Archivo | julio, 2012

Benasayag, el mal

29 Jul

 

Eliminación del mal

Por Miguel Benasayag *

Si bien la cuestión del mal evoca inmediatamente un territorio teológico, místico, la diferencia reside en el hecho de que siempre hizo falta mucha tinta y mucha fe para creer en Dios y que, por el contrario, nadie duda de la existencia del mal. Pero ¿qué es el mal? y ¿cómo podemos pensar hoy, en 2012, esta cuestión? En la tradición occidental, incluso desde sus lejanas raíces griegas, la cuestión del mal inquietó a los humanos: ¿cómo era posible que el mal existiera si la creación era fruto de divinidades?, ¿cuál era entonces la función y los orígenes del mal?

Los maniqueos consideran que la existencia del mal es producto del Angel Caído. Por lo tanto, habría dos fuentes de acción en el mundo: la fuerza del bien y la fuerza del mal.

Para Leibniz, el mal será engendrado en el pasaje de los múltiples posibles en teoría a los que llama “composibles”. El mal nace en este pasaje a la existencia de los composibles; puesto que en él hay conflicto: dado que los posibles en teoría no son todos composibles en la existencia, entonces el conflicto es –como ya lo había advertido Heráclito– “padre de todas las cosas”. Si el conflicto entre los composibles era el padre de todas las cosas, el mal es, ni más ni menos, necesario.

En síntesis, hubo una manzana, hubo una mujer que era demasiado atractiva como para negarse a compartir con ella una manzana; pecado de nacer en el pecado original, pecado de existir. El resto ya se conoce: trabajar y, sobre todo, a soportar el mal como vecino del bien. La carne es pecado, los deseos son pecado, la materia es pecado, el Occidente nace de un pecado original y, como el Occidente es la cultura que se “autodenomina universal”, toda la humanidad queda capturada por este dispositivo.

El mal es inherente a la existencia, pero, y aquí está la cuestión, los hombres y el progreso se prometieron erradicarlo.

La pregunta sería: ¿es cierto eso que piensan los occidentales, que ellos son los únicos que existen y que las otras culturas son sólo escalones “en vías de desarrollo”, es decir, en vías de llegar a ser como ellos? ¿O bien las otras culturas son, tal vez, civilizaciones en serio? Fray Bartolomé de las Casas había defendido, en la famosa controversia de Valladolid, que ¡los indios eran humanos! Salvo que… eran humanos con la humanidad incompleta. El colonialismo, el imperialismo, la normalización disciplinaria, pero también la cura, la educación, el urbanismo, iban a ocuparse de completarles la humanidad a los indios, a los africanos, a los asiáticos, a los marginales, a los locos, a las mujeres…, a todos los “incompletos” del mundo.

Occidente, fundado sobre el mito teleológico de un progreso convergente y final, marchaba hacia las luces, hacia la luz del fin (auto) prometido de toda negatividad, de todo mal: a los otros, los incompletos, seguirlos y obedecerles. Al final de la historia, en el punto omega del padre Teilhard o bien en el comunismo científico de Marx, el mal debía desaparecer.

El médico, el maestro, el colono podían así hacer el mal en nombre de un bien final: civilizar, educar, curar. La promesa de un mundo sin mal, de un mundo donde todo lo negativo debía desaparecer, estructuró las prácticas y el pensamiento de Occidente. El mañana, el futuro, fue por lo tanto, desde la gran historia hasta los ínfimos detalles de las pequeñas historias personales, lo que ordenaba y daba sentido a nuestras vidas: digamos, “hoy no se fía, mañana sí”.

Pero sucede que esta gran cultura occidental se encuentra en crisis terminal y profunda. Y una de las consecuencias más graves de esta crisis reside en el hecho de que ese mal, eso negativo que debía desaparecer, nos vuelve sobre la cara con la fuerza vengadora de lo que habíamos querido reprimir, dominar, eliminar y que nos dice cruelmente: “Aquí estoy”, el mal está aquí, lo negativo no desaparece.

Ahora bien, si intentáramos una rápida distinción entre las diferentes culturas, desde el punto de vista del trato que le han dado a la cuestión del mal, no dejaría de sorprendernos que la cultura occidental sea la única que haya apostado, que se haya estructurado alrededor de esta promesa de la desaparición final del mal. “La única diferencia que existe entre Dios y los hombres –escribía el astrónomo y filósofo Kepler– reside en el hecho de que Dios conoce todos los teoremas desde la eternidad y que el hombre no los conoce todavía todos.”

“No conocer todavía todos”, es la frase que describe la modernidad, ese recorrido temporal hacia la completud. Si el universo está escrito en lenguaje matemático (Galileo), quien conoce “todos los teoremas” controla lo real, la vida y lo existente: puede eliminar el mal.

Ninguna otra cultura que haya existido o exista apostó a esta eliminación del mal; las culturas animistas, totemistas o analogistas corresponden a sociedades que tenían una relación orgánica entre el mal y el bien. No se trata de que en estas culturas no se diferencie el dolor del placer o la alegría de la tristeza; por supuesto que sí. Sólo que esos contrarios se conciben y experimentan como parte de una unidad indivisible. Aun los maniqueos de la Mesopotamia, en el siglo III, si bien dividían claramente y oponían el bien al mal, consideraban al mal como inevitable, incluso necesario para la armonía del universo.

