Archivo | enero, 2011

Complejo fraterno…otro olvido lacaniano

8 Ene

“¿Ya salió el hermanito?”
No alcanza con el complejo de Edipo: también el “complejo fraterno, ese conjunto de deseos hostiles y amorosos que el niño experimenta respecto de sus hermanos”, ejerce –destaca el autor de esta nota– efectos formadores y traumáticos sobre el psiquismo de cada uno. Ni siquiera los hijos únicos se salvan.
Por Luis Kancyper *

El complejo fraterno es un conjunto organizado de deseos hostiles y amorosos que el niño experimenta respecto de sus hermanos. Este complejo no puede reducirse a una situación real, a la influencia ejercida por la presencia de los hermanos en la realidad externa, porque trasciende lo vivido individual. También el hijo único requiere, como todo ser humano, asumir y tramitar los efectos generados por la forma singular en que este complejo se construye en cada sujeto.

La función sustitutiva del complejo fraterno se presenta como una alternativa para reemplazar y compensar funciones parentales fallidas. Freud la describe en Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916): “El chico puede tomar a la hermana como objeto de amor en sustitución de la madre, infiel”; “Una niñita encuentra en el hermano mayor un sustituto del padre, quien ya no se ocupa de ella con la ternura de los primeros años, o toma a un hermanito menor como sustituto del bebé que en vano deseó del padre”; “Entre varios hermanos que compiten por una hermanita más pequeña ya se presentan las situaciones de rivalidad hostil que cobrarán significación más tarde en la vida”. La sustitución puede también operar como función elaborativa del complejo de Edipo y del narcisismo y, por otro lado, como función defensiva de angustias y sentimientos hostiles relacionados con los progenitores pero desplazados sobre los hermanos.

La función defensiva del complejo fraterno se manifiesta cuando éste encubre situaciones conflictivas no resueltas. En muchos casos sirve para eludir y desmentir la confrontación generacional, así como para obturar las angustias. Con mucha frecuencia, los mismos padres provocan falsos enlaces entre los complejos paterno, materno y parental y el complejo fraterno y promueven competencias hostiles entre los hijos: dividen para reinar. De ese modo, interceptan entre la posibilidad de construir lazos solidarios de confraternidad entre los hermanos, para fundar entre ellos un poder horizontal que contraste y confronte precisamente el abuso del poder vertical detentado por los padres en la dinámica familiar. Los falsos enlaces originan múltiples malentendidos, que se presentifican también en la mitología y en la literatura; por ejemplo, en la obra teatral El malentendido, de Albert Camus.

El complejo fraterno ejerce una función elaborativa fundamental en la vida psíquica. Así como el complejo de Edipo pone límite a la ilusión de omnipotencia del narcisismo, el complejo fraterno participa en el desasimiento del poder vertical detentado por las figuras edípicas y establece otro límite a las creencias narcisistas relacionadas con las fantasías del “unicato”. El sujeto fijado a traumas fraternos permanece en una atormentada rivalidad con sus semejantes, que puede llegar a cristalizarse en la repetición tanática de “los que fracasan al triunfar”. En esta conducta no sólo actúan las culpas edípicas no elaboradas, sino también las culpas fraternas y narcisistas, con su necesidad de castigo consciente e inconsciente.

El complejo fraterno posee un papel estructurante y fundador en la vida anímica del individuo, de los pueblos y de la cultura, a través de la génesis y mantenimiento de los procesos identificatorios en el yo y en los grupos, en la constitución del superyó e ideal del yo y en la elección del objeto de amor.

En el historial clínico “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”, Freud revela la importancia que ejerce la rivalidad fraterna en la determinación de la elección de objeto sexual y en el ámbito de la elección vocacional. Describe el “hacerse a un lado” como la manifestación de una rivalidad eludida, que se relaciona con la dinámica paradójica del doble, maravilloso y ominoso, resignificado a través del hermano.

