Archivo | enero, 2013

Feinmann, la doncella y la muerte

29 Ene

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¿Quién es Maya, personaje que se devora el film con su omnipresencia, de la que podría afirmarse sin dudar que atrapa a Bin Laden por su perseverancia casi inverosímil? Maya (y aquí va la bomba) es el alter ego de Bigelow. “Si yo hago la película, yo lo atrapo.”

Cuando los militares bolivianos cometieron la –para ellos– hazaña de matar a Ernesto Che Guevara, se sintieron orgullosos. Tanto, que lo mostraron al entero mundo en el piletón de Vallegrande. Ahí estaba el invencible Che, muerto. Ahí estaban ellos, vivos y vencedores. Que el Che, con su milagrosa sonrisa, con sus ojos, aun muerto, abiertos, les arruinara la fiesta, al punto de que el mundo vio al más bello muerto de la historia rodeado de sus asesinos y burlándose de ellos con su sonrisa, con sus ojos pícaros, tal como los tenía cuando andaba de un lado a otro por el planeta, es otra cuestión. Los militares reprodujeron el famoso cuadro de Rembrandt sobre la lección de anatomía: señalaban que los balazos habían entrado por aquí y por ahí y por allá. Ahora viene la pregunta que todos (menos los norteamericanos) se han hecho: ¿alguien vio muerto a Osama bin Laden? Nadie. Y si esperan verlo en la película de Bigelow, olvídense. Van a ver un poco de cierta barba blanca y los orificios de una nariz con algún toque de sangre. ¿Alguien vio cuando lo tiraron al mar? ¿Tomaron fotos de algo sus sacrificadores? Nada. Y cuando llegó la noticia del eterno ocultamiento en el mar todos –en la Argentina y en muchos países del mundo– dijeron: mentira, nos toman por idiotas. O no lo mataron o lo mataron hace tres o cinco años y recién ahora (vaya uno a saber por qué) la CIA nos lo hace saber.

Tomarnos por idiotas es lo que se proponen, pero en concepciones conspirativas de la historia los argentinos somos maestros. ¿Por qué nos escamotearon a Osama? ¿Por qué lo tiraron al mar? ¿A quién tiraron al mar? ¿No tienen una foto para mostrarnos? ¿En la palabra de quién tenemos que creer que semejante archivillano ha sido abatido y el vencedor es parco en exhibir y probar exhaustivamente su triunfo y hasta su gloria? Además, ¿alguien cree todavía que el acontecimiento histórico universal de las Torres Gemelas no tuvo aliados internos? 1) Legitimó el triunfo electoral de Bush, que había sido todo menos transparente. A partir de ahí se transforma en el líder de la nueva cruzada: The President takes charge, dicen entusiastas varios magazines; 2) Se legaliza la guerra contra Saddam Hussein y la invasión a Irak. Guerra que todavía continúa y que ya ha tenido un costo de vidas altísimo. Y que ha recurrido a la tortura (tarea de inteligencia) y ha instalado innúmeros campos de concentración, no detectables por los satélites pues sólo los tienen EE.UU. o sus buenos aliados del Occidente capitalista y cristiano. La guerra de Irak está sostenida por el ataque a las Torres. Y la tortura sigue siendo (y seguirá siendo) la más efectiva de las tareas de inteligencia. Por si hiciera falta: la película de Bigelow lo demuestra. Ya lo había demostrado la casi intolerable Unthinkhable y el fanático agente Jack Bauer en 24 de la cadena Fox, propiedad del derechista Rupert Murdoch, zar de los medios. Ahí se entroncan los medios con los guerreros de la democracia, tortura mediante.

 

LAS LAGRIMAS DE LA COMANDANTE

 

Los norteamericanos no inventaron esto. Fue obra de los franceses. En Indochina y en Argelia impusieron la teoría de la Defensa Nacional. Su herramienta principal de inteligencia: la tortura. “La legalidad es incómoda, coronel”, heroicamente le dice un periodista francés (que, sin duda, había leído a Sartre) al coronel Mathieu. Su respuesta (notable) ya es bastante conocida: “La cuestión no es la tortura. La cuestión es si Francia se queda o no en Argelia. Si se queda, no me pregunten por los métodos que utilizo para lograrlo”. La valiente, obstinada agente de la CIA Maya (la actriz Jessica Chastain, que ganará su Oscar pese a su voz poco atrayente, aguda hasta un poco más allá del registro de una gran actriz) podría decir a quienes la denuesten: “La cuestión no es la tortura. Es si ustedes quieren o no que atrapemos a Osama. Si lo quieren, no me pregunten por los medios que utilizo para conseguirlo”. Porque en el film de Bigelow los medios por los que se atrapa de Osama son: 1) La terquedad de la agente Maya. Su obstinación casi enfermiza. “Los de Washington dicen que es una asesina”, le comenta un hombre del Departamento de Estado a otro. Así nomás, al pasar. Maya, la heroica y terca protagonista, es una asesina según las altas fuentes de Washington. Luego Maya presencia las torturas y aunque algún mohín de disgusto expresa su linda cara, de ningún modo intenta impedir ninguna atrocidad. Las atrocidades de las torturas mienten. La principal y casi única es la que aquí conocemos como “el submarino”. ¡Qué piadosos los de la CIA! ¿No averiguaron los métodos de inteligencia de los militares argentinos? El empalamiento, la picana, la tortura delante de los hijos, la violación de las mujeres, el robo de los bebés, el asado de los prisioneros, vivos o muertos, los vuelos de la muerte, etc. O sea, Bigelow muestra una tortura light.

