición profética. Recorrer ese camino le llevaría medio siglo.

En medio del éxtasis, el egoísmo de Heidegger se mantenía en guardia. La prolongada presencia de Hannah en Marburgo podría plantear riesgos sociales. Sólo más tarde ella reconocería hasta qué punto él apoyó y tomó a mal, ambas cosas al mismo tiempo, su decisión de completar su tesis con Karl Jaspers en Heidelberg. A partir de entonces, la robusta humanidad de Jaspers, la lealtad de su corazón, desempeñarían un papel fundamental en la vida pública y privada de Arendt. Pero el “triángulo” resultaría complicado y tenso. Jaspers tal vez intuyese la verdadera naturaleza de la relación entre Heidegger y Arendt. Heidegger, por su parte, bien pudo ser consciente de esa intuición. En un principio, los dos filósofos mantuvieron unas relaciones cordiales, e incluso de potencial colaboración. Jaspers recibió con alegría el ascenso meteórico de Heidegger. Luego, al estar casado con una judía, tuvo que abandonar el nuevo Reich. Desde Basilea, y con evidente disgusto, fue testigo de los coqueteos de Heidegger con lo inhumano. Cuando Heidegger volvió a Jaspers en 1945-1946, pretendiendo que testimoniase a su favor, Jaspers respondió con sequedad, justa y severamente. Heidegger nunca perdonó lo que para él era una traición motivada por la envidia de un hombre muy inferior. Como por arte de encantamiento, este arrogante veredicto tuvo un eco en el “Diario Heidegger” de Jaspers. A pesar de ser una eminencia internacional, y de no estar en absoluto contaminado por el nazismo, Jaspers se dio cuenta, y no dejó de repetírselo a sí mismo, de que Heidegger le había superado ampliamente como filósofo, y que su propia obra perduraría como la de un contemporáneo de Martin Heidegger.

Hannah Arendt desempeñaría un atormentado papel en toda esta trama. Jaspers luchó por librarla de su esclavitud respecto a Heidegger, intentó disuadirla de que después de la guerra reanudase cualquier relación de intimidad con éste. Hannah se esforzó por que la opinión que Heidegger se hacía de los trabajos de Jaspers fuese más respetuosa y generosa. Ambos hombres eran indispensables para ella, cada uno a su manera, pero ninguno de los dos podía aceptar esa realidad evidente. En los últimos años, la mayor parte de las visitas al Friburgo de Heidegger se compatibilizaba con estancias con Jaspers.

Los momentos culminantes de apasionada intimidad entre los amantes se prolongaron de 1924 a 1928. El 22 de abril de 1928, Arendt acababa una carta con una cita de los Sonetos de la portuguesa de Elizabeth Barrett Browning, en la traducción de Rilke: “y, si Dios lo quiere, / os amaré aun más después de la muerte”. Su matrimonio con Günther Stern (Anders) en 1929 parecería ser un intento, pronto se vería que infructuoso, de lograr un cierto equilibrio lejos de Heidegger. Cuando la barbarie asoló Alemania, corrieron muchos rumores sobre el antisemitismo del rector Heidegger. No contamos con la carta de Hannah en la que presumiblemente se planteaba con amargura una pregunta. La respuesta de Heidegger, datada en el invierno de 1932-33, tiene un extraordinario interés. Al encontrarse temporalmente liberado de sus clases, Heidegger no ha estado evidentemente en situación de “no invitar a judíos a mi seminario”. Quienes recurren a él para que les dirija su investigación de doctorado son mayoritariamente judíos. El ha ayudado a judíos a obtener becas en el extranjero (Karl Löwith sería un destacado ejemplo de esto). La cuestión judía no ha influido para nada en sus relaciones personales con Cassirer o Husserl, por muy problemáticas que éstas sean. “Y tampoco puede afectar a mi relación contigo”.

Objetivamente, la defensa que Heidegger hace de sí mismo es sólida. De Arendt y Marcuse a Derrida, los discípulos de Heidegger y quienes tomaron como punto de partida sus enseñanzas fueron, en una significativa medida, judíos. Levinas nunca ocultó su gran deuda con él. Las analogías con el “wagnerismo” judío son inquietantes y profundas. Además, que yo sepa, en los voluminosos escritos de Heidegger no hay rastro de racismo biológico. Parece que a Heidegger ese racismo, que constituye la auténtica esencia del nazismo, le parecía una estupidez. La Gestapo berlinesa decidió que era “totalmente inútil para el movimiento”, ya que en realidad era un “nazi privado” (formulación de una rara perspicacia). Cuando se comportó de un modo abyecto, en el asunto de la expulsión de dos colegas de Friburgo, o cuando se distanció de Husserl (cuya fenomenología previamente había llegado a rechazar), los motivos de Heidegger fueron los de un arribista capaz de cualquier cosa por hacer carrera, y no el odio a los judíos. Nada de esto puede excusar su estridente apoyo al régimen de Hitler en 1933-34, ni que poseyera un carnet de miembro del partido hasta 1945, ni, menos aun, su infinitamente extraña -la palabra se queda corta- utilización del silencio y el sofisma tras la caída del Tercer Reich. Este titán del pensamiento y la poesía compararía la agricultura intensiva y la producción industrial masiva con Auschwitz.

En torno al regreso de Hannah Arendt a Friburgo, todavía parcialmente en ruinas, el 6 de febrero de 1950, ha surgido una pequeña mitología. Mary McCarthy proporcionó algunas versiones un tanto sensacionalistas de los hechos, en los casos en que su oyente era lo suficientemente desconocedor de los hechos para creer lo que ella contaba. El contacto se había roto durante prácticamente veinte años. En 1940, en el transcurso de su arriesgado viaje hacia la salvación en Norteamérica, Hannah se había casado en París con el indispensable Hans Blücher. En el momento del retorno de Hannah, Heidegger sufría el interdicto de un (benigno) proceso de desnazificación. Independientemente de cómo se desarrollasen los hechos concretos, la noche en el hotel de Arendt se convirtió en una epifanía. En el “luminoso amanecer”, Heidegger reconoció “la culpa de su silencio”. El contexto, sin embargo, sugiere que él se refiere, no al terrible silencio respecto a sus implicaciones con el nazismo, sino simplemente a su incapacidad para reanudar el diálogo con la amada. Ahora se le había pedido que visitara el hogar de Martin. Se produjo alguna forma de confesión a Elfriede Heidegger, en presencia de Hannah o inmediatamente antes. A partir de entonces, y hasta el momento de la muerte de Arendt en diciembre de 1975, Heidegger construye, con extraordinaria astucia y aparentemente sin percatarse de ello, una commedia de aceptación e incluso de afecto recíproco. Elfriede recibe con alegría las visitas de Hannah, envía recuerdos en las cartas de Martin, piensa en la unión Blücher-Arendt con cálidos sentimientos de admiración. El maestro preside un sacralizado cuarteto. Esposa y amante iban a quedar para siempre en la órbita de su adoración hacia él.