Dice allí Freud: “Como hasta ahora ese ‘hacerse a un lado’ no se había señalado entre las causas de la homosexualidad, ni tampoco con relación al mecanismo de la fijación libidinal, quiero traer a colación aquí una observación analítica similar, interesante por una circunstancia particular. Conocí cierta vez a dos hermanos mellizos, dotados ambos de fuertes impulsos libidinosos. Uno de ellos tenía mucha suerte con las mujeres y mantenía innumerables relaciones con señoras y señoritas. El otro siguió al comienzo el mismo camino, pero después se le hizo desagradable cazar en el coto ajeno y ser confundido con aquél en ocasiones íntimas en razón de su parecido; resolvió la dificultad convirtiéndose en homosexual. Abandonó las mujeres a su hermano, y así ‘se hizo a un lado’ con respecto a él. Otra vez traté a un hombre joven, artista y de disposición inequívocamente bisexual, en quien la homosexualidad se presentó contemporánea a una perturbación en su trabajo. Huyó al mismo tiempo de la mujeres y de su obra. El análisis, que pudo devolverle ambas, reveló que el motivo más poderoso de las dos perturbaciones –renuncia en verdad– era el horror al padre. Esta clase de motivación de la elección homosexual de objeto tiene que ser frecuente; en las épocas primordiales del ser humano fue realmente así: todas las mujeres pertenecían al padre y al jefe de la horda primordial”.

Continúa Freud: “En hermanos mellizos, ese ‘hacerse a un lado’ desempeña un importante papel también en otros ámbitos, no sólo en la elección amorosa. Por ejemplo, si el hermano mayor cultiva la música y goza de reconocimiento, el menor, musicalmente más dotado, pronto interrumpe sus estudios musicales, a pesar de que desea dedicarse a ello, y es imposible moverlo a tocar un instrumento. No es más que un ejemplo de un hecho común y la indagación de los motivos que llevan a hacerse a un lado, en lugar de aceptar la competencia, descubre condiciones psíquicas muy complejas”.

En el “hacerse a un lado”, se reavivan entre los hermanos fantasías fratricidas, de excomulgación y de gemelidad. Fantasía esta última en la cual existe un solo tiempo, un solo espacio y una sola posibilidad para dos. Se instala así una relación donde un hermano ejerce un excesivo control y un poder de sumisión obsesivo y perverso sobre el otro. Al satisfacer sobre éste sus mociones agresivas se genera entre ambos un campo perverso en el que se reactivan las rivalidades edípicas pero también las fraternas, que no se trasponen entre sí. En cada una intervienen diferentes angustias, sentimientos de culpabilidad y fantasías, que suelen desplegarse, en ambos hermanos, bajo formas de protesta fraterna manifiestas y latentes.

En la protesta fraterna, uno de los hermanos manifiesta una agresión franca y un rechazo indignado hacia otro que, según él, ostenta un lugar favorecido e injusto. No oculta su hostilidad porque, desde la lógica de su narcisismo, la presencia del otro es vivida como la de un rival e intruso que atenta contra la legitimidad de sus derechos y a la vez resignifica el homo homini lupus (“hombre, lobo para el hombre”) que subyace en la vida anímica.

En las protestas fraternas circula una amplia gama de afectos, fantasías y poderes hostiles, no sólo desde el hermano mayor hacia el menor, ya que también éste acumula, en el tesoro mnémico de sus afectos, una intensa rivalidad hacia el primogénito, originada por la relación de dominio durante el período infantil entre ellos y por los sentimientos de culpa suscitados a partir de los pactos secretos que cada hijo establece con una o con ambas figuras parentales. Cada hermano, desde su diferente lugar en el orden de nacimiento, porta diversas protestas fraternas.

Recuerdo el reclamo de un analizante que ocupaba el lugar “hilvanado” del hermano menor en la constelación familiar: “Mi madre decía: ‘Al primero se lo borda, al segundo se lo cose y al tercero se lo hilvana’”. En la observación de niños en la vida cotidiana se comprueba que el anuncio del nacimiento de un hermano provoca una súbita, revulsiva herida narcisista, acompañada de encarnizadas protestas y rivalidades. Una niña de cinco años le advertía a su hermanita de dos, inmediatamente después de que la madre les había anunciado la llegada de una nueva hermanita: “Yo voy a ser siempre la más grande, pero vos ya no vas a ser la más chiquita”.