“Doctor, estoy mal”, enuncia el paciente frente a su terapeuta, y aparentemente todo está dicho,: “Usted está mal, debo actuar”. Nadie viene para decir: “Doctor, estoy bien”: el bien, un bien que se pretende separado y separable del mal, nos parece ser la condición necesaria y justa de nuestras vidas.

“No te pregunto a qué raza o religión perteneces; si tú sufres tú me perteneces y yo te aliviaré”: tal es el credo, el dogma de Pasteur que está escrito en el frontispicio de los hospitales parisinos. De esta manera, los cuerpos y los pueblos que sufren “pertenecen” a los doctores que los aliviarán. El mal, el sufrimiento, la tristeza, son síntomas que deben ser eliminados. Y las nuevas tendencias en psicofarmacología y terapias breves adhieren a este credo, “el mal debe desaparecer”.

Una pregunta estúpida me viene a la mente: si el mal desaparece en las curas disciplinarias de los psicofármacos o en las terapias comportamentales, ¿desaparece para dejar lugar a qué? Una vida ordenada solo en el “bien”, ¿sería bien con respecto a qué? ¿Qué es una luz sin sombras? ¿Un día sin noche? ¿Una vida sin muerte?

Nosotros somos los contemporáneos de la pérdida de la gran promesa según la cual “el mal debe desaparecer”. Hemos pasado, sin darnos muy bien cuenta, del historicismo como promesa y fe en el futuro, a la supuesta eliminación del mal posmoderno. Huérfanos de esa ilusión totalizante y evidentemente totalitaria, esa negatividad que no desaparece nos pone en pánico, inseguridad y amenaza. Lo otro, lo inquietante, el extranjero, el vecino, mi propio cuerpo como otro, me asusta. Todo participa de la amenaza.

Donde hubo promesa aparece la amenaza, el futuro radioso dejó lugar a un porvenir cargado de oscuros presagios, muchos de los cuales ya están aquí en el desastre económico, ecológico y demográfico.

¿Cómo se puede vivir con la amenaza? ¿Cómo se puede reestructurar una otra y nueva relación con el mal, ese mal que habíamos creído poder separar de un puro bien inmaculado? Por el momento la primera respuesta es un pánico generalizado: se danza y se juega en un transatlántico, pero se debe quedar uno quieto, paralizado en una chalupa que hace agua.

A falta de lograr ser felices nos contentamos con evitar la desgracia, escribía ya hace un siglo Freud. Es decir, renunciamos a una vida para aceptar la sobrevida disciplinaria. La promesa de seguridad que reemplaza la vieja promesa teleológica nos hace desear la ciudad panóptica, el control permanente de nuestras vidas. Lo que en épocas recientes fue un castigo, deviene hoy algo deseable.

Nosotros mismos construimos nuestras vidas como un conjunto panóptico: Facebook, Twitter, el celular, así como una serie de blogs y otros horrores, están a nuestro servicio para que tratemos de construir vidas transparentes, ya que en la transparencia el hombre postmoderno encuentra la ilusión de seguridad. El mal, ya se sabe, ama los pliegues y rincones oscuros: seamos entonces transparentes.

Scanner y control del propio cuerpo y, al volver a casa, escribir en nuestro blog rápidamente todo, toooodo lo que hemos hecho, publicando en Facebook las fotos que lo prueban: quizás así el mal no pueda poseernos.

Pensemos simplemente el uso del hoy tan corriente celular: el hombre posmoderno se pasa el día informando, a quien sea, de cada paso, de cada embrión de sentimiento o de pensamiento que lo atraviesa. Jeremy Bentham no hubiera soñado mejor que esto, la torre de vigilancia en la cabeza es deseada y pagada en cuotas. Es decir, en cierta manera, el suicidio como prevención a toda enfermedad.

En las culturas no modernas, una de las formas más corrientes de “tratar” la cuestión del mal era realizar prácticas sacrificiales, el don y contradon (potlatch). Los modernos reían de estas prácticas: matar a un pollo en el patio no lo percibían como garantía para evitar el mal. En realidad, las prácticas del don, del sacrificio, no implican un manejo imaginario de lo real, sino más bien la aceptación, por una parte de la sociedad, de la existencia de una pérdida: de que hay mal y que esto forma parte orgánica del bien. Más concretamente, de la vida.

La hipótesis según la cual la modernidad debía lograr una racionalización tal de la existencia que llegaría a erradicar la pérdida, no evitó que el capitalismo, y aun más el neoliberalismo, destruyeran la vida bajo todas sus formas. Todo ocurre como si el deseo de no perder provocara pérdidas inevitables y mayores.

La diferencia entre la modernidad y la posmodernidad en la apreciación del mal es que en la modernidad, autoconcebida como camino no terminado, el mal existe, es incluso necesario, ya que se transforma en un indicador del bien. Por ejemplo, para Hegel o Marx, la negatividad, el momento de lo negativo en la dialéctica, es absolutamente necesario para avanzar hacia una síntesis superadora y positiva. Es en la postmodernidad, “fin de la historia” como la bautizaron los sofistas posmodernos, el mal aparece como sinrazón, como accidente que es necesario eliminar.

De esta manera, el desafío de esta época nos resulta más claro: no es cuestión de competir con las tendencias neoliberales posmodernas en las técnicas de “eliminación del mal”, sino que se trata en realidad de lo que Jacques Monod presentaba como la creación de una “nueva alianza”. Nueva alianza quiere decir una relación orgánica con la vida, con la sociedad y con el medio ambiente, en donde no se separe artificialmente el mal del bien.