La realidad era más desagradable. Elfriede había sido partidaria de Hitler desde comienzos de los años veinte. La animadversión que sentía hacia los judíos era visceral y, en la medida en que su corta inteligencia lo permitía, ideológica. Consideraba las (moderadas) humillaciones que el profesor Heidegger sufrió después de la guerra como una tremenda injusticia. Ahora se producía la revelación de su duradero y renovado amor hacia aquella fea y entrometida judía, venida de un detestado nuevo mundo. Las cosas llegaron a un punto crítico en mayo de 1952. Elfriede no quería a su rival en casa. Se sabe poco de lo ocurrido en el vacío que viene a continuación, especialmente del período comprendido entre 1955 y 1965. Parece seguro que los amantes no volvieron a encontrarse hasta 1967, cuando, de un modo misterioso, floreció un tercer período de intimidad espiritual. Otoñal pero intenso, duraría hasta el final.

En las décadas intermedias, Hannah Arendt, a pesar de que conocía toda la verdad sobre el oportunismo de Heidegger, sobre la indiferencia públicamente mostrada por él hacia su pasado nazi, se convirtió en agente literario, traductora, y brillante y eficaz apologista del maestro. La eminente mujer, que nunca conoció el impedimento de la modestia, se comportó de un modo casi obsequioso en sus servicios al mago. Sus cartas a Blücher y, con mayor cautela, a Jaspers traicionan frecuentemente su impaciencia ante el sereno despotismo de las maniobras y peticiones de Heidegger. Pero cuando volvía a Friburgo y al santuario creativo de la casita de Todtnauberg, Hannah se convertía de nuevo en la estudiante atemorizada, incluso en la colegiala postrada a los pies del genio indiscutido. Estudia detenidamente las sucesivas publicaciones de él; se esfuerza en seguir sus reinterpretaciones de Platón; Kant y Schelling se le presentan bajo una luz nueva. Como si fuese una niña, busca aclaraciones, busca una guía. En una brillante carta, fechada el 18 de junio de 1972, recuerda esos cincuenta años en los que Heidegger le ha enseñado a leer: “Niemand liest oder hat je gelesen wie Du” (“nadie lee ni ha leído nunca como tú”). Por supuesto, Hannah tenía toda la razón. Su homenaje a Heidegger en el ochenta cumpleaños de éste, construido en torno a una cita de Hölderlin, ensalza a Heidegger como el hombre que ha dado un nuevo significado al pensamiento mismo, aquel que como ningún otro ha hecho sonar su “unheimliche Tiefe” (ese unheimlich siempre intraducible).

Esta fidelidad casi ilimitada, a la que Heidegger debió una gran parte de su rehabilitación, al menos con toda certeza en el mundo angloamericano, es más sorprendente por su unilateralidad. Sólo muy poco a poco, y con apenas disimulado disgusto, Martin Heidegger se dio cuenta del alcance de las obras de Hannah Arendt y de la celebridad internacional que la rodeaba. La condición de estrella que ella había alcanzado en los ambientes académicos, los honores que se le dispensaban, especialmente en Alemania, le parecían un poco desconcertantes, e incluso tal vez ofensivos. ¿No le bastaba con la gloria de servirle a él? Cuando recibió Los orígenes del totalitarismo, Heidegger alegó que no sabía inglés, e insinuó -¿había en ello una ironía intencionada?- que dejaría que Elfriede echase una detenida ojeada al libro. La única obra de Arendt a la que prestó alguna atención fue Human Condition, cuyo aristotelismo recordaba al suyo propio, e incluso en este caso la respuesta fue superficial. Esta condescendencia casi despectiva, con su parte de misoginia y teutónica altanería profesoril, molestó a Arendt. Ello le llevó casi a sublevarse y a hacer más profundo su afecto por Jaspers. Pero no hubo rebelión alguna. Hasta el final, Heidegger fue “incomparable”, y el deber de ella era hacerlo evidente y accesible a los profanos.

El interés de estas cartas excede al del drama privado que reflejan. Arrojan una luz impagable sobre el último Heidegger. Traicionando un toque de histeria, en los años cincuenta Heidegger temía una inminente invasión de la Europa occidental por parte de la Unión Soviética estalinista (su hijo, Jorg Heidegger, había permanecido prisionero en Rusia hasta 1949). Por otra parte, Heidegger identificó pronto la amenaza que los Estados Unidos suponían para el espíritu y el destino de la Europa postática con la que encarnaba la Unión Soviética. Ambos colosos representaban el materialismo tecnocrático, los valores de las masas. Nada hubo en el escasamente ingenuo americanismo de Arendt, en sus análisis de la democracia norteamericana como fundamentalmente conservadora, que le hiciese pensar de otra manera. Esta visión geopolítica ayuda a explicar también su continuada relación con quienes habían encontrado un espacio para sus disciplinas en el Reich de Hitler (como el clasicista Wolfgang Schadewaldt o el germanista Emil Staiger), así como la admiración que sentía hacia ellos. Como probó su célebre evocación en 1953 de una declaración muy anterior en la que proclamaba su admiración por las no cumplidas verdades del nacionalsocialismo, Heidegger se aferró a la idea de que Alemania, a pesar de todos sus errores y sufrimientos, había representado una primigenia verdad europea.