Una madre les anunció, a su hijo de ocho años y su hijita de dos y medio, que estaba embarazada de un nuevo hermanito. El hijo mayor exclamó con alegría: “¡Qué suerte! Voy a tener un hermano para jugar a la pelota”, mientras que la pequeña bajó su mirada y enmudeció. La madre dudó si la nena había comprendido: “¿Escuchaste bien lo que les dije? A ver, ¿qué tiene mamá en la panza?”. La niña, con voz grave, respondió: “Un tonto”. Después, cuando fueron a la clínica a ver al hermano recién nacido, la niña se acercó a su madre y le murmuró al oído: “¿Ya salió el hermanito? ¿Después lo ponemos adentro de vuelta?”.

* Miembro titular en función didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Textos extractados del trabajo

“El complejo fraterno y sus cuatro funciones”.

Foucault, el coraje de la verdad

2 Ene

La parrhesía como forma del decir veraz
Por Michel Foucault *
Coraje de la verdad
La parrhesía, tal como la estudió Michel Foucault, era, en la Antigüedad, la práctica de decir la verdad “sin esconderla con nada”, bajo el riesgo del rechazo o la ira del interlocutor. Esta práctica se sitúa en “la prehistoria de algunas parejas célebres: el penitente y su confesor, el enfermo y el psiquiatra, el paciente y el psicoanalista”.

Este año querría continuar el estudio del hablar franco, de la parrhesía como modalidad del decir veraz. Llegué a la noción y la práctica de la parrhesía a partir de la cuestión, tradicional en la filosofía occidental, de las relaciones entre sujeto y verdad. Grande fue la importancia en la moral antigua, en toda la cultura griega y romana, del principio “hay que decir la verdad sobre uno mismo”. Pueden mencionarse prácticas como el examen de conciencia prescrito entre los pitagóricos o los estoicos, del que Séneca dio ejemplos tan elaborados y que volvemos a encontrar en Marco Aurelio. También esas correspondencias, esos intercambios de epístolas morales, espirituales, cuyo ejemplo también puede hallarse en Séneca. Han dejado menos huellas otras prácticas como las libretas de notas, especies de diarios que se aconsejaba llevar, ya fuera para el registro y la meditación sobre las experiencias vividas o las lecturas hechas, ya fuera para contarse uno mismo, al despertar, los propios sueños.

Hay cierta tendencia a analizar esas prácticas del decir veraz sobre uno mismo en relación con el principio socrático del “conócete a ti mismo”: en ellas se ve la plasmación de ese principio. Pero me parece interesante resituar esas prácticas, esa incitación a decir la verdad sobre uno mismo, en un contexto más amplio definido por un principio, el del cuidado de sí. Este precepto tan antiguo en la cultura griega y romana –y que encontramos, en los textos platónicos, asociado al “conócete a ti mismo”– dio lugar al desarrollo de lo que podríamos llamar un cultivo de sí, en el cual vemos la transmisión de todo un juego de prácticas de sí. Al estudiar estas prácticas, vi perfilarse un personaje, presentado como el socio indispensable de la obligación de decir la verdad sobre uno mismo. No hace falta esperar al cristianismo, la institucionalización a comienzos del siglo XIII de la confesión, para que la práctica del decir veraz sobre uno mismo se apoye en la presencia del otro que escucha, que exhorta a hablar y habla. En la cultura antigua, el decir veraz sobre uno mismo fue una actividad con los otros, y más precisamente aun una actividad con otro, una práctica de a dos.

Conocemos relativamente bien a ese otro en la cultura cristiana, en la que adopta la forma institucional del confesor o el director de conciencia; también en la cultura moderna se puede señalar a ese otro indispensable para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, sea el médico, el psiquiatra, el psicólogo o el psicoanalista. En la cultura antigua su estatus es más variable, más vago, está institucionalizado con menos claridad: puede ser un filósofo de profesión, pero también una persona cualquiera.

