Archivo | febrero, 2013

Moledo-Girbet, teoría de las cuerdas

20 Feb

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–Usted se dedica a…

–Teoría de cuerdas, pero más que nada a cualquier tema relacionado con gravedad en general y gravedad cuántica. Lo que nos interesa es entender la relación entre la Teoría de la Relatividad General (o sea, la gravedad) y la cuántica.

–¿En qué estamos en eso?

–Desde hace como 90 años hay distintos intentos para compatibilizar las dos teorías, pero parecen ser aparentemente incompatibles en muchos aspectos. Esa incompatibilidad viene dada más por los intentos que han fracasado que por un verdadero entendimiento de la causa por la que son incompatibles. Por eso nos dedicamos a la teoría de cuerdas, que es para nosotros el más promisorio de los candidatos, el que se yergue como única propuesta acabada para unir la relatividad y la cuántica.

–Contemos un poco desde el principio. La gravedad es una fuerza diferente de las demás, porque es geométrica, cosa que no pasa ni con el magnetismo, ni con la nuclear débil, ni con…

–Exacto.

–Lo cual es bastante raro.

–Sí. El hecho de que la gravedad es geométrica, al punto de ser la mismísima forma del espacio-tiempo, constituye una dificultad conceptual seria. Hacer una mecánica cuántica de la gravedad significaría entender a escalas cuánticas el mismo espacio-tiempo.

–Que podría ser granuloso…

–Sí, probablemente lo sea. Hay diferentes propuestas.

–La teoría de cuerdas está muy cuestionada porque aparentemente no ofrece evidencia empírica para aceptarla o rechazarla.

–Es cierto. Pero no obstante, a veces muchas críticas que se le hacen son desleales. Primero que no es cierto, estrictamente hablando, que la teoría no sirva para hacer predicciones. Además, se le pide a la teoría predicciones sobre escalas de energía que se sabe a priori que no se pueden experimentar. Por ejemplo, se le pide a la teoría que haga predicciones sobre la gravedad cuántica, que sabemos que va a ser importante en escalas de 10 a la menos trentaytantos centímetros, y sabemos de antemano que no podríamos experimentar a escalas tan pequeñas de distancia. No obstante, la teoría de cuerdas hace algún tipo de predicciones. No es la única que hace esas predicciones, pero las hace. Y particularmente, dos que resultan fundamentales: por un lado, la existencia de supersimetría (que predice que hay muchas más partículas elementales que las que conocemos y que cada compañero viene emparejado con otro supersimétrico por ser descubierto). Ese catálogo de partículas duplicado se desprende como predicción de la teoría de cuerdas: es algo que tiene que existir para que la teoría sea correcta. La teoría de cuerdas predice, por otro lado, que el universo tiene más dimensiones que las cuatro dimensiones espacio-temporales que experimentamos. De acuerdo con la teoría de cuerdas, el universo no tendría tres dimensiones espaciales y una temporal, sino nueve o quizá diez espaciales y una temporal. Esta es una predicción fuerte de la teoría de cuerdas, y manifestaciones de estas dimensiones que no son asequibles para nosotros sí podrían verse también en aceleradores de partículas. Entonces tampoco es estrictamente cierto que la teoría no hace predicciones. Lo que sí es cierto es que las predicciones que hace todavía no fueron observadas.

–¿Puede hacer una síntesis de la teoría?

–Antes de la teoría de cuerdas, en lo que conocemos con el nombre de Teoría Estándar, la materia está constituida por partículas y las fuerzas están mediadas por esas partículas. Hay básicamente dos tipos de partículas: están los bosones, que serían los representantes de las fuerzas, y los fermiones, que son los representantes de la materia propiamente dicha. La teoría de cuerdas hace un salto cualitativo al proponer que los últimos constituyentes de la materia no son partículas, sino pequeñas cuerdas, como si fueran banditas elásticas, que vibran debido a que tienen una tensión. Tenemos que pensar que son muy pequeñas y por eso nos cuesta diferenciarlas de partículas: de hecho, creemos que esa es la causa de que las teorías de partículas, hasta ciertas energías, funcionen muy bien. Pero todas las partículas distintas que conocemos, según la teoría de cuerdas, no serían más que diferentes modos de vibración del mismo ente fundamental: la cuerda. En este sentido, es por un lado una visión renovadora de la visión microscópica que tenemos del mundo, pero también es una visión unificada. Todas las partículas, las treintaytantas que conocemos, serían diferentes modos de comportamiento del mismo ente.