Uno se ha preguntado durante mucho tiempo por la aparente ausencia de la música en las ontologías del arte de Heidegger. Por encima de las otras fenomenologías, es la música la que puede ayudarnos a entender la doctrina heideggeriana de la alétheia, del encubrimiento y del desvelamiento, inmensamente significativa, inmensamente “existente”, pero resistente a toda paráfrasis, a cualquier traducción a la racionalidad pragmática. La música, efectivamente, no debe “significar, sino ser”. De estas cartas, sin embargo, surge la vívida presencia de la música, especialmente de Bach y Beethoven, en la vida cotidiana de Heidegger. Responde con emoción a las grabaciones que en su suprema soledad recibe de Arendt. La Antígona de Orff, una construcción en cierta manera sospechosa, le deja maravillado.

Es, sin embargo, la poesía -¿acaso no es ella la verdadera Kehre?- la que resulta fundamental. La correspondencia permite seguir profundizando en el diálogo con Rilke, con Trakl, a quien Heidegger extrañamente sobrevalora, con el arte heracliteano de René Char. El primero de todos es Hölderlin, vivificante ya en los años cuarenta, y que se convierte en el elegido acompañante de la espiritualidad de Heidegger. El gran ausente es Paul Celan, cuya obra, como se sabe, Heidegger siguió de cerca.. ¿Existía, en último término, una inhibición, un sentimiento de vergüenza en Heidegger que le impedía hablar del insoportablemente veraz testigo del Holocausto con aquella mujer y amante judía tan ambiguamente próxima a sus estrategias de supervivencia? En una carta a Celan recientemente descubierta, posterior a la visita -tan conocida y tan indescifrable- de éste a Todtnauberg, Heidegger utiliza el término Entgegenschweigen (guardar “silencio ante”, permanecer “silencioso contra”). ¿Se trata de un neologismo? Si lo es, representa otra maniobra, inagotablemente sugestiva, de alguien capaz de someter el lenguaje a su voluntad.

En una carta a Hannah escrita el 21 de abril de 1954, Heidegger le recuerda que “el cuestionamiento de la naturaleza (Wesen) del lenguaje” ha ocupado siempre el centro de su obra. A su vez, no puede haber espacio ni fundamento para este cuestionamiento sin una incesante reflexión sobre las relaciones entre poesía y pensamiento (Dichten und Denken). La relación es congruente con las modalidades poético-líricas elegidas por un Parménides o un Empédocles para exponer sus cosmologías y sus ontologías. Su afinidad primordial puede explicar los recelos de Platón ante la poesía, siendo él mismo un supremo poeta. Cuando uno se esfuerza por aceptar la visión del mundo de Heidegger, la clave empieza siendo sin duda el movimiento conjunto hacia la unidad de lo poético y lo cognitivo, del poema ,y del razonamiento filosófico. En efecto, en cierto sentido, que podríamos remontar a los presocráticos, Sein und Zeit es en sí mismo un prólogo a las demandas de entendimiento, de armonía en el lenguaje planteadas por la poesía, y que tienen que ver más con los himnos de Hölderlin, con las Elegías de Duino de Rilke y con los últimos poemas de Paul Celan, en los que el idioma es “norte del futuro”, que con el discurso de Aristóteles o, pongamos por caso, de Kant.

Los poemas de Heidegger nunca han sido recopilados ni estudiados seriamente, al menos que yo sepa. ¿Escribió Hegel algún poema, aparte de su conmovedora invocación a Hölderlin? En Heidegger, la composición de breves y densos poemas líricos parece haber asumido una importancia fundamental. Tienen una gran presencia en la relación y en la comunicación con Arendt. (Los “poemas respuesta” de ella, datados en los inicios de la relación amorosa, son flojos.) Los poemas de Heidegger se arraciman en torno a determinados episodios, especialmente el de la segunda aurora, en el invierno de 1950. No poseen únicamente una fuerza singular, sino que son concentrados in extremis, como si fuesen, en cuanto a recursos léxicos, lo gramaticalmente opuesto a los escritos filosóficos:

Gottlos der Gott
allein, sonst keins
der Dinge-
erst wieder Tod
entspricht
im Ringe
dem Frühgedicht
des Seyns.

El dios sin dios
sólo, ninguna otra
de las cosas
satisface
de nuevo a la muerte
en la lucha
del temprano poema
del ser.

Los delicados y remotos ecos de Böhme y Stefan George no hacen sino realzar la singularidad de Heidegger. Considérese la heracliteana recapitulación de Denken:

Ein Gegenblick zum Blitz des Seyns
ist Denken
denn, von ihm erschlagen,
schlägt es in die Fuge
eines Wortes: Blick und Blitz
die -nie Besitz
sich übersehenken
aus dem Kruge
eines Weins
verborgener Reben.
Sie entstreben
einer Erde
die den Hirten Himmel werde

Un golpe de vista frente al destello del ser
es pensar
pues, golpeado por ella,
late en la fuga de una palabra: mirada y destello
nunca en posesión
de escanciarse
del cántaro
de un vino
de oculto sarmiento.
Anhelan una tierra que sea pastor del Cielo.

Abelardo también escribió poesía. El paralelismo es obligado. Bien pudiera ocurrir que en los próximos siglos las cartas entre Abelardo y Eloísa y las Briefe entre Heidegger y Arendt se comunicaran unas con otras, iluminándose recíprocamente y levantando, en sus órbitas cruzadas, una cosmografía del corazón pensante.

George Steiner

Drucaroff, leer en la literatura

21 Nov


La literatura derramada
Por Fernando Bogado

Interrogado en 1992 acerca de los escritores surgidos a comienzos de esa década, la voz de David Viñas sonaba lapidaria: “Ahí te encontrás con la trivialidad más absoluta. No he leído los libros de estos que han aparecido ahora, pero a veces leo lo que escriben en la contratapa de algún diario. Y bueno, ¡pobrecitos!”. Casi veinte años después, la docente, crítica y escritora Elsa Drucaroff le contesta a Viñas con un voluminoso trabajo que lleva el título de Los prisioneros de la torre, libro que articula, repasa, alista (y enlista) las producciones literarias de esas nuevas voces, no escuchadas u oídas, al menos por parte de la crítica, con cierto desfasaje temporal. ¿Cuáles son esas voces invocadas por el libro? Las de la Nueva Narrativa Argentina. La autora analiza a los miembros de su generación, nucleados en la revista Babel (Caparrós, Dorio, Guebel, Pauls), para distinguirlos de los principales representantes de esta nueva narrativa que conforma el objeto de estudio del trabajo: desde los editados por la colección de Planeta Biblioteca del Sur –dirigida por Juan Forn, en donde salieron libros hoy imprescindibles como Historia argentina de Rodrigo Fresán, El muchacho peronista de Marcelo Figueras o Nadar de noche del propio Forn–. La oposición planteada por el trabajo es clara: pese a que muchos fueron estrictamente contemporáneos, hay una diferencia entre la actitud antirrealista y solipsista pero aún vinculada con el discurso de sus “mayores” de los primeros y la confrontación estética efectiva que plantean los segundos, muchas veces contra la propuesta de los autores de los ’60 y ’70.