Galeno, en su texto sobre la cura de los errores y las pasiones, señala que, para decir la verdad sobre sí mismo y conocerse, uno necesita a otro a quien debe buscar un poco en cualquier parte, con la sola condición de que sea un hombre de edad y serio. Puede ser un profesor, que en mayor o menor medida participe de una estructura pedagógica institucionalizada (Epicteto dirigía una escuela), pero puede ser un amigo personal, puede ser un amante. Puede ser un guía provisorio para el hombre joven que todavía no ha tomado sus decisiones fundamentales, que todavía no es completamente dueño de sí mismo, pero también puede ser un consejero permanente, que siga a alguien a lo largo de su existencia y lo conduzca hasta su muerte. Demetrio el Cínico era el consejero de Trásea Peto, un hombre importante en la vía política romana de mediados del siglo I, y lo sirvió como consejero hasta el día mismo de su muerte por su suicidio: asistió al suicidio de Trásea Peto y conversó con él, a la manera del diálogo socrático, sobre la inmortalidad del alma hasta su último suspiro.

El estatus de ese otro es, por tanto, variable. Y su papel, su práctica misma, tampoco son tan fáciles de definir. Ese papel tiene que ver con la pedagogía, se apoya en ésta, pero es también una dirección del alma; puede ser asimismo una suerte de consejo político. Pero ese papel también se metaforiza y quizás se manifiesta en una especie de práctica médica, porque se trata del tratamiento del alma y de la determinación de un régimen de vida, que comporta, por supuesto, el régimen de las pasiones, pero igualmente el régimen alimentario, el modo de vida en todos sus aspectos.

Ese otro, indispensable para el decir verdad de uno mismo, debe tener una calificación determinada, que, a diferencia de la cultura cristiana, no está dada por la institución y el ejercicio de ciertos poderes espirituales específicos. Tampoco es, como en la cultura moderna, una calificación institucional que garantice determinado saber psicológico, psiquiátrico, psicoanalítico. La calificación necesaria para ese personaje incierto, un poco brumoso y fluctuante, es cierta práctica, cierta manera de decir que se llama parrhesía: hablar franco.

El tratado de Plutarco sobre la adulación, “Cómo distinguir un adulador de un amigo”, es un análisis de la parrhesía o, mejor dicho, de esas dos prácticas opuestas que son la adulación y la parrhesía. Aquel texto de Galeno dedica toda una exposición a la elección de aquel de quien se dice que puede y debe usar ese hablar franco para que el individuo pueda, a su vez, decir la verdad sobre sí mismo.

El año pasado emprendí el análisis de la práctica de la parrhesía y del personaje que es capaz de utilizarla, a quien se denomina parrhesiastés. El estudio de la parrhesía y del parrhesiastés durante la antigüedad, en el cultivo de sí, es una suerte de prehistoria de las prácticas que se organizan en torno de algunas parejas célebres: el penitente y su confesor, el enfermo y el psiquiatra, el paciente y el psicoanalista.

Pero, en su origen, la parrhesía es fundamentalmente una noción política. Con la noción de parrhesía, arraigada originariamente en la práctica política y la problematización de la democracia, y derivada hacia la esfera de la ética personal y la constitución del sujeto moral, puede verse el entrelazamiento del análisis de los modos del decir veraz, el estudio de las técnicas de gubernamentalidad y el señalamiento de las formas de práctica de sí. Presentar este estudio en una tentativa de reducir el saber al poder, de hacer del saber la máscara del poder en estructuras en que el sujeto no tiene cabida, no puede ser otra cosa que una caricatura. Se trata, al contrario, de las relaciones complejas entre tres elementos distintos, cuyas relaciones son mutuamente constitutivas: los saberes, estudiados en la especificidad de su decir veraz, su veridicción; las relaciones de poder, no como la emanación de un poder sustancial e invasor, sino en los procedimientos por los cuales se gobierna la conducta de los hombres, y los modos de constitución del sujeto a través de las prácticas de sí.

La parrhesía, etimológicamente, es la actividad consistente en decirlo todo: pan rhema. El parrhesiastés es el que dice todo. Así, en el discurso “Sobre la embajada fraudulenta”, Demóstenes advierte que es necesario hablar con parrhesía, sin retroceder ante nada, sin ocultar nada.

Pero la palabra parrhesía puede emplearse con dos valores. Con un valor peyorativo –como la encontramos en Aristófanes, y luego de manera muy habitual hasta la literatura cristiana–, la parrhesía consiste en decirlo todo en el sentido de decir cualquier cosa: cualquier cosa que pueda ser útil para la causa que uno defiende o que pueda valer para la pasión o el interés que anima a quien habla. El parresiasta se torna entonces el charlatán impenitente, aquel que no es capaz de ajustar su discurso a un principio de racionalidad o de verdad. En el libro VIII de la República encontrarán la descripción de la mala ciudad democrática, una ciudad heterogénea, dislocada, dispersa entre intereses diferentes, pasiones diferentes, individuos que no se entienden. Esta mala ciudad democrática practica la parrhesía: todo el mundo puede decir cualquier cosa.