Sin embargo, su fiel torturador dice una frase decisiva ante el capo de la CIA (James Gandolfini): “Todo esto se basa en informes de los presos. Hay un 60 por ciento de posibilidades de encontrar a Osama”. Maya (que comparte la idea de que todo se basa en el testimonio de los presos) dice, contundente, “Hay un ciento por ciento. O, para no asustar sus cojones, caballeros, digamos un 95 por ciento. ¡Pero es un ciento por ciento!”. ¿Quién es Maya, personaje que se devora el film con su omnipresencia, de la que podría afirmarse sin dudar que atrapa a Bin Laden por su perseverancia casi inverosímil? Maya (y aquí va la bomba) es el alter ego de Bigelow. “Si yo hago la película, yo lo atrapo.” ¿Quién es Kathryn Bigelow? Filmó siempre películas de hombres. Estuvo casada con James Cameron, detalle que algo tendrá que ver en la totalidad de nuestro análisis. Su film anterior fue una glorificación de los desactivadores de bombas, todos héroes, todos sacrificados, todos tipos que arriesgan sus vidas por salvar las de los otros. Bigelow es uno de los grandes personajes de Hollywood, es (según creo) bellísima, y ya pasó los sesenta. Tiene cara de inteligente, de mujer brillante, corajuda. Es patriota. Y atención: uno de sus próximos proyectos es hacer un film sobre la Triple Frontera a la que llenará de narcotraficantes, fundamentalistas islámicos y drogones miserables, despojos de la vida que nada valen.

Volvamos a Maya. Todos están en contra de su obstinación por ir tras Bin Laden. Un personaje comenta: “Es ella contra el mundo”. Sin embargo, aparte de su patriotismo agobiante, nada parece justificar (internamente) esa perseverancia. Maya es sensible. Maya es dura. Se enfrenta al mundo masculino y hasta llega a reventar a gritos a un tipo que se le opone (gran escena de Jessica Chastain que proyectarán si le dan el Oscar, recuérdenlo). La película se centra más en ella que en el misterio Osama, en el despliegue de inteligencia, o en la acción impresionante de las fuerzas de ataque. ¿Por qué llora Maya al final del film? ¿Por qué el film cierra con un plano medio de Maya derramando breves, pero dolorosas lágrimas? Tal vez, conjeturo, porque comprende que el sentido de su vida ha muerto con Osama. Tal vez porque sabe que mintió. ¿Alguien puede imaginar qué habría sucedido si Maya destapa la bolsa mortuoria de Osama, lo mira, mira a sus compañeros y niega con su cabeza en lugar de afirmar? ¿Era posible una actitud así en una mujer que había arrastrado al poder más grande de la Tierra hacia una zona inhallable donde no estaba lo que debía estar, lo que ella había dicho (con el ciento por ciento de su obstinación) que estaba? Llora por eso. Porque mintió. Porque será imposible exhibir algo de Osama al mundo y probar la hazaña. Porque habrá que sepultarlo en el mar, escamotearlo, esconderlo para la eternidad. Y si no que alguien diga por qué llora esa mujer tan dura, una “asesina”, una comandante de hombres, una convencida de los beneficios de la tortura.

 

UNA BANDERA PARA LA GUERRA

 

Decir que el film está bien hecho es un pleonasmo. Bigelow dirige bien y tiene –aquí– a toda la CIA y a todo el gobierno de los EE.UU. de su parte. Aunque se inicia con un contraste burdo, indigno de cualquier artista, pero perfecto para justificar la tortura. Pantalla en negro y de a poco empezamos a escuchar los gritos de los que habitan las Torres cuando se produce el atentado. Es el horror, por supuesto. Pero ese horror está puesto exactamente ahí para que la película pueda abrir con una escena brutal de tortura. ¿Ven? Aquí está la consecuencia inevitable del atentado. Fue porque nos agredieron que hacemos algo que no haríamos. Nos forzaron. Nos obligaron a hacer cosas que John Wayne jamás habría hecho, aunque las haría de estar en nuestro puesto, como vengadores de la injuria más grande que América ha recibido.