El primer nombre con el que el texto tiene que lidiar, precisamente, es con el de David Viñas, de quien en esta entrevista Drucaroff retoma elementos, al mismo tiempo que marca distancias: “Yo aprendí de Viñas que la literatura es un territorio de elaboración de traumas colectivos”, señala. “Si la expresión ‘literatura nacional’ quiere decir algo, no es por un orgullito patético sobre nuestra tradición o linaje y todo eso, sino por algo mucho más profundo, que es que determinado río de conflictos ha ido procesándose y trabajándose en esa literatura. Aprendí también que la lectura es un modo de posicionarse de los lectores, los críticos; leyendo nos posicionamos de cierto modo en esta discusión. Ahora, después está el tema de cuál fue la actitud concreta que el intelectual con mucho poder, David Viñas, tuvo a partir de la democracia respecto de los jóvenes de los que le tocó ser contemporáneo. Y eso es lo que yo juzgo. Ojo, lo juzgo como crítico literario, los jóvenes lo querían mucho como docente. Lo querían mucho porque, en medio de su caos y de sus muy peculiares características, les dio muchas cosas. Pero Viñas es un gran pensador de los años ’60 y ’70, no fue un gran pensador de los años ’90, me parece a mí. Fue, por supuesto, violentamente antimenemista –cosa que celebro–, no se agachó, pero me parece que no tuvo demasiadas respuestas para todo eso, porque no entendió ese tiempo del todo”.

Con Beatriz Sarlo, el otro nombre resonante, el conflicto entre las voces es diferente. A partir del nombre de “crítica patovica”, y en contraposición a la rápida negación de Viñas con respecto a los jóvenes escritores de su tiempo, Drucaroff afirma: “La crítica patovica se arroga el rol de sacerdote del templo y decide lo que puede entrar y lo que no al canon, y sobre todo, lo más importante de lo que dice es eso, afirmar ‘es bueno’ o ‘es malo’ y no hacer lecturas. Porque vos fijate que Viñas no es que elogia o no elogia: en Literatura argentina y realidad política reparte palos a media humanidad. Sin embargo, no nos acordamos de los palos que reparte, nos acordamos de lo que lee. La crítica patovica lo único que hace es filtrar, no lee; trata de poner argumentos a su filtro, pero no de leer. Uno puede leer como primer objetivo y de paso festejar que algo le parece bueno o deplorar lo que le parezca malo. La crítica patovica les niega la entrada a los que están afuera. La crítica patovica no se las va a agarrar con un Saer, una Ocampo, un Borges, eso tendría gracia: si vas a plantear que alguien no es bueno, que tenga riesgo hacerlo. No, la crítica patovica se las agarra con obras de escritores desconocidos como Leandro Avalos Blacha o Paula Varsavsky. O con alguien que no tiene prestigio académico. Por eso en Los prisioneros… yo, si critico fuertemente, es a escritores con lugar: es interesante agarrármelas con Aira, porque yo no lo voy a echar a Aira del panteón, no lo pretendo. Sin Aira no se puede contar la narrativa de los ‘90. A mí no me gusta, pero no puedo negar la importancia de una obra que levantan tanto los que lo continúan, y lo continúan tan bien”.

Cargado de una retórica que se reconoce como contingente, repleto de giros que apuntan a posicionarse dentro de una polémica cultural y en un tono para nada academicista que insiste, casi con los mismos gestos de un diálogo, sobre determinadas observaciones, Los prisioneros de la torre revisa el concepto de generación no a partir de una noción estrictamente biológica, sino a partir de una idea sujeta a hechos culturales propios de un contexto, retomando el concepto-metáfora de Ortega y Gasset que da título al trabajo. El libro se concentra en ciertos núcleos “traumáticos” que esa misma literatura que repasa transforma en signo, comunica, utiliza como materia prima. Escritores que llegaron a la conciencia política y ciudadana apenas iniciada la democracia o que formaron parte de la última camada afectada por los oscuros sucesos de la dictadura (estrictamente, la Guerra de Malvinas) son perseguidos por el mismo gran fantasma: el de la bautizada “democracia de la derrota”, esta idea de que, a comienzos de los ’80, lo que se consideraba la esperanza de cambio terminó confirmando la victoria política que la dictadura impuso a fuerza de silenciar voces, precisamente, y que afectó de manera contundente el tipo de narrativa que emerge comenzada la última década del siglo pasado: ¿qué es ese vacío en los cuentos de Forn, esa trama detenida en obras como Rapado de Martín Rejtman sino la percepción generacional de una ausencia, de una pérdida, de una terrible desvinculación?

Distinguiéndose de la multitud de voces de un bar no tan lejano a la Facultad de Filosofía y Letras (como si el lugar mismo encarnara la relación que su libro guarda con la academia y con las obras para nada canónicas que observa), Drucaroff cierra la entrevista con una apreciación íntima acerca de la crítica literaria.

“Para mí, escribir Los prisioneros de la torre fue también hacer mi autobiografía intelectual. Hay sesgos autobiográficos, aunque no sea el centro. No sé si eso es valioso o no, pero sí cumple con una idea de lo que desde mi perspectiva es la función de la crítica: dejar testimonio de su tiempo. Yo no aspiro a que este libro tenga razón en el sentido de que todos los escritores que yo creo que son muy buenos o todos los que yo digo que me gustan sean los que pervivan; ojalá, lo deseo, pero no sé si tengo razón. A lo que sí aspiro es a que este libro haya dejado un testimonio crítico de la democracia de la derrota. Y otra cosa que para mí es fundamental es la sensación –ojalá siga, porque yo no pongo las manos en el fuego por nada después de todas las cosas que han pasado en este país– de que el pesimismo de este libro respecto a la democracia de la derrota se está desactualizando, la sensación de que hay un nuevo horizonte, de que este nuevo horizonte está naciendo en este país. Ojalá sea cierto y este libro sea viejo pronto: ojalá ayude a pensar críticamente el pasado.”