En su valor positivo, la palabra parrhesía consiste en decir la verdad sin disimulación ni reserva ni cláusula de estilo ni ornamento retórico que pueda cifrarla o enmascararla. El “decirlo todo” es: decir la verdad sin ocultar ninguno de sus aspectos, sin esconderla con nada. Pero esto no basta para definir la noción de parrhesía en el sentido positivo; hacen falta dos condiciones complementarias. Es preciso no sólo que esa verdad constituya a las claras la opinión personal de quien habla, sino también que éste la diga en cuanto es lo que piensa. El parresiasta da su opinión, dice lo que piensa, él mismo signa la verdad que enuncia, se liga a esa verdad y, por consiguiente, se obliga a ella y por ella.

Pero esto no es suficiente. Después de todo, un profesor, un gramático, un geómetra pueden decir, con respecto a la gramática o la geometría, una verdad en la cual creen y, sin embargo, no se dirá que eso es parrhesía. Para que haya parrhesía es menester que el sujeto, al decir una verdad que marca como su opinión, su pensamiento, su creencia, corra cierto riesgo, un riesgo que concierne a la relación que él mantiene con el destinatario de sus palabras; es menester que, al decir la verdad, afrontemos el riesgo de ofender al otro, encolerizarlo y suscitar conductas que pueden llegar a la más extrema de las violencias. En la “Primera filípica”, Demóstenes agrega: “Sé que al valerme de esta franqueza ignoro lo que se deducirá para mí de las cosas que acabo de decir”.

La parrhesía implica cierto coraje, cuya forma mínima consiste en el hecho de que el parresiasta corre el riesgo de poner fin a la relación con el otro que, justamente, hizo posible su discurso. El parresiasta siempre corre el riesgo de socavar la relación que es condición de posibilidad de su discurso. Lo vemos con claridad en la parrhesía como guía de conciencia, que sólo puede existir si hay amistad y donde el uso de la verdad amenaza poner en tela de juicio y romper la relación amistosa.

Ese coraje adopta una forma máxima cuando quien habla se ve en la necesidad de arriesgar su propia vida. Platón, cuando va a ver a Dionisio el Viejo, le dice una serie de verdades que ofenden a tal punto al tirano que éste concibe el proyecto –no lo llevará a la práctica– de matar al filósofo. Pero Platón lo sabía y había aceptado el riesgo. La parrhesía no sólo arriesga la relación entre quien habla y la persona a la que se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice.

Con la salvedad de que la parrhesía puede organizarse, desarrollarse y estabilizarse en lo que cabría llamar un juego parresiástico. Porque aquel a quien el parresiasta dice esa verdad –trátese del pueblo reunido y que delibera sobre las decisiones que debe tomar, o del príncipe a quien hay que dar consejos, o del amigo a quien se guía– ese interlocutor, si quiere cumplir el papel que le propone el parresiasta, debe aceptarla, por ofensiva que sea para las opiniones de la asamblea, para las pasiones o los intereses del príncipe, para la ignorancia o la ceguera del individuo. El pueblo, el príncipe, el individuo deben reconocer que quien corre el riesgo de decirles la verdad tiene que ser escuchado. El juego de la parrhesía se establece a partir de esa suerte de pacto. La parrhesía es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva.

La práctica de la parrhesía se opone al arte de la retórica. La retórica, tal como se la definía y practicaba en la Antigüedad, es una técnica, un conjunto de procedimientos que permiten al hablante decir algo que tal vez no sea en absoluto lo que piensa, pero que tendrá por efecto producir convicciones, inducir conductas, establecer creencias. La retórica no implica ningún lazo del orden de la creencia entre quien habla y lo que éste enuncia. Desde este punto de vista, la retórica es exactamente lo contrario de la parrhesía. El rétor puede perfectamente ser un mentiroso eficaz que obliga a los otros. El parresiasta, al contrario, será el decidor valeroso de una verdad.