Confieso –casi dando un salto en el desarrollo del film– que el ataque final a la morada del Villano no me impresionó como lo esperaba. Ocurre de noche. Las luces salen de los súper cascos de los súper soldados. Hay tiros a destajo, muertos, idas y venidas, hasta que parece que matan a alguien (al que casi no se ve) que es Osama. A partir de aquí, lo ponen en una bolsa, lo llevan a un helicóptero y luego a un avión en que aguarda Maya, quien dice –con apenas un leve movimiento de cabeza– que sí, que es él.

La película ha generado furias de todo tipo. El progresismo norteamericano (que existe, y ya lo creo que existe; sobre todo, claro, en Nueva York) no le ha perdonado nada a Bigelow. Naomi Wolf le ha enviado una carta personal. La carta es dura y no se ahorra nada. Ni siquiera el símil Bigelow-Riefensthal que resulta evidente para muchos de los que ven la película. ¿Quién es Naomi Wolf? Tiene un peso, un, por decirlo así, predicamento entre los sectores progresistas norteamericanos que la autoriza a decirle a Bigelow lo que abundantemente le dice. Anda por los cincuenta años, nació en San Francisco y su último libro es un éxito de ventas. Se llama The End of America. Postula que su país está muriendo por incurrir en la negación de sus valores tradicionales, los de la democracia. Que se está deslizando hacia el fascismo utilizando como pretexto el acontecimiento del nine eleven que ha llevado a primer plano a todas las fuerzas conservadoras y les ha dado una bandera de lucha, una bandera para la guerra con el argumento falaz e infundado de defenderse de un segundo ataque. (Ver: Antes de que nos ataquen de nuevo, de Bruce Ackerman, y Terrorismo y Contraterrorismo, un libro apoyado por la marina argentina. También The Real America, ese horrible manifiesto de Glenn Beck. Y para vacunarse contra esta catarata autoritaria siempre está el notable La otra historia de los Estados Unidos de Howard Zinn.) Pero The End of America es un libro apocalíptico. Al menos para eso que los norteamericanos piensan de sí mismos y de aquello que quieren seguir siendo. Ya no seguirán siendo eso, dice Wolf. Si presenciamos el fin de “America” es porque su corrimiento hacia las leyes del fascismo parecen ser inexorables, ya que Obama, en el aspecto de la guerra contra el terror, no se ha diferenciado esencialmente de los republicanos. Le exige a Bigelow que presente las pruebas que la llevaron a filmar su apodíctico film. “Querida amiga –le dice–, presenta tus fuentes. Muestra tus pruebas de que la tortura produjo información que salvó vidas o de cualquier otro tipo. Pero no puedes presentar pruebas de esta información. Porque no existen. Cinco décadas de investigación, citada en el documental de 2008 The End of America, confirma que la tortura no funciona. Robert Fisk suministra otro resumen de esa categórica conclusión. Y este informe de 2011 de Human Rights First refuta la principal premisa de Zero Dark Thirty.” Y éste es el punto axial de la discusión. Aun cuando se acepte dejar de lado el aspecto moral, ¿sirve la tortura para obtener información, como tarea de inteligencia? Recordemos: uno de los personajes más cercanos a Maya, el que hemos visto torturar con mayor convicción a los sospechosos, dice en la reunión con el jefe de la CIA: “Todo esto se basa en informes de los presos”. Y sin embargo, afirma que sólo hay un 60 por ciento de posibilidades de atrapar a Osama en base a esos datos, en tanto que Maya, terminante, vocifera: “¡Un ciento por ciento!”. Los halcones no quieren abandonar la tortura porque, a través de ella, dan cauce a su sadismo, a su odio racial. Y algo –aunque puedan conseguirlo por otros medios más civilizados, aunque ¿hasta qué punto la tortura no le es hoy inescindible a la civilización como antes lo fueron las grandes masacres de los pueblos colonizados?– conseguirán. Las palomas seguirán insistiendo en que la tortura no es eficaz, que quiebra no sólo al enemigo sino al torturador, que, además, hunde en la infamia al país, que acostumbra a su pueblo a la brutalidad, al fin de la democracia y a la entronización de la violencia como regla para sobrevivir en la sociedad del dolor.

 

UNA SERVIDORA

 

En cuanto al paralelo con Leni Riefensthal, es complejo. Pero me atrevería a decir que perjudica a Bigelow. Leni filma en los albores del nazismo. Filma a comienzos de la década del ’30. Heidegger, en la célebre correspondencia que sostuvo con Marcuse, le dice, justificándose: “Auschwitz no era visible desde 1933”, fecha en que asume el rectorado de la Universidad de Friburgo. Marcuse, desde luego, le dice que sí, que era visible. Leni podría haber dicho lo mismo. Y el tema es materia de discusión. Pero nadie puede discutir que Bigelow filma cuando la Guerra contra el Terror lleva diez años de vejaciones y horrores varios. Sabe bien la causa a cuyo servicio se pone. La carta de Wolf finaliza condenando sin retorno a Bigelow: “El desagradable trabajo que realizó Riefensthal, con el paso del tiempo, no se ha podido ocultar. Los estadounidenses también despertarán y verán a través de la apología de La noche más oscura las mentiras estandarizadas de un régimen que pretende que esta brutalidad es necesaria de alguna manera. Cuando eso suceda, la misma comunidad que hoy te aplaude dará un salto atrás. Como Riefensthal, eres una gran artista. Pero ahora te recordarán eternamente como una servidora de la tortura”.