–¿Qué tipo de objeto es una cuerda?

–Serían como pequeñas cuerdas sin ningún espesor, con una sola dimensión: el largo. Son infinitamente delgadas, que medirían aproximadamente 10 a la menos treintaytantos metros y que se moverían en un espacio-tiempo en el cual nosotros sólo vemos tres dimensiones espaciales. Esas cuerdas son libres de moverse en ese espacio-tiempo y en dimensiones que no son accesibles a nuestras energías cotidianas. Son objetos bastante sorprendentes.

–¿Tienen masa?

–No necesariamente, porque entendemos a la masa como la resistencia de un objeto a moverse cuando se le aplica una fuerza. Esa masa, entendida como un fenómeno efectivo, dependería de cómo esté oscilando la cuerda. Una cuerda que vibra muy rápidamente tiene más masa que la misma cuerda vibrando lentamente.

–Pero la masa también tiene una relación con la materia, ¿no?

–Bueno, es que la masa que vemos en la materia vendría dada no por una masa intrínseca de la cuerda, sino por una masa de esas cuerdas que constituyen la materia que vendría dada por el hecho de estar vibrando o enroscada de distintas formas. Las diferentes formas en que se enrosca esta cuerda se expresan, a veces, macroscópicamente, como que las cuerdas que constituyen esa materia tienen masa.

–Una cosa de una sola dimensión tiene medida y volumen cero…

–Tiene sólo longitud, sí. En ese sentido son sorprendentes, pero no más que las partículas. Nosotros convivimos con la idea de que el mundo está formado por partículas puntuales que tienen medida cero.

–Un neutrón…

–No es una partícula fundamental. Los tres quarks que lo constituyen tienen medida cero.

–¿No se supone que tienen volumen?

–No. Según la teoría fundamental, no. Según la teoría de cuerdas, son en realidad cuerdas que tienen longitud. El objeto en sí es cerodimensional.

–El objeto en sí… mmmm…

–Es un poco escurridizo el concepto. Lo mismo pasa con las cuerdas: así como el electrón es un objeto puntual pero cuya descripción requiere cierto concepto de volumen dado por la función de onda que da la probabilidad donde está, a la cuerda le pasa lo mismo. Si bien es un objeto infinitamente delgado y tiene longitud, la versión cuántica de la teoría de cuerdas genera cierto volumen efectivo.

–En cierta forma, yo creo que siempre se puede armar una construcción matemática que dé cuenta de lo que uno observa. Pienso en el sistema de Tolomeo, por ejemplo. ¿Usted cree en la realidad concreta de estas cuerdas?

–Yo creo que varias predicciones de la teoría podrían ser ciertas, pero no creo que la versión que hoy conocemos de ella sea la versión acabada y definitiva que describe la gravedad a nivel cuántico. Pero sí encuentro posible que, por ejemplo, la predicción de dimensiones extras en el mundo sea cierta. No obstante, no deja de ser un acto de fe, y uno tiene que seguir investigando y someter estas creencias a embate crítico.

–Toda teoría es un modelo de la realidad, pero hay un cierto compromiso ontológico. Uno puede describir mediante epiciclos el movimiento de Saturno, pero no cree que los epiciclos existan como entidades. ¿Cuál es tu compromiso ontológico con la teoría de cuerdas?

–Si yo tuviese que buscar una respuesta a esa pregunta, debería hurgar en las razones por las cuales me inclino a creer en esta teoría y no en otra. La razón fundamental es que creo que la teoría de cuerdas, a diferencia de otras teorías, es la que más fidedignamente representa a la Teoría de la Relatividad General.

–Pero ésa es una respuesta instrumental. Yo, por ejemplo, creo que los electrones existen y no son una ficción matemática, creo que hay una partícula existente. Ese es mi compromiso ontológico.