–Doctor, me siento mal en la vida.

–Sí señor, es normal sentirse a veces mal en la vida –Más aún, es la actitud de intolerancia hacia este mal lo que hace de él algo insoportable y aún más doloroso.

No hay bien sin mal y, una vez que comenzamos a dejar atrás los dictámenes totalitarios del utilitarismo actual, esa separación nos aparece incluso como ideológica e imposible.

Ni bien ni mal, ni fuerte ni débil, sino fragilidad. Tal es la condición, ya no sólo humana, sino de la vida misma: allí es donde una resistencia a la crisis actual puede comenzar.

Q Texto extractado de un artículo que aparecerá en el número de agosto de la revista Topía. El autor –psicoanalista y filósofo–.

24 Jul

Mujica, la amistad

20 Jul

LA AMISTAD

El amor es uno de los nombres, uno de los sentimientos que nos hablan de unión, de reunión; que nos dice qué se siente cuando se disipa la ilusoria separación entre un ser y otro ser; cuando otro encuentra espacio en uno, cuando uno hace del otro el propio estar. Cuando eso que suma más que las partes, eso que llamamos nosotros acontece, acontece como sentimiento, lo llamamos amor.
La palabra amigo nace de una raíz griega de la que también deriva amor y amable. No nos sorprende: la amistad, lo sentimos, es una de las formas del amor; la forma que toma cuando la intimidad incluye la distancia y la distancia no es separación, es cercanía, es amistad.
Amabilidad, por otra parte, no es simplemente un gesto de buena educación, la amabilidad, lo amable, dijimos, viene de amor; no es un mero gesto, es un gesto cuando acaricia, cuando el que gesticula se brinda, se da en él.
Los antiguos solían considerar superior la amistad a la vida familiar, la veían por encima de la unión conyugal, ya que esta tenía como fin tanto la consolidación del tener -económico y material- como el de la procreación -proyección y perduración-, y la amistad, en cambio, es constitutivamente desinterés: no saca ni guarda nada de esa relación, salvo, claro, la gratificación afectiva, el sentimiento y el crecimiento de comprometerse en lo humano por lo humano, el consentimiento en la gratuidad.
Desde el inicio de la propia historia, desde la niñez, la de cada uno, los amigos estaban allí, nos rodeaban, eran los juegos: eran la alegría, eran la primera felicidad, la que no solemos recordar pero nunca hemos olvidado. La amistad, en verdad, repitámoslo, no tiene razón de ser, no es por ninguna razón, no responde a ningún interés: simplemente es, es una de nuestras formas de ser, una de nuestras formas de amar.
Aunque ninguna ley la enmarca, ninguna institución la contiene ni ningún documento la registra, la amistad, desde que tenemos conocimiento de la historia humana, está allí, está confirmando al hombre como lo que el hombre es: un ser para quien el abrirse relacionándose con los demás no es accidental sino esencial, constitutivo, es su ser. Un hombre o una mujer que no es lo que es y después se relaciona, sino que por relacionarse llega a ser lo que es: lo que también los otros le han creado de sí.
Podemos no tener amigos, pero de no tenerlos no son ellos los que nos faltan, es algo de nosotros que no llegará a estar, que no llegará a nacer: una forma de amor que no llegaremos ni a dar ni a recibir. Un vínculo que faltándonos amputa algo de nuestra posibilidad de ser.
La amistad nace involuntariamente, como ofertorio, como promesa de un don. En este aspecto de don, su aspecto de gratuidad, la amistad es una gracia: la gracia de poder ser gracia para otros, dar amistad a quien me busca como amigo, quien nos ofrece su amistad, quien a nosotros se abre.
La amistad, por lo que acabamos de decir, pertenece a la gramática del don: no es un acto de mi voluntad, no decido ser amigo de tal o cual, acontece. Se da, se me da. Después, recién después, puedo confirmarlo o negarlo, puedo buscar razones, explicar, pero sobre algo ya acontecido, ya sentido; el origen de la amistad, como el de todas las formas del amor, no se impone, se propone a mi respuesta, a mi sensibilidad. Es un ofrecimiento tácito; aceptarlo, lo transforma en don. Por esto la amistad, también, es un dejarse elegir. Es una sensibilidad, una disponibilidad, una vulnerabilidad: la de darme, entregarme, entregarme dejando llegar a mí. Arriesgarme a una relación, a su inescrutable futuro. Abrirme y dejar entrar.
La amistad suele nacer casi involuntariamente, más que hacerla la descubrimos, descubrimos que está, que puede estar allí, en el conocido, en el cercano, en quien se nos acerca. La amistad se descubre cuando dejamos a alguien que nos descubra su corazón, y en esa mutua apertura, en ese mutuo descubrimiento, nace la amistad, encuentra lugar para crecer. Crece fecundándonos.
La amistad no se anuda, se reanuda. Es como un lazo abierto: un pacto no sólo del amor sino también de la libertad. Es la libertad cuando elige comprometerse, vincularse: encarnarse intimidad. Nada la ata, nada la legaliza, ninguna sangre la une, y por eso mismo exige más. No teniendo nada externo en que apoyarse, hay que sostenerla desde ella misma: vivirla. Concretarla. Cuidarla y alimentarla: darse a y en ella. Celebrarla.
A diferencia de la familia en la que nacimos o la familia que formamos, el amigo no cohabita, no se confina a ningún espacio, a ningún lugar. La amistad no es sedentaria, es nómada, hospitalaria pero peregrina: es más un andar que un estar. Por eso el amigo acompaña, camina con nosotros, es el cercano, el que no se queda atrás ni se adelanta. Está allí, acompañando desde la cercanía, esa cercanía atenta, en vilo, que es la disponibilidad.
El amigo es, sobre todo, aquel con quien se cuenta, y se cuenta para contarnos. Para decirnos, revelarnos. El amigo es el confidente, en los dos sentidos de la palabra, es aquel en quien se confía y, porque se confía nos confiamos: nos decimos, nos revelamos. Decimos las alegrías y las volvemos a sentir, a redoblar, y decimos también los dolores y aunque el dolor sigue siendo dolor deja de ser soledad; no nos deja, pero ya no está solamente en mí: duele, pero no encierra.
Uno y otro, un amigo a otro amigo, se dan la posibilidad de que el otro sea, despliegue su ser, en la tibia apertura de acogida y aceptación que es y se abre en la amistad, en el más gratuito y libre de los dones del amor.
HUGO MUJICA