Como no podía ser de otro modo, el limitado y pretendido politólogo Vargas Llosa se ha metido en esta cuestión. Dice que vio el film de Bigelow en Nueva York y que, al terminar, el público se puso de pie y aplaudió a rabiar. Algunos, se conmueven, lloraban. Viene, en su texto, de comentar un libro de Niall Ferguson que atesora una visión ásperamente pesimista sobre la cultura occidental. Escribe: “Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato”. ¿Por qué no? ¿Cómo no habría de compartir Vargas Llosa el alivio de esos neoyorquinos paranoicos que aceptan cualquier cosa con tal de ser protegidos del feroz terrorismo, del fundamentalismo asesino que les derrumbó esas torres en el mismísimo corazón financiero de Manhattan? ¿Cómo no habría de creer que Occidente tiene larga vida en tanto “servidoras de la tortura” (Naomi Wolf dixit) como Bigelow hagan films financiados por la CIA y el Pentágono? Sólo un hombre con una visión tan limitada de Occidente y del humanismo no advierte que la tortura no salvará esta contradictoria civilización que, entre atrocidades, ha dado también maravillas al mundo. Si se salva será por entender de una vez por todas algunos de los principios centrales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos declarada el 10 de diciembre de 1948. Que son: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Y también: Prohibición de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes. Sin embargo, la esperanza se nos vela ante los acontecimientos. Desde 1948 hasta aquí se han acumulado incontables horrores. Cualquier guerrero del Pentágono o de la CIA o de muchos otros países se reiría de esos principios, dictados ante el cercano horror de la Segunda Guerra, con sus cincuenta millones de muertos. Walter Benjamin ya se horrorizaba al ver en la historia una cadena de ruinas. Proponía la concepción de la historia como catástrofe. Aunque, también él, dijo la más hermosa frase que aún puede dar vida a cierta forma de empecinada ilusión: Es por nuestro amor a los desesperados que aún conservamos la esperanza.

 

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Vitagliano, la condición lumpen

29 Ene

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Néstor Sánchez (1935-2003) publicó la primera de sus cuatro novelas, Nosotros dos en 1966, por el impulso entusiasta de Cortázar. Antes había sido bailarín de tango y hombre de barrio con una esquina de jazz. Después, escritor de prestigio, traductor de francés e italiano, lector de la editorial Gallimard, y a mediados de los ’70, impulsado por las enseñanzas de Gurdjieff, dejó todo para vivir como indigente, primero en California y luego Manhattan, como linyera, homeless, clochard, lumpen, sin que nadie supiera nada de él durante años. Regresó al país a mediados de los ’80 con un libro de relatos, La condición efímera (1988, reeditado por Paradiso en 2009), y la convicción de que ya no volvería a escribir.

Aun en los tiempos en que se publicó su último libro, los anteriores permanecían en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes. Imperturbables, como si Sánchez se hubiera disuelto en la indiferencia de la guía telefónica de las lecturas. En los últimos años la situación ha tendido a revertirse con la reedición de alguno de sus textos, y sobre todo ahora con la publicación de su biografía, Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria (Mansalva), y El drama sin atenuantes. Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo (Letra Nómade, 2012).

CORTAZAR, DESCUBRIDOR DE SANCHEZ

Dos libros que se resisten a acomodarse a las expectativas, prefieren hacerlas caminar y moverse constantemente, tal como hizo Sánchez en su vida. El drama sin atenuantes, que reúne cinco conversaciones del verano de 1989, es un diálogo “escrito” de a dos y desgrabado por uno solo acerca de las posibilidades de la escritura. Es el testimonio más pleno sobre el derrotero de Sánchez en las enseñanzas (el Trabajo, como él lo llama) de Gurdjieff que lo conduciría a la renuncia de la escritura: “Todo libro escrito es un libro que uno nunca volverá a escribir. Todo proceso auténtico de escritura es un proceso de pérdida”. No hay opción para Sánchez y, sin embargo, Riccardo (1956) insiste en lo contrario, y en encontrar una grieta en ese vacío autoimpuesto: “La escritura, en su disyuntiva ética, ¿desemboca siempre en silencio o locura? Uno puede resguardarse también en la razón…”. Sánchez sostiene que ya se le ha vuelto innecesario escribir, Riccardo reclama construir una nueva necesidad que lo haga posible.