Rilke

20 Nov


PARA LOTTE BIELITZ

Es difícil el descenso hasta Dios. Pero mira:
te agotas de llevar los cántaros vacíos,
y de pronto, resulta que ser niño, joven, mujer,
basta para que él quede satisfecho sin fin.

Él es el agua: limítate a hacer sólo
una taza con tus manos juntas,
y arrodíllate luego. Pródigamente
hará rebosar tu límite más alto.

23 de enero de 1919.

Rainer Maria Rilke, Las elegías de Diuno

17 Nov


¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros (1)
de los ángeles? Y aun suponiendo que alguno de ellos
me acogiera de pronto en su corazón, yo desaparecería
ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino
el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar;
y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos.
Todo ángel es terrible.
…..Y así me contengo, sofocando el llamado seductor
de oscuros sollozos. Ay, ¿a quién podemos
recurrir entonces? A los ángeles no, a los seres humanos tampoco
y los astutos animales advierten ya
que no estamos muy confiados y como en casa
en el mundo interpretado. Tal vez nos queda todavía
algún árbol en la ladera que podamos contemplar
de nuevo cada día; nos queda la calle de ayer
y la mimada fidelidad de una costumbre
que se complació en nosotros y así permaneció y ya no se fue.
—– Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral
nos muerde el rostro; ¿a quién no le queda al menos ella, la anhelada,
que nos decepciona suavemente y con esfuerzo aguarda
al corazón de cada cual? ¿Es la noche más leve para los enamorados?
Ay, ellos sólo se ocultan uno al otro su destino.
—– ¿Aún no lo sabes? Arroja desde los brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizá de modo que los pájaros
sientan el aire ensanchando con un vuelo más íntimo.
—-
– Sí, al parecer las primaveras te necesitaban.
Algunas estrellas te exigían que las percibieras.
En el pasado se levantaba, acercándose, una ola
o cuando pasabas tú junto a la ventana abierta
se entregaba un violín. Todo eso era misión.
¿Pero pudiste con ello? ¿No estabas todavía
distraído por las expectativas como si todo
te anunciara una amada? (¿Dónde quieres albergarla,
cuando grandes y extraños pensamientos entran y salen de ti
y a menudo se quedan por la noche?) Pero,
si te abruma la nostalgia, canta a los amantes; mucho falta todavía
para que su célebre sentimiento sea lo bastante inmortal.
Y a esos abandonados que tú casi envidias y a quienes encontraste
aún más capaces de amar (2) que a los satisfechos.
Una y otra vez recomienza la alabanza inalcanzable;
piensa: el héroe perdura y hasta su mismo ocaso
fue para él sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero la naturaleza, agotada, recoge de vuelta a los amantes
en su seno, como si le faltaran las fuerzas
para llevar a cabo dos veces la tarea. ¿Has pensado bastante
en Gaspara Stampa (3), para que así alguna muchacha
a quien dejó su amado, ante el ejemplo señero de esta amante,
sienta: y si yo llegase a ser como ella?
¿No deberían, al fin, hacérsenos más fecundos estos viejos dolores?
¿No es tiempo ya de liberarnos, amando, del amado
y de resistir estremecidos, como resiste la flecha a la cuerda,
para ser, concentrada en el salto, más que ella misma?
Porque no hay permanecer en parte alguna.

—-
– Voces, voces. Escucha, mi corazón, como antaño
sólo escuchaban los santos, de tal modo que el llamado gigantesco
los alzaba del suelo; pero ellos, los imposibles,
seguían ahí de rodillas, indiferentes:
Así estaban escuchando. No es que tú puedas soportar
la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo,
el mensaje incesante que se forma del silencio.
Ahora susurra hacia ti desde aquellos jóvenes difuntos.
Donde quiera que entraste, ¿no te habló quedamente
su destino en iglesias de Nápoles y Roma?
¿O se te impuso, sublime, una inscripción en relieve,
como recientemente esa lápida en Santa María Formosa?
¿Qué quieren ellos de mí? En voz baja debo deshacer
la apariencia de injusticia que limita un tanto a veces
el puro movimiento de sus espíritus.


— Por cierto que es extraño no habitar más la tierra,
no seguir practicando las costumbres apenas aprendidas,
no dar el significado de un porvenir humano a las rosas
y a tantas otras cosas llenas de promesas;
no seguir siendo lo que uno era
en unas manos infinitamente angustiadas
o incluso dejar de lado el propio nombre
como un juguete destrozado.
Es extraño el no seguir deseando los deseos. Es extraño
ver ondear libre en el espacio todo lo que antes se amarró.
Y el estar muerto es laborioso y tan lleno de recuperaciones
que sólo lentamente percibe uno algo de eternidad. Pero los vivos
cometen todo el error de distinguir con demasiada vehemencia.
Los ángeles (se dice) no sabrían a menudo
si andan entre los vivos o los muertos.
A través de ambas regiones el eterno fluir
siempre arrastra consigo a todas las edades, acallándolas.

Por último, ya no nos necesitan ellos, los que se fueron temprano;
suavemente uno se va desacostumbrando de lo terrenal, así como
se emancipa con ternura de los pechos de la madre. Pero nosotros,
que tenemos necesidad de tan grandes misterios, de los cuales,
y desde la tristeza, surge a menudo una prosperidad bienaventurada:
¿podríamos existir sin ellos? ¿Es vana la leyenda de que antaño,
en el lamento funerario por Lino (4), la primera música, osada,
atravesó el arido estupor (5); y que recién en aquel espacio dominado
por el terror, del cual el joven semidiós escapó de pronto y para siempre,
entró el vacío mismo en aquella vibración
que aún ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda? (6)

NOTAS:

1. La palabra que el poeta usa es «Ordnungen», que significa «órdenes», pero en este contexto en el sentido de «jerarquías». Desgraciadamente se produce una cacofonía con «oiría» y «desaparecería», que no hay cómo evitar porque ambos tiempos verbales no son reemplazables. Por esta razón hemos decidido emplear una figura que, aunque no corresponde exactamente al sentido de «jerarquías angélicas», se emplea mucho en relación con estos seres puramente espirituales, cual es la de «coros de los ángeles».