Scola, ficción

12 Jul

 

Si  alguien me pregunta qué es la ficción, lo más probable es que responda lo mismo que respondiera San Agustín cuando le preguntaron acerca del tiempo: mientras nadie me lo pregunta lo sé, pero si quiero explicárselo a quién me lo pregunta, ya dejo de saberlo.

Hablamos de ficciones todo el tiempo: no sólo cuando leemos una novela o vamos al cine, sino también cuando le contamos a alguien nuestros proyectos, inventamos historias para que los chicos se duerman o reproducimos los comentarios de algunos políticos. Lejos de ser algo opuesto a lo que llamamos “real”, tanto “ficción” como “realidad” conforman el complejo entramado de nuestras vidas. Entramado que no es posible destejar con facilidad y encontrar de qué ovillo nació una u otra ya que, en verdad, el único lugar del que pueden nacer es la experiencia misma, que solemos clasificar de diversas maneras a fines de ordenarla un poco. Sin embargo, no debemos perder de vista que hasta la distinción misma entre realidad y ficción forma parte de esa necesidad de clasificación que nos es tan característica. Un dato curioso es que el término “realidad” recién se comenzó a utilizar en lengua española dos años después de que Cervantes publicara el Quijote.

Esto no quiere decir que la ficción se vuelva  realidad  o la realidad ficción, sino que es precisamente en ese cruce (muchas veces inexplicable) donde se desarrolla nuestra existencia. En rigor, intentar dar cuenta de este cruce podría incluso resultar iluminador a la hora de entender en qué sentido intuimos que si bien la ficción es parte de la realidad, no siempre la realidad es parte de la ficción. (Como me dijera alguien hace poco: “uno no quiere vivir siempre en ficciones”. Sin embargo, la idea misma de que podamos vivir sumergidos en la ficción, como si se tratara de un mundo completamente apartado del mundo “real”, es en sí misma una ficción, aunque fomentada por un miedo bien real…).

Más que preguntarnos entonces qué es la realidad y qué es la ficción, debiéramos preguntarnos qué sería de la realidad sin la ficción y qué de la ficción sin la realidad. Esta última pregunta nos permite sentir el problema, que quizás sea lo mismo que Agustín de Hipona sintiera con respecto al tiempo, lo que es muy difícil, no sé si imposible, poner en palabras.

Si asumimos este nuevo punto de partida, lo que debiéramos pensar entonces es qué es lo que conforma ese entramado entre ficción y realidad, lo que tal vez pudiera decirnos algo acerca de cómo se conforma. Dijimos que en la base de ese entramado encontramos la experiencia, que si bien nombramos en singular es múltiple: experimentamos la rutina tanto como los sueños, las canciones que escuchamos y el pasto húmedo bajo los pies. Pero también, podríamos decir, experimentamos las palabras, las ideas, los proyectos.

Con respecto a estos últimos, hablar en términos de experiencia y no de vivencia, puede sonar raro,  porque solemos distinguir sin saber por qué entre lo que experimentamos y lo que vivimos. Como si lo primero tuviera un menor peso “vivencial”, por llamarlo de alguna manera, mientras que lo segundo sería más profundo o arraigado. Lo que se puede apreciar mejor con un ejemplo: no es lo mismo afirmar que se ha experimentado el dolor, a que se lo ha vivido (y, si quisiésemos establecer incluso un mayor contraste, si dijéramos que se ha vivido en el dolor). Lo que en todo caso parecería perderse es la continuidad de lo experimentado, mientras que en la vivencia, dicha continuidad permanecería implícita.

Reflexionar acerca de la distinción entre experiencia y vivencia es un modo adecuado para reconducirnos a nuestra pregunta acerca del entramado entre realidad y ficción. Si nos ponemos del lado de las clasificaciones ordenatorias, uno podría querer decir que mientras que la realidad se vive, la ficción se experimenta. Esta quizás sea una de las razones implícitas de que por qué las distinguimos. Sin embargo, podríamos aquí parafrasear la misma pregunta que ya nos hiciéramos antes: ¿qué sería de lo vivido sin lo experimentado y qué de lo experimentado sin lo vivido?