En Sobre Sánchez, Osvaldo Baigorria da por sentado el camino de esa posibilidad, y con tal convencimiento que convierte la biografía de Sánchez también en un impecable relato autobiográfico que llega a leerse como autoficción. Un contrapunto en el que las similitudes no hacen sino marcar las diferencias: el escritor biografiado que deambulaba como lumpen por la isla de Manhattan, y el otro que comienza a escribir su libro al mismo tiempo que decide irse a vivir a una isla de Tigre. Dos estados para dos islas.

Los trece años que distancian a uno de otro le permiten a Baigorria realizar una lectura diferenciada sobre un horizonte similar de experiencias culturales. Porque también Baigorria supo de Gurdjieff, pero a través de un discípulo del gurú, mientras trabajaba como sembrador de árboles en la frontera de Canadá con Alaska entre fines de los ’60 y principios de los ’70, antes y después de lanzarse a la vida en comunidad, a la experiencia hippie, las drogas, el toque lumpen, robar por despecho una carísima edición del Kaddish de Allen Ginsberg expuesta en los escaparates de City Lights y después venderla para comprar la entrada a un recital de Ginsberg y Gregory Corso, dos de los beatniks que fueron guías luminosas para Néstor Sánchez.

NESTOR SANCHEZ

Pero la cercanía no hace sino catapultar la diferencia, y una alternativa. En parte, generacional, y en parte ideológica. Los trece años de distancia, señala Baigorria, definen a Sánchez como beat con su modelo en Kerouac, y a él como hippie teniendo a Jimi Hendrix en el altar profano. Un cambio que implicaba que el jazz cediera ante el rock, y que en Argentina no hubiera lugar para el tango entre los jóvenes de los ’70, como sí lo había tenido para la franja etaria de Sánchez. El tango nada arrastraba ya de “lascivo ni marginal”, representaba la “cultura popular paterna y dominante”, y además “en decadencia según decían los mismos cultores con nostalgia”.

Una biografía-autobiográfica que nada tiene de complaciente y menos de celebración, y mucho sí de indagación sutil sobre una trama social que aún hoy nos marca las pisadas. Y lo lumpen, una y otra vez, que Baigorria insiste en leer por igual en Sánchez y en su propia historia. Lo lumpen como condición pasajera, como estrategia y como trampa. Uno fue homeless a los veinte años en la misma ciudad en que el otro lo sería una década más tarde y a sus cuarenta. Hay “un terruño compartido pese a las diferencias”, dice Baigorria y piensa en cierta homofobia patriarcal de su biografiado.

OSVALDO LAMBORGHINI

En El drama sin atenuantes, lo lumpen es una lengua que no se escucha, se mantiene intacta para no “atenuar” la conversación entre el narrador (Sánchez) y el poeta (Riccardo), circunscripta al punto límite de una experiencia. Esa cualidad hace que los dos libros se complementen a la perfección. El encuentro de Riccardo y Sánchez se da en presencia y se hace presente en la lectura, pero también hay algo más: en las conversaciones del ’89 Riccardo está por publicar Cuaderno del peyote y tiene 32 años, la misma edad que tenía Sánchez cuando corregía las galeras de su segunda novela, Siberia Blues (1967), y descubrió o se lo impuso por primera vez que debía hacer un cambio rotundo en su vida, lo que pronto habría de conducirlo hacia Gurdjieff. Dice que sintió “la necesidad grande de terminar con cierto aspecto” de su vida y del mundo de sus personajes, “terminar con un lenguaje, con la condición de lumpen que está en Siberia Blues”, sí, “y me di cuenta de que no sabía orientarme”.

LUMPENES DEL MUNDO

Lo lumpen es un filo que corta, y a veces concentra el orden de las lecturas aun cuando cree desgarrarlas. Un vocablo con distintas acepciones, algunas de ellas opuestas, y que conviven sin mucho desconcierto en la cultura argentina. Baigorria se detiene a definir al menos tres. La primera deriva del término utilizado por Marx, “el lumpenproletariat”, para definir a los “trabajadores desclasados”, los trabajadores ocasionales pero también a los vagabundos, e incluso a los delincuentes. La segunda, en franca oposición a la anterior, alude al uso reivindicativo que, en especial, proviene del anarquismo y que reconoce como políticas las prácticas contra el orden establecido de los sectores marginales. Ninguna de las dos, sin embargo, es la que Néstor Sánchez convoca cada vez que pronuncia la palabra “lumpen” para referirse a sí mismo o a sus personajes, sino una tercera, “una acepción –dice Baigorria– más milonguera, más del arrabal”: el lumpen como aquel que no es otario, el que no cae en la red, el que se resiste a ceder, digamos, a una vida mocasín.