2. En esta parte del poema, Rilke hace un juego de palabras con el verbo «lieben» (amar). Al comienzo de la estrofa habla de «eine Geliebte», que significa «una amada» o «una mujer amada»; luego dice que hay que cantarle a los «Liebenden», que serían los que están amando, vale decir, los «amantes»; y por último, usa como adjetivo el gerundio de «lieben», que es «liebend», pero en forma comparativa, o sea, con la terminación «er». E lugar de traducir esta última expresión como «más amantes que», hemos preferido decir «más capaces de amar que», porque corresponde más al sentido de lo que el poeta quiso expresar.

3. Gaspara Stampa (1523-1554) es una poetisa italiana, nacida en Padua, que en sus poemas cantó su amor no correspondido por el noble veneciano Collatino di Collalto.

4. Según la mitología griega la música fue inventada por el joven Lino, hijo de Apolo y Terpsícore. Orfeo y Hércules, entre otros, fueron sus discípulos. Un día reprochó Lino a este último sus escasas aptitudes para la música, frente a lo cual Hércules se encolerizó y con su lira asestó un golpe mortal sobre la cabeza del semidiós. Grecia entera lloró su muerte la que llegó a recibir los honores de la apoteosis.

5. La expresión «dürre Erstarrung» es muy difícil de traducir, pero también de comprender. La mayor parte de los traductores, empezando por Maurice Betz, el primero que tradujera a Rilke al francés, interpreta que esa seca rigidez o paralización (Erstarrung) es la de la materia toda ante la tragedia de la muerte de Lino. Pero también, y coincidiendo con la interpretación de Romano Guardini podemos pensar que son los humanos los que quedan paralizados, inmóviles, ante el horror del sufrimiento provocado por la muerte del joven semidiós. De hecho, en alemán se usa la expresión «vor Schreck erstarren», que significa «quedar paralizado de terror». Ahora bien, la palabra «paralización» es muy poco poética, por lo cual hemos preferido decir «estupor».

6. En las dos últimas líneas hemos agregado, respectivamente, los adverbios «mismo» y «aún». En el primer caso lo hicimos por sonoridad, porque sin él el verso nos quedaba corto. En el segundo, también en parte por sonoridad, pero sobre todo porque agregando el adverbio se hace más comprensible el final.

Creer en Bach

15 Nov


Un suspiro recorre la Tierra: también 1985 es un año conmemorativo. Cada vez con más frecuencia es el calendario el que determina los programas de conciertos, como si el nacimiento y la muerte, dos fenómenos en el fondo irrelevantes, fueran imprescindibles para enfrentarse con el pasado; la venganza de la industria cultural es implacable. y cíclica. Ante ella, no hay clemencia que valga, y todos (nosotros), que alimentamos la vida musical y nos alimentamos de ella, no podemos (como en Navidad) festejar, hacer reproches, alegrarnos de esto o aquello sin dejar de mostrar el justo escepticismo en vista de los homenajes por decreto. Y sin embargo, aunque resistirse a la conmemoración es comprensible y aun indispensable, la naturaleza de esta objeción se revela como una resistencia a la memoria por la memoria misma. Estar obligado a recordar personas, obras y acontecimientos es casi desagradable, sobre todo si estamos convencidos de que la espontaneidad tendría un efecto más profundo. ¿Pero tenemos el derecho de mostrarnos impasibles sólo porque nuestro vínculo con las conmemoraciones se ha vuelto complicado como consecuencia de la comercialización?

Probablemente, el acontecimiento que se conmemora este año sea más importante -igual que la Navidad- que semejantes consideraciones. Johann Sebastian Bach no merece ni la indiferencia ni el recelo. La del compositor es, para usar una frase de Arno Schmidt en su traducción de E. A. Poe, una «actividad vitalicia». Y el caso de Bach resulta ejemplar en este sentido. Si tomamos el volumen con el catálogo completo de sus obras -en el que sólo aparecen los compases iniciales de sus piezas, dispuestos según un orden temático y sistemático- y hojeamos rápidamente las páginas, podemos obtener una primera impresión de la singularidad, cantidad y variedad de estas creaciones. Lo admito: este método no resistiría una discusión seria, pero adquiriría un significado preciso si se lo repitiera sin interrupción diez, veinte, treinta veces. Podría compararse con esos libros en los que cada página muestra el dibujo de una secuencia aislada de un cartoon animado que, en cuanto se le da un movimiento fluido, se descompone en continuidades fragmentadas.

El lector regula la velocidad de las imágenes con los pulgares, y es innegable que el «stop & go» constituye parte esencial de la diversión. (A propósito de pulgares, escribe Carl Philipp Emanuel Bach sobre la habilidad manual de su padre: «Todos los dedos estaban igualmente ejercitados; todos eran igualmente capaces de la ejecución más pulida. Los pulgares de los más famosos instrumentistas de teclado de Alemania y del extranjero eran débiles en comparación con los suyos. Tanto mejor sabía él servirse de ellos».)

Volvamos a dar vuelta velozmente las páginas del catálogo. Descubrimos en el pentagrama simetrías cristalinas, que permiten presumir otras, ocultas. Y como siempre, allí donde se acentúan las simetrías, se impone la asimetría. No hay duda de que Bach operaba muy conscientemente con ambas. Por un lado, la red de relaciones es tal que la lógica funcional de determinados elementos produce consecuencias formales inevitables; por el otro, esta lógica demanda siempre la decisión subjetiva, la manufactura del momento instantánea. Percibimos el mecanismo que justifica la existencia de cada una de las notas y, a la vez, la necesidad de conferirle al esquema un uso activo y dinámico. Esta amalgama de estructura objetiva y desviación organizada formalmente convierte a Bach en un modelo de estudio problemático. Si uno se atiene rigurosamente a los principios que recorren toda su obra puede suceder que el dogmatismo se convierta en un accesorio exangüe. Bach amaba la excepción, pero aquella excepción furtiva, oculta, contrabandeada, formulada según las leyes de la cábala, semejante a un comentario en la nota al pie de página. En esto tenía afinidad con Durero.