Tanto ficción y realidad, como vivencia y experiencia, devienen entonces inseparables, lo que no significa idénticas. Ahora, ¿qué es lo que las une? La respuesta quizás resulte más evidente que lo que se espera: las une su potencia narrativa, que nos permite pasar de una a otra, a través de una infinidad de relatos posibles.

Es precisamente el relato, el hilo con el que tejemos (y destejemos) nuestras vidas. Relato que se encuentra presente en nuestras descripciones de nosotros mismos, en las descripciones que los demás hacen de nosotros, en nuestras descripciones acerca de ellos, etc. De más está agregar la importancia de las descripciones que hacemos constantemente de todas las cosas que experimentamos y vivimos, de los colores y sabores, de las formas y texturas. A su vez, cada una de ellas se torna una muestra infinita de relatos múltiples, recurriendo a las ejemplificaciones y metáforas, entre tantos otros recursos.

A través de los relatos, podríamos decir, la ficción deviene un modo de acceso a lo real. En este sentido, y como afirmara Mariátegui, la ficción no es libre: su destino es revelarnos lo real, acercarnos a una manera de entenderlo que se encuentra lejos de las teorizaciones abstractas. Pues ni la verdad como correspondencia, ni la verdad como creencia justificada logran explicar de forma integral sus múltiples dimensiones. Menos aún la apelación a una única verdad, con mayúscula; en todo caso, una de las potencialidades más notables de la ficción es, podríamos decir, la constitución de una verdad subjetiva pero no por ello privada, sino más bien dependiente de las experiencias individuales y colectivas, de un saber (pero también de un no saber) compartido, que nos abre a una experiencia de la verdad que sólo puede alcanzarse a través del entramado entre realidad y ficción que estamos explorando.

El modo de acceso de la ficción en lo real podría describirse también como mirada, una determinada forma de ver y entender el mundo y nuestras experiencias y vivencias en él. Mirada que es no unívoca, sino que puede moldearse a través de la experiencia, tanto de lo vivido como de lo imaginado. La ficción no es libre, retomando la idea de Mariátegui, porque se encuentra anclada en lo real. No constituye, como algunos han querido señalar, un mundo posible, ni sus objetos lo son. Pero esta falta de libertad no es su drama (como acusa Mariátegui) sino, por el contrario, constituye su condición de posibilidad. Es precisamente el anclaje de la ficción en lo real el modo de acceso a nuestra libertad, que alcanza su forma plena en esa verdad subjetiva, que tiene algo de universal singular, de la que ya hemos hablado. En ese caso, podríamos decir, el drama de la ficción consiste más bien en un sacrificio.

En otras palabras, la ficción no es solamente una forma de escribir y de leer, sino una forma de mirar, que se traduce en una actitud frente a la vida y frente a la muerte. Por esta misma razón, la ficción es una potencia que tenemos todos. Hay quienes de ella hacen literatura, otros harán cine, otros ciencia. No hay expresión humana en la que no se encuentre el trazo de la ficción, por más abstracta que parezca. La ficción, en este sentido, es siempre democrática.

Sin embargo, no hay claves secretas para desarrollar su potencialidad. No hay manuales (aunque se haya escrito mucho) sobre lo que podemos llamar “el arte de la ficción”. Cada uno debe encontrar en sí mismo, las formas de vida de sus ficciones, los modos en que la sensibilidad y el entendimiento se conjugan en su interior, dando forma a su mirada sobre las cosas, desde lo más pequeño hasta lo más trascendente. No se puede, en fin, aprender la ficción, de ahí que sea una capacidad o potencia, como prefieran, más que un conjunto de saberes que pueda conocerse y transmitirse.  La ficción, en otras palabras, no es un idioma, que se pueda estudiar y perfeccionar.

Si bien la ficción es una potencia que tenemos todos, no significa que todos la vivamos de la misma manera. Lo que es perfectamente entendible, pues lo mismo ocurre con lo real. ¿Acaso diríamos que todos vivimos la misma realidad? Y, sobre todo, ¿diríamos que la vivimos de la misma manera? Difícilmente. Hay parecidos de familia entre los distintos modos, prácticas culturales compartidas que hacen que nuestra realidad nos resulte más parecida a la que vive un europeo, por caso, que a la que vive un japonés. Quizás, por esta misma razón, habría que dejar de hablar en términos de “realidad” y “ficción”, para hablar mejor de “ficciones” y “realidades”, pero recién ahora que hemos introducido el sentido de estos plurales, es que su uso se volvería significativo.

Así entendida, la ficción (quizás a diferencia de la literatura, pero esto cabría también discutirlo) no es un talento. Es un uso particular del lenguaje, lo que no la convierte en otro lenguaje. Mejor dicho: no hay tal cosa como un lenguaje de la ficción. Por el contrario, accedemos a ella a través del mismo lenguaje que accedemos a lo real.