–Yo tomaría un punto de vista más positivista, más pragmático. Es más o menos la postura que uno tomaría ante la cuántica: no importa el compromiso ontológico.

–¿Pero qué cree usted? Porque diciendo que es un modelo todo se arregla fácil…

–Detrás de toda teoría hay un costado estético, sobre todo cuando al no poder hacer experimentos, uno debe jugar con la misma consistencia lógica de la teoría, con experimentos imaginarios. Yo no tengo una razón concreta para creer que las cuerdas en sí son los objetos que describen microscópicamente las fuerzas y la materia, pero la forma estética y natural en la cual funciona la teoría me convence de que no está en su versión acabada, pero hay algo en ella que puede ser correcto. Quizá no sean cuerdas, quizá sean objetos con más dimensiones, pero seguro que algo de la teoría va a estar atrás. Lo que me mueve a investigar esta teoría no es que la forma de estas cuerdas sea hoy la correcta, pero algo intuitivo me da a entender que del gran catálogo de herramientas matemáticas que se construyen para entender el mundo, ésta es una teoría útil. Uno puede tomar la teoría de cuerdas como una gran generadora de ideas físicas y matemáticas, y estoy seguro de que alguna de ellas servirá para dar forma a la que sea la teoría final. Así y todo, no tengo un compromiso a ultranza.

–¿Y qué inconveniente le ve a la teoría?

–Ha demostrado gran éxito para describir algunos fenómenos como la termodinámica de los agujeros negros y muchos otros fenómenos interesantes. Pero dado que la teoría es matemáticamente complejísima, sólo podemos hacer predicciones de modelos idealizados con una gran cantidad de simetría, que si bien (y afortunadamente) remedan esos sistemas físicos que encontramos en la naturaleza, no son extremadamente iguales. Hacer ese salto desde los modelos idealizados a modelos más realistas es una tarea que difícilmente se logre en el corto plazo.

Bertazza-Céline, discriminaciones francesas

12 Feb

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El 21 de enero de 2011, cuando el por entonces ministro de Cultura Frédéric Mitterand retiró el nombre de Céline de los festejos nacionales de ese año, la historia y la histeria volvían a repetirse. Porque no fue esa la primera vez que, tras amagar con dárselo, terminaban dejando a Céline sin ningún tipo de reconocimiento oficial: en marzo de 1987 la municipalidad de Montpon-Ménestérol inició los trámites para la creación de la calle Louis-Ferdinand Céline, pero debió renunciar inmediatamente a su propósito por la férrea resistencia de un comité de ex combatientes. En 1985 se había intentado poner una placa en la fachada de su célebre departamento en la calle Girardon, donde Céline vivió durante la guerra, pero luego de un primer acuerdo sobrevino el rechazo de la prefectura de París. En 1992, un nuevo intento: el boletín celiniano solicita que se nombre monumento histórico a su última casa en Meudon, locación de muchísimas escenas literarias de sus libros Rigodón y De un castillo a otro, pero el pedido también fue desestimado, en este caso, por intercesión de la Dirección general de asuntos culturales. Por último, en 2010 se intentó poner una placa conmemorativa en la casa que ocupó el escritor en Génova, pero también quedó sin efecto luego de que el propietario del inmueble recibiera una serie de amenazas anónimas.

Cuando llegó el 2011 muchos pensaron que la historia no se volvería a repetir. Todo estaba encaminado, de hecho, para el homenaje nacional por el cincuentenario de su muerte. Hasta que la Asociación de hijos e hijas de judíos deportados en Francia pidió que la celebración quedara sin efecto a causa de su antisemitismo furibundo. Mitterand escuchó el reclamo, releyó uno de los tres panfletos en cuestión, Bagatelas para una masacre, y expresó su veredicto: “no caben dudas”.