Su música ha suscitado siempre la nostalgia por métodos de composición que, de modo casi automático y obedeciendo únicamente a las reglas de una armonía perfecta, debían generar una música nueva. ¿Sueños alquimistas? Quizás. Pero, bajo la superficie, existe en la música de J. S. Bach la alusión a otra teoría de los elementos, una numerología, una esfera paralela de mensajes cifrados que pueden ser revelados recién ahora, con la experiencia, después de un período obsesivamente analítico de la composición musical y con convicciones fundadas en otros supuestos. La notación de Bach no se anda con rodeos, y esto debe entenderse en el mejor sentido de la palabra. Él cumplió fácilmente la vieja exigencia impuesta al arte acústico: que éste no debía sustituir al lenguaje sino dirigirse a nosotros con la misma exactitud. Algunos llevan adelante el compromiso ante esta obra inconmensurable con una militancia secreta; como si Bach necesitara un conservante que lo protegiera del daño ambiental provocado por la posteridad musical. Esto es absolutamente innecesario. El hecho de que se trate de una figura difícil, verdaderamente comprendida y malentendida a la vez, constituye una prueba de su modernidad. Todos los clásicos son incómodos, y aquellos clásicos de los que se comprende todo el alcance de su pensamiento son aún más incómodos. Reconocerlos, celebrarlos y consumirlos sólo de a partes es un signo típico de cualquier época. La posición contraria -«¿Quiere usted un Bach total?»- es una declaración de guerra enciclopédica al placer de escuchar las obras del homenajeado, y desencadena en forma prematura trastornos de la percepción. La desventaja de contar con figuras de importancia universal en el patrimonio cultural nacional reside en que comprometen y obligan para siempre. No hay «pero» que valga, recortes presupuestarios ni justificación en el extranjero cuando el culto cede el lugar al sentido práctico. Dentro de poco se cumplirán veintiocho años de mi llegada a Alemania, y la euforia que sentía en los primeros tiempos por, finalmente, poder escuchar en concierto todas las obras de Bach -por lo demás apenas o nunca ejecutadas- ha retrocedido desde hace mucho frente a la cultura del altoparlante.

La creciente popularidad de las piezas más conocidas es directamente proporcional a la reticencia ante las desconocidas. El mercado musical bachiano se anima regularmente en Navidad y en Pascua, y en estas pocas semanas de reflexión, cantantes famosos e ignotos ocupan la escena con paso apurado y gesto impertérrito. A pesar de todo, la música absoluta, no anecdótica y de concreción abstracta, persiste como la imagen del más puro horror para los programadores de las salas de concierto.

Desde que conocí los corales para varias voces de Bach -primero para piano en una edición norteamericana sin textos-, estas piezas constituyen para mí una vivencia musical de primer orden. ¿En qué se basa la síntesis estética y el efecto duradero de esta música funcional? Desde el punto de vista compositivo, algunos elementos son tratados de manera esquemática, o bien -como en el caso de las intensidades o del tempo- no se encuentra indicación alguna. Muchas melodías no provienen tampoco de Bach sino que se trata de cantos litúrgicos para el repertorio de música programática que se acumuló en el curso de doscientos años y corresponden al inicio de su actividad en 1723 como director del coro de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. Los cantos corales, al igual que los instrumentos acústicos y los documentos de la Reforma, funcionaban como una bisagra indispensable entre las distintas partes del oficio divino, y además eran extremadamente importantes porque las melodías, con su mezcla de folclore sacro y profano, aglutinaban a los fieles. Pero cuanto más conocido era el cantus firmus, más claramente podía percibirse el arte de la reelaboración. Bach usaba y abusaba de esa posibilidad. La rítmica de los corales se limita casi sin excepción a simples sucesiones de negras ligadas con corcheas; otras duraciones -semicorcheas, blancas y redondas- son relativamente raras. (Cualquier compositor de los años sesenta influido por un pensamiento serial se habría avergonzado de una escritura semejante porque la complejidad de la estructura rítmica le habría parecido modesta, sin imaginación. Sin embargo, la ingenuidad del flujo rítmico es engañosa.)

[.]

La relación de Bach con la iglesia no fue siempre armoniosa ni serena. El cargo de director del coro de la iglesia de Santo Tomás, por ejemplo, lo desempeñó en contra de sus convicciones (como se desprende de una carta enviada en octubre de 1730 a Georg Erdmann, un antiguo compañero del liceo de Ohrdruf, entonces en Danzig). Si en el año 1721 el príncipe Leopoldo, como observa lacónicamente Bach, no se hubiese casado con una «amusa» que menguara la «inclinación musical» del príncipe, se habría quedado «en Cöthen de por vida». Y de hecho, encontró en Leipzig un «gobernante poco devoto de la música», de modo que «debe vivir casi continuamente afligido por el disgusto, la envidia y el hostigamiento». Más claro, imposible. En esa misma carta, admite que «la idea de trasformarse de Kappelmeister en director de coro» no le parece «del todo digna en principio». ¿Era éste el único motivo? Mejor no hablar del raquítico ensamble del que disponía: «A decir verdad, la modestia me impide evocar las cualidades y conocimientos musicales de las personas que se encargan aquí de la música eclesiástica: cuatro pífanos municipales, tres violines diletantes y un aprendiz». Y esto escribe sobre el coro de niños de Santo Tomás: «De los alumnorum de aquí, diecisiete son útiles, veinte no se pueden utilizar, y otros diecisiete son incapaces». Las tensiones permanentes con la dirección de la iglesia, con la universidad, la negativa a un modesto aumento de sus dietas y una suma escasa para pagar el carbón lo hacen escapar de un lugar donde la vida era «muy onerosa» y donde se sufrían «muchos accidentia».

Menciono estas dificultades en forma pormenorizada porque se vinculan con dos preguntas incómodas. ¿Cuán firme debe ser la fe de un músico de iglesia? ¿Cuán profundo y sincero debe ser el sentimiento de un compositor de música sacra para que pueda transmitir acústicamente el contenido intrínseco de los textos con los que trabaja? Conozco músicos de iglesia que lamentan depender de un pastor o de un sacerdote privado de sentido musical, como la princesa Frederica Henrietta. Se prohibían o se suspendían temporariamente aquellas piezas innovadoras o impopulares, y se restringía así el marco musical a una producción indigente o barroca en el sentido más kitsch del término. Y sin embargo, la mayoría de los músicos permanecen en sus puestos, no sólo como medio de vida sino porque amaban el órgano y ciertas partes del espectro de la música eclesiástica. No es una simple cuestión de fe si el oficio divino y la práctica musical -a semejanza del foso de la orquesta y el escenario en la ópera- se articulan temáticamente entre sí.