JACK KEROUAC, UN ESCRITOR FARO PARA SANCHEZ

Las palabras son caballos de Troya cargados de otras palabras, y son históricas, jamás se quedan quietas. En la primera acepción, por ejemplo, se sostenía el epíteto despectivo “lumpen” que la izquierda, más o menos tradicional, acostumbraba a utilizar para referirse a quienes no se reconocían como parte de un colectivo definido por la clase, y que por lo tanto representaban la ausencia de la solidaridad, actuando solo por propio egoísmo y en base a un espurio beneficio inmediato. Una taxonomía que supo, también, volverse rígida y excluir a todos aquellos que presentaran una diferencia (“los desviados”) con respecto a quienes se erigían en portadores del único sentido. ¿Podría mantenerse sin matices hoy esa concepción, muy extendida décadas atrás, cuando las representaciones colectivas tradicionales tienen borroneadas sus características identitarias y han emergido nuevas subjetividades políticas? La pregunta redunda también en la orientación de cada lectura: ¿desde qué acepción de lo lumpen se lee aquello que se presenta como tal?

Hay situaciones en que el planteo de las preguntas abre más posibilidades que las respuestas, y ésta es una de ellas. ¿Habrá un tipo de acepción de lo lumpen que resulte más cómoda al statu quo de las sociedades de control en las que vivimos? ¿Algo que sintonice mejor con el estado de cosas que, justamente, se pretendería alterar o cambiar? Se podría leer en Cortázar, tan afín a Sánchez en su fervor por el jazz y los beatniks, un episodio de Rayuela que resulta un buen antecedente: el encuentro sexual de Oliveira y una clochard en una noche junto al Sena. Oliveira se decide lumpen siguiendo la tercera acepción, mientras que la novela presenta ese acto de su personaje con el sentido de la segunda; es decir, como una provocación al orden literario. Aunque no mucho: altera las reglas, pero mantiene el mismo juego. Manuel Puig, en cambio, arremete contra la primera acepción de lo lumpen en El beso de la mujer araña, contra la rigidez plagada de estereotipos de cierta izquierda revolucionaria hacia la posición del homosexual, “el desviado”. ¿Cuál será la acepción elegida por el lector en cada uno de los casos?

ALLEN GINSBERG

Tampoco lo lumpen puede homologarse al malditismo, esa figura mítica del escritor que invierte la ingenuidad del poeta-beatífico por la enfática realidad de su contrario. Es una condensación romántica que arrastra un relente aristocrático, mientras que el lumpen lleva consigo el plebeyo olor de lo barrial. El lumpen hace la suya, el maldito se decide por lo que nadie se anima ni puede hacer. Resulta difícil, aun así, trazar la diferencia. Es más, zanjar la diferencia absteniéndose del peso que puede gravitar la deriva hacia la locura.

¿Osvaldo Lamborghini maldito y Néstor Sánchez lumpen? Si hay respuesta, ésta define sobre todo el estado de una literatura. La pregunta no radica ya en conocer qué se lee, sino en qué cosa se busca (leer) en esas lecturas; no es lo mismo. La editorial que ha publicado Sobre Sánchez dio a conocer en 2008, Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce, un estudio pormenorizado de más de 800 páginas en un país donde escasean las biografías de escritores. Basta con hacer la prueba de nombrar a ocho autores argentinos del siglo XX para comprobar que de la mayoría no se encontrará una completa biografía.

Cortázar viaja de París a Centroamérica para reunirse con dirigentes sandinistas cuando Néstor Sánchez deambula por EE.UU., y Manuel Puig dicta cursos de literatura en Nueva York mientras Osvaldo Lamborghini en Buenos Aires se ilusiona por un comentario fugaz y peregrino de que Puig podría difundir sus textos, allá tan lejos habiendo tan poco bien cerca.

AFEITARSE CON LA MANO IZQUIERDA

GURDJIEFF, GURU E INSPIRADOR DE SANCHEZ

Cuando Néstor Sánchez escribe Diario de Manhattan, las notas de un diario sobre su experiencia como clochard (en La condición efímera), no piensa en ningún juego sino en el Trabajo que le hará tomar mayor conciencia de su cuerpo. Así, se decide hacer todas y cada una de las tareas habituales con la mano izquierda, quiere sentir ese desacomodamiento. Sencillo resulta encender un cigarrillo con la mano torpe, menos escribir con ella, aunque al conseguirlo disfruta con la sensación de “devolver el cuerpo a los cinco años”. Lo más complejo era aprender a afeitarse con la izquierda y anota, como si le ordenara a un muñeco: “Todo lo hará a partir de ahora el flanco izquierdo, incluyendo afeitarse”.

Baigorria interpreta la recurrencia de ese hábito cotidiano. Dice que “como linyera que se precie, sabía que lo único que debía mantener limpio a la vista era el rostro”. Y añade, acaso también para sí, como si mirara al espejo su propio rostro de profesor universitario que alguna vez fue otro: “Después de los cuarenta años, cada uno es responsable de su cara”.

Baigorria no conoció en persona a Néstor Sánchez, sí a su hijo Claudio, nacido en 1960, el que supo encontrar al padre luego de buscarlo durante años. Claudio cuenta que apenas lo vio en el aeropuerto se sorprendió ante la falta de equipaje: “Venía a quedarse en la Argentina después de 18 años de ausencia y apenas traía un bolsito vacío de tela de avión. Digo vacío porque se notaba que no tenía peso ni bulto”. Era 1986. También lo notó avergonzado por su boca casi sin dientes. Diario de Manhattan está dedicado a Carlos.