“Te puede gustar Céline sin ser antisemita, como te puede gustar Proust sin ser homosexual” dijo en alguna oportunidad Sarkozy sobre Céline. Y, alcoyana, alcoyana, la otra fanática era Carla Bruni, pero Bruni antes de conocer a quien sería su futuro esposo. De hecho, hace muchos años la cantante le pidió a un amigo novelista que le presentara a Lucette Destouches, la viuda de Céline que, con cien años de edad y plena de proyectos de reediciones, vive aún en la célebre casa de Meudon, una apacible comuna ubicada en la periferia sudoeste de París.

Uno de los grandes enigmas tiene que ver, entonces, con tratar de explicar su brote antisemita luego de la escritura de dos notables novelas que no dejaban aflorar (casi) ningún rasgo de racismo: Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Una teoría aduce que el joven Louis Destouches, nacido el mismo año en que se destapó el escándalo Dreyfus, vivió su niñez y adolescencia en un mundo donde predominaban los pequeños comerciantes antisemitas. La otra teoría, que no excluye ese tufo familiar antisemita, puntualiza algunos acontecimientos fundamentales en los que convergen la decepción amorosa y el resentimiento literario: en 1934, en un viaje a Estados Unidos, Céline descubre que el gran amor de su vida, la bailarina Elizabeth Craig (a quien le dedica Viaje al fin de la noche), lo abandonó por un tal Ben Tankel, hijo de una familia de inmigrantes judíos rusos. Por otro lado, la recepción crítica de Muerte a crédito fue mucho menor a sus expectativas: “son todos sucios tontos y judíos”, lanzaba Céline en las primeras páginas de Bagatelas, acreditando la idea de que el fracaso relativo de su novela y el nacimiento de su antisemitismo podrían estar ligados. De hecho, Muerte a crédito apareció en las librerías el 12 de mayo de 1936, una semana después de la asunción al poder de León Blum, cuyas reformas en importantes avances sociales hicieron que hoy sea considerado una de las grandes figuras del socialismo francés.

A pesar de todo eso, Céline es uno de los grandes genios literarios del siglo XX, en Francia sólo comparable con Proust. Artífice de una verdadera revolución copernicana en el lenguaje y el estilo, Céline empleó muchas veces la imagen del bastón en el agua para explicar su singular poética: “para que un bastón parezca recto en el agua y poder evitar la refracción de la luz solo hay que torcerlo bajo el agua”. Ese era su poderoso método: retorcer el lenguaje hablado para poder imprimirle una emoción fluida en el escrito.

Rebautizado Céline en homenaje a su madre y su abuela materna, Louis Destouches ejerció de médico, viajó y tuvo que exilarse a lo largo del mundo cuando lo acusaron de cómplice de la ocupación alemana en Francia. Ante cada visita al tribunal, se presentaba diciendo que era “una víctima de una especie de affaire Dreyfus al revés”. Antes de eso, combatió en la Primera Guerra Mundial dejándole heridas y secuelas que lo acompañarían hasta su muerte.

Vida compleja y transversal dentro de los escritores polifacéticos, las anécdotas de Céline parecen no tener fin, acaso porque participó de todos los dramas del siglo veinte y, al mismo tiempo, su obra es fuertemente autobiográfica: fue utilizado como bandera para unas elecciones municipales celebradas en 1953 en Meudon, de hecho, en uno de los afiches se lo define a Céline como “escritor hitleriano y pornográfico, y amigo íntimo de muchos nazis”, además de ponerlo a la misma altura de un antiguo ministro del lugar, Fernand de Brinon, y de un alto jerarca nazi, Otto Abetz. Por otro lado, a pesar de que su obra nunca se llevó bien con el cine, Céline apareció en una película del período entreguerras llamada Tovaritch, un film de 1935 del célebre director teatral Jacques Deval, quien lo habría tentado para hacer una versión hollywoodense de Viaje al fin de la noche. Céline aparece algunos segundos durante las primeras escenas del film, donde lo vemos pasar por un almacén, y sólo pronuncia una frase: “Au revoir, monsieur”.