Para el compositor la situación es diferente, puesto que las dificultades no son necesariamente de naturaleza estratégica, si bien la música sacra tiene puntos en común con una estrategia de la expresión religiosa, mística. No se aprende a escribir música sacra o profana sino simplemente música. Aparece entonces una enseñanza sutil: inflamar, guiar e incidir en la sensibilidad del oyente prescindiendo de la raza, la religión y la nacionalidad. Para resumirlo polémicamente en una palabra de moda: manipularlo. La música se encuentra más allá de la moral. La moral puede ser su objeto, pero esto rara vez ocurre sin el supuesto de un texto literario o de una situación dramática. La única instancia moral debería corresponder al escritor, dado que él es el único que puede acertar una articulación adecuada. Es posible que esto se vincule con el hecho de que las palabras que se usan con precisión son como armas, mientras que las buenas piezas musicales son un divertimento noble y agradable.

Después de que Mendelssohn lo redescubriera en marzo de 1829, Bach asumió en la historia de la música el lugar del compositor ecuménico par excellence. Los compositores católicos fueron influidos hasta tal punto por la radicalidad y la consecuencia extrema de la música litúrgica evangélica -Bach suele usar las voces como instrumentos y a estos como voces- que dieron inicio a una revolución del pensamiento y a la búsqueda de soluciones alternativas.

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Hace alrededor de cinco años empecé a escribir una Pasión según san Bach; en el primer borrador, anoté un motto inventado: «Puede ser que no todos los músicos crean en Dios, pero todos creen en Bach». Esta idea me alentó a componer una pasión, una suerte de santificación de la única figura que une sin objeciones a mi gremio. Utilicé como texto principal la necrológica de C. Ph. E. Bach y Agrícola de 1751, completada poco tiempo después por Mitzler y Vernzky. Como si fuese un evangelista, el tenor cuenta algunos episodios de la vita del maestro; una mezzosoprano y un barítono comentan estas estaciones y un recitante, que representa la figura de Bach, dice textos originales. El coro y una gran orquesta completan la obra. Quizá nunca se me habría ocurrido la idea de canonizar a Bach si no me hubiese criado en un país mayoritariamente católico, en el que las pasiones son siempre anunciadas con el complemento San Mateo, San Juan, San Marcos. Otro ejemplo de la identificación pasional y del deseo de apropiación que evidentemente provoca la música de Bach.

En 1735 Bach confeccionó una genealogía, titulada por él mismo «Origen de la familia musical Bach», en la que se mencionan cincuenta nombres desde mediados del siglo XVI. La lista comprende organistas de corte y ciudad, directores de coro, músicos municipales, clavicembalistas, profesores de instrumentos de teclado, maestros de concierto y compositores. Numerosos documentos testimonian el interés de Bach por el florecimiento de la praxis musical, pero también que se veía a sí mismo como el punto final del arte de la composición. Es natural que se preocupara por el futuro de sus hijos, pero se ocupaba con la misma determinación de que sus alumnos consiguieran un puesto, siempre que sus cualidades y su empeño lo justificaran. En el fondo, todos los compositores posteriores a 1750 están ligados a él de una u otra manera y le deben una gratitud tal que, hablando de herederos, no explican los meros vínculos familiares. Todos nosotros, quienes continuamos esa existencia anormal del componere, somos sus auténticos descendientes.

Bach vivió siempre acosado por dificultades económicas; fue burlado en materia de honorarios y distinciones; fue despreciado por príncipes, funcionarios y dignatarios eclesiásticos a causa de su modesta posición social; tratado como un siervo, puesto prisionero y obligado a rebajarse de manera humillante. Soportó y sufrió para que nosotros podamos gozar eternamente de su música. Esta es la razón por la que yo quisiera proponerle este año a una muy particular fundación bachiana (sostenida no por el Estado, sino por los intérpretes, las emisoras de radio y televisión, los editores y las sociedades de concierto, las iglesias, los teatros y las compañías discográficas de la República Federal de Alemania y de la República Democrática Alemana) la creación de un fondo en el cual ingresen unos pocos centavos por cada ejecución o registro mecánico de la obra de Bach. No para mantener a los herederos de Bach, sino para garantizar que los compositores jóvenes alemanes del Este y el Oeste puedan, en el inicio de sus carreras, trabajar con la tranquilidad necesaria. No me parece válido el argumento según el cual existen ya instituciones de esta clase.

Los únicos honorarios que llenan de orgullo a un compositor, puesto que no provienen de las clases, de las conferencias, de tocar o de dirigir sino de su actividad fundamental, son los derechos de autor. Se trata de vivir no de limosnas sino de la fracción de la fracción de aquel porcentaje que Bach ganará siempre y que se volatiliza en humo y sonido ideal.

Nolte, prólogo a «La guerra civil europea»

14 Nov


Lo fundamental del nacionalsocialismo es su relación con el marxismo sobre todo con el comunismo en la forma que este adquirió al triunfar los bolcheviques …El presente libro parte del supuesto que la relación de Hitler con el comunismo caracterizada por el miedo y el odio , de hecho rigió los criterios y la ideología de aquel que solo expresaba en términos particularmente intensos los sentimientos de una gran número de sus contemporáneos alemanes y extranjeros y que estas opiniones y temores no solo resultaba el fantasma del comunismo solo para encubrir sus ambiciones … (el pangermanismo representaba un paso intermedio en relación a una meta superior el extremo representa el carácter fundamental de toda ideología , el cual se vuelve tanto mas inevitable cuando la ideología engendra un contraideología … no se justifica en ningún momento una equiparación entre ambos… no obstante esta reacción también adquirió el aspecto de una copia , como lo muestra incluso la simple adopción modificada de la bandera roja … cuando conquistó el poder dicha cualidad de copia destacó en mayor medida … Durante la guerra … fueron convirtiéndose de una manera más inconfundible en un modelo a seguir para Hitler y en lo que se refiere a las medidas de exterminio , llegó a la correspondencia extrema.