Precisamente por ello, la ficción puede funcionar en lo real. Vale insistir una vez más en que dicho funcionamiento no se reduce al literario: la ficción funciona políticamente tanto como artísticamente, sin descuidar incluso su funcionamiento científico. Insisto en que se entienda de esta manera, pues no es mi intención sostener algo parecido a un principio de metaficción,  donde la realidad imita la ficción, o incluso algo todavía más radical: que todo es ficción. Lejos estoy de la idea de Wilde, de que tanto la vida como la naturaleza en su totalidad son copias del arte, así como tampoco quisiera comprometerme con la idea contraria. Lo que está mal en una u otra variante es la tajante división que presuponen, limitándose las dos a un modo específico en que ficción y realidad se vinculan. Definiremos a este modo como una lógica del espejo. Esa lógica, en todas sus formas, no puede sino dañar, pace Wilde, nuestra comprensión del complejo entramado entre ficción y realidad, que opera siempre en nuestra vida y en la de los otros.

¿Hay entonces alguna otra lógica de la ficción que nos permita definirla? Lo dudo. En materia de estas indagaciones, creo que todo intento de responder a la pregunta “qué es” resulta tan inútil como desesperante (aunque cuando pueda constituir un buen punto de partida, siempre y cuando se lo sepa abandonar rápidamente). Es mejor preguntarse de qué modo la ficción accede a lo real, o bien  de qué manera logra su funcionamiento. Pero cabe anticipar que aquí tampoco la respuesta puede ser exhaustiva. Una mirada, un libro, un sueño, una siesta (como creía Anaïs Nin), un viaje en bote, una textura, un comentario, un almanaque, un árbol, una canción, pueden convertirse en las puertas de acceso. Nada es ajeno a la ficción. Eso también, podríamos decir, es parte de su drama tanto como de su potencia.

Muchas veces se ha asociado a la ficción con la mentira o la falsedad. Como si “lo ficcional”  se opusiera a “lo verdadero”. Pero esto no es así. Ha sido la lógica del espejo la que ha derivado en una lógica de la oposición, quizás porque la vía negativa resulta más conveniente para alcanzar ciertas definiciones. Como el proceso que se diera en la transición entre la mitología griega y la filosofía antigua, pasando de una lógica de la ambigüedad en la primera, como creía Jean-Pierre Vernant, a una lógica de la no contradicción en la segunda. Tengamos en cuenta que ya Aristóteles nos hablaba de ficción como mímesis, como copia de lo real. Las clasificaciones, a diferencia del vino, no suelen mejorar con los años, sino que se solidifican, lo que dificulta su posterior desprendimiento.

Ahora, si recordamos su etimología, la ficción no sólo remite a la simulación o el fingimiento, sino también a la acción de formar y modelar. Como podrán advertir, ha sido la primera de estas acepciones la que ha dominado nuestra concepción de la ficción, mientras que se le ha prestado muy poca atención a la segunda. Sin embargo, considero que esta es una vía más promisoria para reflexionar acerca de estas cuestiones. Pues son precisamente nuestras experiencias y vivencias, con sus sensaciones, nuestros pensamientos y sentimientos acerca de ellas, las que se moldean a través de las ficciones. Algo cambia cuando nos abrimos a la ficción, ya sea una perspectiva o punto de vista, o bien algo más radical y profundo en relación con nuestra concepción previa de las cosas. Puede ser también un matiz y, como le ocurriera a Dorita en su visita al Reino de Oz, lo que antes veíamos en blanco y negro se transforma en colores.

A su vez, las ficciones pueden incidir en nuestras conductas, modificar nuestros hábitos y creencias, ampliar nuestros puntos de vista. Sin ánimo de entrar aquí en una discusión específica  acerca de los juicios morales, sin duda las ficciones pueden intervenir en ellos, redefinirlos o sencillamente llamarnos la atención sobre algo que no habíamos notado antes.

No hay manera de anticipar los múltiples efectos que pueden desprenderse de nuestra apertura a la ficción, pero es indudable que vale la pena correr el riesgo de fomentarla, de no dejar esta potencia adormecida, de conquistar una mayor consciencia de ella. Como dijimos antes, no hay método para hacerlo, cada uno tendrá  que ir encontrando en su interior su propio modo.

En este sentido, toda reflexión filosófica seria sobre la ficción no debiera perder de vista el impacto que ésta tiene sobre los sujetos, ya que de nada sirve pensarla como un fenómeno abstracto del lenguaje, como un mero juego de palabras o bien como un decoro del idioma. Este punto, que puede parecer trivial, no siempre suele ser tenido en cuenta por los filósofos que, a fuerza de querer encajar los fenómenos de estudio en una determinada teoría o sistema, terminan convirtiéndolos en piedra.

Entre ellos, hay quienes se han preguntado si, además de incidir en nuestros hábitos y conductas, la ficción puede incrementar nuestro conocimiento.  Están quienes se niegan rotundamente, dejándole la soberanía a la ciencia y quienes están convencidos de que sí. Las aguas se vuelven a dividir tajantemente en este punto, como si la ficción no atravesara también la ciencia, ¿acaso qué es un gas ideal? Recordemos una vez más que la ficción no es solamente ficción literaria, y que no es necesario escribir una novela sobre el gas ideal para que éste se vuelva una ficción.

Ahora, la pregunta acerca de si la ficción puede incrementar nuestro conocimiento es tramposa, pues habría que preguntarse a su vez, ¿nuestro conocimiento de qué? ¿Del mundo, de la realidad? Como si tales nociones fueran más fáciles de definir que la de ficción. Por ende, sospecho que esta no es la mejor forma de encarar la cuestión. Por otro lado, si quisiéramos profundizar seriamente en ella, tendríamos que analizar primero qué entendemos por conocimiento, lo que nos llevaría a una larga reflexión acerca de la cual los filósofos ya han discutido mucho.