En una de esas páginas Sánchez registra que ha pasado por el bar donde Gurdjieff solía escribir y atender a quienes se interesaban en sus enseñanzas. El lugar ya es otro y sentencia: “Cuando un hombre empieza a trabajar en sí mismo, todo le habla”. Claudio dice que creyó que con Gurdjieff tenía un salvoconducto que le impediría vivir como los demás “que nacen, laburan, se reproducen y mueren”.

Aquella idea que a Sánchez se le había impuesto por primera vez al publicar Siberia Blues, ya lo tenía atrapado mientras escribía El amorh, los orsinis y la muerte (1969) y no iba a soltarlo. Como dice en El drama sin atenuantes: “Se creó en mí la contrariedad moral de que si estoy frente a un conocimiento objetivo, vasto, que contiene una cosmología, mi escritura va a ser una especie de atributo inmoral, (…) quiero decir que la escritura en esa dimensión pertenecería a un orden de misión de un hombre que ha comprendido y sabe por qué escribe”.

En 1969 la editorial Sudamericana publicó El amorh, los orsinis y la muerte y Osvaldo Lamborghini su primer libro, El fiord, con el sello Chinatown, una primera edición que aún podía encontrarse en oferta con los libros de Sánchez en las mismas librerías hasta entrados los ’90. Lamborghini escribió una reseña sobre El amorh… en la revista Periscopio –el nombre adoptado por Primera Plana luego de la prohibición de agosto del ’69– en la que invitaba al “goce de la lectura” de ese texto en que “lo marginal se vuelve central”. Sánchez no habría compartido una opinión semejante al leer El fiord, según cuenta la biografía de Strafacce. “Será lo primero que escribiste, pero para mí es una porquería”, fue lo que al parecer le dijo a Lamborghini en un encuentro ocasional en la casa de Germán García. En Sobre Sánchez Baigorria vuelve sobre el asunto sin llegar a mucho, y acaso no importe demasiado, o no debería importar. Quizás mejor sería preguntarse qué cosa hay en una causa que no sea sino una justa verdad siempre diferida.

 

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Creencias

27 Ene

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Hoy es el Día del Holocausto, el 68º aniversario de la liberación del campo de exterminio nazi de Auschwitz. Ana Kestemberg, que fue capturada por las SS a los 15 años y sobrevivió al cautiverio, volvió a contar su tragedia y a mostrar el número que le tatuaron porque “sigue siendo importante contar, a pesar del dolor que eso produce, porque todavía hay gente que no cree”.

Goloboff, Milena

23 Ene

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¿Cómo independizarse, en el recuerdo y la conciencia de otras generaciones, de quien, siendo una cima del trabajo literario del siglo XX, y por ende del pensamiento del siglo XX, la hizo sobrevivir a través de su correspondencia? Y sin embargo ella, Milena Jesenská, por méritos, talento y coraje bien propios, ha sobrepasado esa fama algo subsidiaria, algo prestada, proveniente del hecho de ser, hoy, uno de los títulos célebres del celebérrimo Franz Kafka. Las Cartas a Milena (entre las más bellas del género) no son lo único que atravesó su nada monótona existencia.

Comenzó su carrera periodística en Viena, donde vivió cinco años a poco de terminada la Primera Guerra Mundial y publicó innumerables notas, reportajes, crónicas y artículos en diarios y periódicos sobre temas políticos y cotidianos, moda, psicología, cine, traducciones de textos literarios del alemán, el francés, el inglés y el ruso, bajo su verdadero nombre o variados seudónimos. Por la ocupación nazi de Checoslovaquia fue impedida de seguir, aunque igual lo hizo en la clandestinidad, actividad que duró hasta que la detuvieron, hecho que se produjo a finales de 1939. Había nacido en Praga en 1896, en el seno de una familia burguesa, de tono antisemita y nacionalista; su padre era profesor de Medicina y la incorporó rápidamente a la élite intelectual en el famoso liceo Minerva, especial para mujeres jóvenes, creado por el Imperio Austrohúngaro a instancias de los movimientos sociales y feministas. Lectora de Fédor Dostoïevski y de Knut Hamsun, memorizadora de lord Byron y de Oscar Wilde, librepensadora, gustosa provocadora de las costumbres recatadas de su medio, enamorada de sus profesores, a algunos de los cuales dirige cartas exaltadas por no decir ardientes, su poder de seducción comienza a crecer desde temprano, sobre todo por lo matizado de sus incipientes e interesantes actividades profesionales y políticas.