A diferencia del rétor, el parresiasta no es un profesional. Y la parrhesía es algo distinto a una técnica o un oficio, aun cuando en ella haya aspectos técnicos. La parrhesía es una actitud, una manera de ser que se emparienta con la virtud, es una manera de hacer. Son procedimientos pero es también un rol, un rol útil, precioso, indispensable para la ciudad y los individuos.

* Extractado de El coraje de la verdad (Curso en el Collège de France, 1983-84), de reciente aparición (Ed. Fondo de Cultura Económica).

Foucault, hablar de la verdad

2 Ene

Ni profetas ni sabios: ¡parresiastas!

Por M. F.
Podemos oponer la parrhesía (ver nota aparte) a otras modalidades fundamentales del decir veraz que encontramos en la antigüedad, pero que hallaríamos sin duda, más o menos desplazadas, formalizadas de maneras diversas, en otras sociedades, la nuestra incluida. A partir de la Antigüedad podemos definir cuatro modalidades del decir veraz. En primer término, la profecía. El profeta, al igual que el parresiasta, es alguien que dice la verdad. Pero la característica fundamental del decir veraz del profeta está en la postura de mediación que asume. El profeta no habla en su propio nombre: transmite una palabra que es, en general, la palabra de Dios. Articula y profiere un discurso que no es el suyo, dirige a los hombres una verdad que viene de otra parte. También está en posición de intermediario, en tanto se sitúa entre el presente y el futuro. El profeta devela, ilumina lo oculto, pero no sin ser oscuro, no sin dar a lo que dice una envoltura que es la del enigma. La profecía no dice la verdad en su lisa y llana transparencia. Aun cuando el profeta diga lo que debe hacerse, resta aún interrogarse, resta saber si se ha entendido bien, hay que cuestionar, vacilar, interpretar.

El parresiasta, al contrario, habla en su propio nombre. Es esencial que lo que formula sea su opinión, su pensamiento y su convicción. Debe firmar sus dichos. El parresiasta no dice el porvenir. No ayuda a los hombres a franquear lo que los separa de su porvenir, sino que los ayuda en su ceguera acerca de lo que son, acerca de ellos mismos. En el juego entre el ser humano y su ceguera arraigada en una desatención, una complacencia, una cobardía o una distracción moral, allí el parresiasta cumple su papel. Y el parresiasta no habla mediante enigmas: al contrario, dice las cosas lo más clara, lo más directamente posible, sin ningún disfraz, ningún adorno retórico. Es cierto, deja algo por hacer: deposita en aquel a quien se dirige la dura tarea de tener el coraje de reconocer esa verdad y hacer de ella un principio de conducta.

El decir veraz parresiástico puede oponerse también a otro modo de decir veraz muy importante en la Antigüedad: el de la sabiduría. El sabio habla en su propio nombre. La sabiduría que formula es la suya propia; no es simplemente un portavoz, como el profeta. Pero el sabio mantiene su sabiduría en una reserva, que es esencial. En el fondo, es sabio en y para sí mismo, y no necesita hablar. Nada lo obliga a impartir, enseñar o manifestar su sabiduría. El sabio es estructuralmente silencioso. Si habla, sólo lo hace interpelado por las preguntas de alguien o por una situación de urgencia para la ciudad. Eso explica que sus respuestas bien puedan ser enigmáticas y dejar a aquellos a quienes se dirige en la ignorancia o la incertidumbre. En este sentido se emparienta con el profeta. Pero, a diferencia de la profecía, en la que se dice lo que será, el sabio dice lo que es, el ser del mundo y las cosas. Y si ese decir veraz puede asumir valor de prescripción, no es bajo la forma de un consejo ligado a una coyuntura, sino en la de un principio general de conducta. El parresiasta, a diferencia del sabio, no mantiene una actitud esencial de reserva. Su deber, su obligación, su responsabilidad consiste en hablar y no tiene derecho a sustraerse a esa misión. Lo vemos precisamente con Sócrates, que, como se recuerda a menudo en la Apología…, ha recibido del Dios la función de interpelar a los hombres, tomarlos por el brazo, hacerles preguntas; una tarea que él no abandonará, aun amenazado de muerte.