Sin duda alguna aprendemos de las ficciones, por lo que partir de esta premisa básica resulte quizás un modo alternativo, y más conveniente, de plantear el problema. Nuevamente, no es fácil responder cual es el estatuto de lo que aprendemos, porque eso dependerá de cada uno, de sus antecedentes, su cultura, etc. Volvemos aquí a la cuestión del drama de la ficción, pues aquello que aprendemos también estará relacionado con los distintos modos de funcionamiento que esta adopte. En este sentido, la experiencia de la ficción no es como la experiencia científica, que está puesta a disposición de una hipótesis específica y de la cual se espera un resultado unívoco. Con la ficción, podríamos decir, nunca sabemos qué nos mostrará el experimento.

Por otro lado, aquello que aprendemos de las ficciones no siempre es traducible en términos de conocimiento. Ya hemos dicho que las ficciones pueden moldear nuestras creencias, así como también pueden incidir en nuestras emociones, lo que podría ser visto como un tipo particular de aprendizaje. Nuestras emociones pueden refinarse, magnificarse, extenderse, a través de la ficción, lo cual también es una forma de entender el anclaje de esta en lo real y, en lo que podríamos llamar a grandes rasgos, nuestra vida práctica.

Por esta razón,  no logro entender a algunos filósofos que suelen distinguir entre emociones producto de la ficción y las que no lo son, como si existieran emociones reales y emociones ficticias. ¿Acaso alguien ha experimentado alguna vez una emoción ficticia? ¿Cómo sería? Aún cuando quisiéramos mantener algún tipo de distinción entre ambas, esta no sería la mejor forma de hacerlo pues, en todo caso, lo que cambia es el medio que produce la emoción y no la emoción en sí. Si pensáramos en una máquina de experiencias que nos hiciera sentir un cosquilleo en la planta de los pies, ¿acaso diríamos que la cosquilla que sentimos es ficticia? En absoluto.  Creo que esta es una distinción clave, a la que es necesario prestarle una mayor atención cuando reflexionamos acerca de la ficción.

Sin embargo, identificar la ficción con una máquina de experiencias tampoco sería correcto, porque reinstalaríamos  (aún sin quererlo)  la dicotomización entre experiencias y vivencias, ficciones y realidades, que hemos querido deconstruir. Es preferible pensar la ficción como una especie de dispositivo, el cual puede incluso atravesar la metáfora misma de la máquina de experiencias.

Por último quisiera destacar que, para entender el funcionamiento de las ficciones, es imprescindible orientarnos hacia el sujeto, que puede ser individual o colectivo, pues las ficciones también atraviesan las culturas y pueden contribuir a construir estereotipos, unas veces justos y otras no tanto. Dicho giro hacia el sujeto es, a su vez, un giro hacia las implicaturas prácticas de la ficción, lo que debiera ser uno de los ejes fundamentales del análisis, no sólo para el filósofo interesado en estas cuestiones, sino para cualquier persona que se decida a explorar estos rincones del pensamiento.

Sin duda alguna habría mucho más para decir acerca de la ficción y, si alguien me preguntara ahora mismo, luego de haber escrito estas páginas, qué entiendo por ella, muy probablemente volviese a responder lo mismo que al principio, con el agregado de que ahora advierto que, al igual que lo que ocurre con el tiempo, es su carencia de definición lo que constituye su gracia. Decía San Agustín que si nada pasara no habría tiempo pasado y que, si nada existiera, no habría tiempo presente. Parafraseando a Agustín podríamos concluir entonces que sin la vivencia de lo real no habría experiencia de la ficción y que sin la potencia de la ficción no habría relato posible de lo real.

Cheever, Lo que pasó

9 Jul
La verdadera historia que inspiró el memorable cuento “Adiós, hermano mío”

Hace algunos años estuve con mi familia en una casa alquilada de Martha’s Vineyard hasta la segunda semana de octubre. El verano indio era brillante y quieto. Nos fuimos sin ganas cuando fue el momento de irse. Tomamos la lancha de media mañana a Wood’s Hole y pasamos de un día luminoso en el mar a un clima húmedo y nublado. Al sur de Hartford empezó a llover. Llegamos al departamento, en las calles 50 del este, donde vivíamos entonces, justo después de oscurecer. La ciudad bajo la lluvia parecía particularmente cavernaria y ruidosa y el verano definitivamente había acabado. Temprano a la mañana siguiente entré a mi habitación de trabajo. Antes de irme a Vineyard había empezado un cuento, basado en notas tomadas un año o dos antes en Nueva Hampshire. El cuento describía a una familia en una casa de verano que pasaba sus tardes jugando backgammon. Probablemente se hubiera llamado “El juego de backgammon”. Quería usar las piezas, el tablero y las circunstancias del juego para mostrar que las relaciones dentro de una familia pueden ser extorsivas. No estaba seguro acerca de la conclusión del cuento, pero en el fondo de mi mente estaba la idea de que alguien perdería la vida sobre el tablero. Vi un accidente de canoa en un lago de montaña. Al leer el cuento otra vez esa mañana me di cuenta de que, como ciertos tipos de vino, no había viajado. Era malo.