Una buena modalidad para evaluar la importancia y complejidad de una personalidad histórica es indagar en la cantidad de biografías y libros escritos al respecto. Los de Céline, además de ser múltiples, no paran de salir. Entre los más destacados se cuenta la flamante biografía Céline de Henri Godard, la publicación de Cartas a la Nouvelle Revue Francaise, con prefacio de Philippe Sollers precisamente, donde Céline se muestra cruel, divertido, intransigente. Y hasta un monumental libro de más de mil páginas llamado De un Céline a otro, cuyo autor, David Alliot, desencantado con las formas convencionales de realizar una biografía, se propuso nada menos que recopilar todo lo que alguna vez se dijo sobre el escritor en un verdadero caleidoscopio de testimonios en los que conviven su viuda, sus compañeros de regimiento, escritores, amigos de la última hora y todos quienes lo conocieron.

En los próximos meses, aparecerá en Francia El Caso Céline, los archivos daneses, de Francois Marchetti y Heinz Frellezen, investigación en la que se incluirá el documento correspondiente al proceso verbal de arresto de Céline el 17 de diciembre de 1945 (rescatado del Ministerio de Justicia de Dinamarca), un dramático episodio que le valdría un año y medio en prisión, y revela que el escritor estaba armado con un revólver y también sospechado de haber practicado abortos clandestinos.

Forn, el snob metafísico

1 Feb

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El joven dandy Gregor von Rezzori está tomando el té en el departamento de su abuela en Viena cuando ve pasar un bulto por la ventana, seguido de un ruido sordo contra los adoquines de la calle. “Esa fue la joven Raubischek, siempre tratando de llamar la atención”, dice la abuela sin inmutarse. Los Raubischek son unos judíos ricos y cultos que viven con su hija única en el piso de arriba y que poco después tienen la extravagancia de morir “fuera de temporada” (de gripe española, en un año en que no ha habido epidemia). Otra muestra del afán judío por llamar la atención, como que dieran conciertos en su casa: la abuela de Von Rezzori había dejado de considerar la música una de las bellas artes por la cantidad de judíos que descollaban en ella. Los Raubischek murieron pero su hija Minka no: de aquella caída por la ventana sólo le había quedado una leve cojera que la hacía más hermosa aún, cuando bailaba en el American Bar, o se hacía bajar por una soga por la empinada escalera que conducía a los baños del local, mientras decía a sus Romeos con poleas: “Normalmente en este espacio sólo cabría media docena de borrachos como ustedes. Pero este bar fue diseñado por Adolf Loos; gracias a él es posible que sigamos la fiesta aquí abajo. A eso le llamo progreso”.

Eran los agónicos años ’30 en Viena, todo estaba permitido, incluso que el joven Von Rezzori se convirtiera en la mascota de Minka Raubischek, en cuya claque de amigos y admiradores brillaban a la par judíos que iban a morir en los campos y futuros nazis. La especialidad del cachorro Von Rezzori, cuando Minka hacía callar a su claque y le daba la palabra, era contar cuentos judíos mejor que un judío, porque Von Rezzori venía de la Bucovina, tema del que hablaré en un minuto, porque ahora los nazis están por entrar en Austria, y Minka le pide de urgencia que la acompañe a un lugar donde dan visas para Inglaterra a los judíos, pero el lugar resulta ser una improvisada academia que ofrece un curso extrarrápido para convertir a violinistas, matemáticos y abogados judíos en sirvientes de categoría para la nobleza inglesa. Envuelta en su abrigo de visón, Minka murmura: “Supongo que esto te dará para un buen cuento de los tuyos, el violinista judío mayordomo de un lord sordo. Lástima que me lo pierda, querido”.

Minka logró llegar a Londres, sobrevivió a la guerra y, cuando supo que Von Rezzori también había sobrevivido, en Berlín, le mandó un pasaje. El llegó a Inglaterra con lo puesto, ni valija llevaba. Un hombre viejo le abrió la puerta. No era violinista sino historiador, y no era mayordomo sino empleado de la British Library, pero era el marido de Minka, y esa irreconocible mujer renga que bajaba por la escalera con bastón era lo que quedaba de la reina de la noche de Viena: “Mi querido, aun en harapos conservas tu estampa. Ahora veamos si podemos vestirte un poco mejor”. El dandy Von Rezzori volvió al Berlín en ruinas de posguerra con un bulto de trajes usados tal como en su infancia veía salir de su mansión en la Bucovina a los ropavejeros judíos el día anual en que su madre se libraba de la ropa vieja de la casa, aprovechando que el padre estaba de cacería. Con esa ropa prestada, Von Rezzori consiguió un trabajo en la radio militar de la zona inglesa de Berlín, contando cuentos judíos mejor que un judío: las autoridades radiofónicas aliadas consideraban que la Alemania de posguerra necesitaba reír un poco. Minka hubiera coincidido, pero Minka ya estaba muerta para entonces.