En la Praga de la época, el trato entre checos y alemanes (minoritarios) era poco común. Esa minoría alemana, sin embargo, poderosa económica y culturalmente hablando, tenía sus propias escuelas y universidades, sus propios teatros y cabarets, sus cafés, sus hospitales, sus iglesias y sus pompas fúnebres. Para hacer más complicadas las cosas todavía, dentro de la minoría alemana ejercía no poca influencia la minoría judía, aunque hablaba otra lengua, tenía otras maneras y, obvia y admiradamente, otras fuentes y recursos culturales. Allí, como si hubiese sido casi programado, Milena se enamora fuertemente de un integrante del grupo de intelectuales judíos que frecuentan el café Arco, del cual ella deviene una habitué: Ernst Pollak, unos cuantos años mayor que la joven. Sus conocimientos literarios son sólidos y, aunque no escribe profesionalmente, es de los mentores del prestigioso grupo. La oposición familiar llega al extremo de internarla por “demencia moral” en una clínica psiquiátrica de Veleslavin, al oeste de Praga. Después de nueve meses de dura experiencia, y alcanzada su mayoría de edad, abandona el hospicio, deja la ciudad por Viena y se casa con Pollak.

Durante estos años, exactamente el 22 de abril de 1920, aparece en un semanario literario de Praga, Kmen, la primera traducción de Kafka a otra lengua, en este caso al checo, por Milena Jesenská. Se trata del relato “El fogonero”, que es hoy el primer capítulo de América. A partir de entonces inicia la relación con el escritor, que dura apenas dos años, pero es de una gran intensidad. De ahí lo que ella escribía a la muerte de Kafka, en una nota fúnebre tan a la altura de ambos: “Tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo”. (Un hecho algo curioso: en su Diario, en el que Kafka asienta las cosas más profundas y vitales, no hay, en este período, casi ninguna mención a la persona de Milena ni a la relación. Empero, “1921” comienza el 15 de octubre con una extraña anotación: “Hace alrededor de una semana, di todos mis cuadernos a M. ¿Estoy un poco más libre? No…”. Consignar, además, para ver la importancia que asignaba a su figura, que depositó en sus manos la sí que íntima y fundamental “Carta al padre” ¿tal vez para salvarla de sus propios impulsos destructores?). Fallecido Kafka y separada de su marido, vuelve a Praga y trabaja de manera permanente para Národní Listy, diario nacionalista conservador (que en Praga y en la época quiere decir sobre todo anti Habsburgos), y vive feliz y activamente esos pocos años de soberanía checa.

Frecuenta primero un grupo de la vanguardia artística y literaria, Devêtsil (Nuevas Fuerzas), compuesto por arquitectos, pintores, cineastas, artistas de cabaret, tipógrafos, músicos y sociólogos; se liga, vía su nuevo marido, Jaromír Krejcár, al grupo del Bauhaus (la escuela de artesanía, diseño, arte y arquitectura fundada en 1919 por Walter Gropius en Weimar y cerrada por los nazis en 1933). Vive problemas serios de salud a partir de un parto desgraciado, pasa luego por una desintoxicación de morfina, pierde el puesto en el diario, se afilia al Partido Comunista, colabora en el Rudé Právo y otras publicaciones partidarias: de la época datan sus notas más encendidas en defensa del socialismo y de la Unión Soviética. Pero, con los años, vive mal y críticamente la guerra de España y los procesos de Moscú, hasta que en 1937 pasa a un semanario no comunista, progresista y decididamente antinazi, Prîtomnost (El Presente), que publica además a emigrados de Alemania como Arthur Koestler y Heinrich Mann.

Después de los Acuerdos de Munich (septiembre de 1938) sobre la púdicamente llamada crisis de los Sudetes, donde en la práctica y en ausencia se entregó Checoslovaquia a los alemanes, Milena recorre su país incansablemente y escribe una nota o más por día. Cuando las tropas hitlerianas irrumpen en Praga, el 14 de marzo de 1939, ella dice a sus lectores que querría “a los periodistas armados de un hacha que se agitara en el vacío”. Entra en contacto con la resistencia, escribe para el diario V Boj (Al Combate) y forma parte del grupo que ayuda a pasar gente hacia Polonia, sobre todo a judíos y a oficiales checos. Personalmente, no quiere abandonar Praga; Prîtomnost deja de salir en agosto; ella es obligada a presentarse semanalmente a la Gestapo; en noviembre de 1939 es arrestada e internada en la prisión de Pankrác, transferida al campo de Benes, para sospechosos “emparentados a los judíos”, y después de largo periplo a Ravensbrück, “con fines de reeducación”. Víctima de los padecimientos propios de un campo como éste, muere el 17 de mayo de 1944 a la edad de 48 años.

Así, tan conocida gracias a la pluma de uno de los mayores escritores del siglo XX, su vida parece haber sido reducida a ese solo hecho. Pero, siguiéndola un poco más en detalle, se advierte que sobrepasó largamente aquella circunstancia, por importante que sea, y fue brillante, intensa y sometida a miles de alternativas que su talento le impuso con luz propia.

* Escritor, docente universitario.