Vengo de una familia puritana y de niño me enseñaron que una moral subyace bajo toda conducta humana y que la moral siempre es en detrimento del hombre. Cuento entre mis relaciones gente que siente que hay una inexpungable maldad en el corazón de la vida y que el amor, la amistad, el whisky, las luces de todo tipo, son meramente las más crudas decepciones. Mi objetivo como escritor ha sido registrar una moderación de esas actitudes –un escape de ellas si esto parecía necesario– y en el cuento del backgammon simplemente había fallado. Era, en esencia, precisamente, el tipo de improductivo pesimismo que tenía esperanzas de iluminar. Estaba en la vena de uno de mis tíos ancianos que nunca ponía un gusano en el anzuelo sin decir que, tarde o temprano, todos seremos corrupción.

Para ocuparme de cuestiones más alegres, miré las notas que había hecho durante el verano. Encontré una larga descripción de galpones de trenes y muelles de ferries –una canción a máquinas de amor y muerte–, pero la sustancia era que estos viajes no tenían importancia –eran una especie de decepción–. Unas páginas después encontré la descripción de un amigo que, habiendo perdido los encantos de su juventud e incapaz de encontrar nuevas luces para guiarse, había empezado a vivir de sus triunfos en el fútbol. Esto estaba conectado con una mordaz descripción de la casa en Vineyard donde habíamos pasado un agradable verano. La casa no era vieja, pero había sido revestida con piezas de madera viejas, y la madera de la puerta, que era nueva, estaba marcada y manchada. Las habitaciones estaban iluminadas con velas eléctricas y yo unía esta cruda sensación de pasado al fracaso de mi amigo, que no podía madurar. El fracaso, decían mis notas, era nacional. Habíamos fracasado en madurar como pueblo y habíamos vuelto atrás para vivir de viejos triunfos en el fútbol, techos apuntalados con vigas, luces de velas y fogatas. Había algunas notas lacrimógenas sobre el mar que se llevaba las brasas de los fuegos de nuestros picnics, sobre el viento del Este –el viento oscuro–, sobre la promiscuidad de una hermosa joven que conozco, sobre las dificultades de tener una chacra en una isla, sobre los aviones jets que bombardearon una isla cerca de la costa de Gay Head y una morosa descripción de una caminata en South Beach. Las únicas líneas alegres en todo esto eran dos oraciones sobre el placer que había obtenido una tarde mirando a mi mujer y a otra joven cuando salían del mar, desnudas.

Es breve, pero la mayoría de los viajes nos dejan al menos una ilusión de perspectiva mejorada y esa mañana había una distancia entre mis notas y yo. Había pasado el verano en excelente compañía y en un paisaje que amaba, pero no había huellas de esto en el diario que había llevado. El conflicto de mis sentimientos y la indignación ante esta división formaron rápidamente en mi mente la imagen de un hermano despreciable y escribí: “Adiós, hermano mío”. El cuento se movió con rapidez. Lawrence llegó a la isla en un viaje sin importancia. Hice que el narrador fuera fatuo porque había cierta ambigüedad en mi indignación. Laud’s Head tenía el complaciente poder de un paisaje imaginario donde se puede elegir de entre una amplia gama de recuerdos, poniendo el aroma de las rosas de un lugar muy diferente o el zumbido de la apisonadora de una cancha de tenis escuchado años atrás. El plano de la casa fue claro para mí enseguida, aunque se trataba de una casa que nunca había visto antes. La terraza, el living, las escaleras, todo apareció en orden y cuando abrí la puerta de la cocina encontré allí a un cocinero que había trabajado para mi suegra el año anterior al último año. Había llevado a Lawrence a casa y lo había acompañado en su primera noche en Laud’s Head antes de que fuera la hora de mi cena.

Por la mañana cargué sobre los hombros de Lawrence mis observaciones sobre el backgammon. Entonces el cuento se estaba moviendo hacia el baile del club náutico. Hace diez años, en un baile de disfraces en Minneápolis, un hombre había usado un uniforme de fútbol y su esposa un vestido de bodas y este recuerdo resultó adecuado. El cuento se terminó para el viernes y yo estaba feliz porque no conozco placer más grande que unir en una pieza de ficción un baile en Minneápolis y un juego de backgammon en las montañas de modo que estén relacionados, y confirmar ese sentimiento de que la propia vida es un proceso creativo, de que una cosa está puesta con un propósito sobre la otra, de que lo que se pierde en un encuentro es repuesto en el siguiente y de que poseemos algún poder para darle sentido a lo que ocurre.

El sábado tomé el tren a Filadelfia con un amigo para ver un partido de fútbol. El cuento seguía en mi mente, pero cuando pensaba en lo que había escrito, buscando crudezas o debilidades, me sentía seguro. El partido fue aburrido. Empezó a hacer frío. Empecé a sentirme incómodo en la mitad. Nos fuimos en el medio del cuarto tiempo. No llevaba un saco y estaba temblando. Esperando en el frío el tren de vuelta a Nueva York vi la verdadera falta de valor de mi cuento, el alcance de mis decepciones, los vuelos y aterrizajes forzosos de un carácter inestable y cuando el tren llegó a la estación pensé vagamente en arrojarme a las vías; en cambio, fui al club de automovilismo a beber whisky. He leído el cuento desde entonces y aunque veo que a Lawrence le falta dimensión y que la ambigüedad alejará a algunos lectores, sigue siendo una descripción razonablemente exacta de mis sentimientos cuando volví a Manhattan después de un largo verano en Martha’s Vineyard.