Una noche, alguien golpea la puerta de su cuartucho de hotel. Es un viejo príncipe alemán, que pregunta educadamente a Von Re-zzori si los zapatos puestos en el pasillo para lustrar, el único par de buenos zapatos hechos a mano antes de la guerra que le quedan, son suyos. “¡Ja! Sabía que aquí había uno de los nuestros”, dice el príncipe, y lo invita a su castillo. El viejo príncipe solía cazar en la Bucovina. No reconoce el apellido Von Rezzori, pero eso no le impide sentarlo a su lado en las comidas y sobremesas, hasta que el príncipe heredero, un calavera que prefiere la dolce vita romana, murmura en el oído del intruso, antes de irse: “Pobre papá, apartado de la familia, no soporta a los de su clase y odia a los burgueses. Lo que necesita es un cortesano perfecto”.

Von Rezzori recuerda al instante un comentario oído en el American Bar semidesierto luego de que los nazis entraran en Viena: “La ciudad sin judíos. ¿Soy yo o a alguien más le parece que todo se ha puesto como insípido sin ellos?” Von Rezzori recuerda también las enseñanzas de la casa paterna: “En el curso de la historia, el habla, los modales y hasta la forma de vestir de los estratos superiores desciende progresivamente a los estratos inferiores. Así fue como las pelucas rococó pasaron a los sirvientes y el frac a los camareros”. Von Rezzori entiende de golpe en ese momento que él también es producto de la academia de mayordomos. El snob metafísico, como va a definirse a sí mismo (“absolutista estético, nihilista ético”), entiende de golpe en toda su sideral enormidad que él mismo es el más perfecto de sus cuentos judíos.

Pero estamos en los años ’50 y Von Rezzori va a necesitar otros veinte años para sentarse a escribir en serio sus Memorias de un antisemita. En el medio dará rienda suelta a ese snobismo por el que lo siguen detestando en Austria y Alemania a quince años de su muerte: actuar en cine con Brigitte Bardot, escribir una guía en cuatro volúmenes de la sociedad alemana, casarse con una heredera italiana, irse a vivir a una torre medieval en la Toscana, donde un buen día se sentó a escribir el cuento judío de su vida, como si se lo contara a Minka, empezando por la Bucovina de su infancia. Tiren una piedra desde Viena lo más lejos posible hacia el Este y va a caer más allá de Transilvania, en la Bucovina: once etnias distintas, principalmente judíos, al otro lado del río está Rusia y apenas más allá Constantinopla, el Oriente. De ahí venía Von Rezzori. Su padre encarnaba al Imperio Austro-Húngaro en esos confines. De un día para el otro se acabó el Imperio y pasaron a ser rumanos, y después serían rusos, y después ucranianos. Cuando el Ejército Rojo estaba llegando a Berlín, Von Rezzori, que por sus absurdos papeles rumanos había logrado ser civil toda la guerra, se presentó a preguntar qué debía hacer. “Da igual, usted no existe oficialmente”, le contestaron. Su padre le había dicho eso mismo de los judíos en su infancia: “No existen oficialmente, para noso-tros. No les hables, no los mires”. El, por supuesto, desobedeció. Y ahora formaba parte del nuevo Pueblo Errante: aquella oceánica marea de desplazados que vagaba sin rumbo por Europa.

Cuando un libro me gusta mucho trato de descubrir dónde empezó a existir exactamente. Este empieza con una beldad cayendo al vacío delante de una ventana, con el fantasma de una reina de la noche que baja rengueando la escalera hasta dejarse caer contra el pecho del protagonista y susurrar: “Y ahora, querido, cuéntame el cuento judío de tu vida”.