Archivo | febrero, 2011

Schnitzler, de amores propios e impropios

24 Feb

Rescate del pensamiento de Arthur Schnitzler
Amargos, quizá demasiado lúcidos, los aforismos y reflexiones de Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931) hundieron su hoja en las cuestiones del amor, de la soledad, de la verdad, la mentira, la responsabilidad. Se atrevieron a explorar “el entresuelo, el sótano y la torre de la casa de la vida”.
Por Arthur Schnitzler *

El sentirnos atados y anhelar constantemente la libertad, y el hecho de que intentemos atar a otras personas sin estar convencidos de tener derecho a ello: eso es lo que hace tan problemática toda relación amorosa. ¿Has comprendido? ¿Has perdonado? ¿Has olvidado? ¡No te confundas! Lo que pasa es que has dejado de amar.

Una regla para las deudas de amor: mejor dejarlas prescribir que cobrarlas demasiado tarde.

Un destino tragicómico: saber que nuestra vida está arruinada y querer llorar esa desgracia precisamente en el pecho del causante de la ruina.

En toda relación erótica, los amantes intuyen siempre la verdad y, sin embargo, se empecinan en creerse todas las mentiras.

Nunca creas poder confiar tanto en la mujer a la que amas, como para confesarle tus sentimientos más secretos. Si lo haces, no dudes de que se vengará, sea confesándote a ti los suyos, sea ocultándotelos.

El anhelo más doloroso: el que sientes por una persona que se cree tuya, pero que tú, en tu fuero interno, sabes que no te pertenece del todo. Y la tristeza más dolorosa: la de ver a una persona que deambula viva a tu lado pero para ti hace tiempo que ha muerto, sin saberlo ella.

La sensualidad nos quería persuadir de que estábamos enamorados, pero la razón se resistía al engaño. Entonces la fantasía brindó su oportuna ayuda.

En las relaciones amorosas hay dos fases que se suceden casi sin solución de continuidad: una, en la que después de las discusiones es mejor reconciliarse de inmediato, ya que al fin y al cabo el reencuentro no puede aplazarse demasiado; y otra en la que conviene aprovechar la primera discusión que se tercie como pretexto para la ruptura, ya que ésta es inevitable.

El singular placer de arrojarse en brazos de otra justo cuando se está viviendo el vértigo de un gran amor.

Las disputas en las relaciones amorosas siempre surgen, en el fondo, de los fundamentos en que éstas se basan.

Las relaciones humanas venidas a menos, muy en especial las de amor, tienen a veces su orgullo de mendigo, ridículo o conmovedor, como hidalgos empobrecidos. Debemos respetar siempre ese orgullo, pero nunca herirlo mostrando un interés demasiado ostentoso.

Cuando poco a poco un ser al que aún amas empieza a perder para ti la magia sexual, puede suceder acaso un nuevo prodigio: que halles ante ti a la niña que fue esa persona antes de que la abrazases como mujer. Y entonces la querrás aún más que antes.

Una mujer inteligente me dijo una vez: “Los hombres saben muy bien, sin tener que pensárselo dos veces, lo que han conseguido de nosotras; pero normalmente ni se imaginan todo lo que no han conseguido”.

A las mujeres las hiere más nuestra confianza que nuestra desconfianza. Esta última sólo ofende su honestidad, mientras que el exceso de confianza es una afrenta a su capacidad de seducción y a su sensibilidad.

La mezcla de sinceridad y mentira siempre da como resultado una mentira; la mezcla de fuerza y debilidad, siempre debilidad, y la de bondad y maldad, siempre maldad. Pues el signo que se impone es siempre el negativo. La diferencia entre el álgebra y la psicología consiste en que en ésta dos signos negativos nunca dan un resultado positivo.

Los vicios que exigen un cierto grado de valor son casi virtudes, sobre todo al lado de las virtudes que sólo se ejercitan por cobardía.

Hay quien lleva una doble vida, dicen. ¿Pero no es más cierto que sólo llevando en apariencia dos vidas diferentes consigue vivir una vida entera, verdadera, es decir, su propia vida? Cuántos, en cambio, viven media vida, por falta de valor para vivir una entera que pueda parecerles doble a los demás.

El verdadero cumplimiento del deber está a veces en hacer más y a veces en hacer menos de lo que el deber nos exige. Ese es el problema al que nos enfrentamos en todas las situaciones difíciles de la vida.

A nadie nos cuesta tanto perdonar como a quien en su relación con no-sotros, aun sin querer, ha hecho aflorar la cara maligna de nuestra naturaleza, y aún más si nos ha dado la primera ocasión de descubrirla.

Un suceso ocurrido entre dos personas no es del todo irrevocable hasta el momento en que deja de ser un secreto de ambos. Tan pronto como un tercero adquiere conocimiento del hecho, y después de él otras personas (lo cual ocurre por fuerza en tales casos), aquel suceso, que hasta ahora era un asunto privado de dos personas, inicia una nueva vida en las almas ajenas; revista nuevas formas, adquiere nuevos sentidos y perpetúa sus efectos, que acaban misteriosamente recayendo sobre aquellas dos personas entre las que tuvo lugar originalmente.

Al igual que en la vida del individuo, en las relaciones entre personas no existe ninguna fase de reposo. Hay un comienzo, un desarrollo, un cenit, un declive y un final, y como en el individuo, dolencias de las más diversas clases: molestias, enfermedades congénitas, estados de agotamiento, achaques de la vejez; muchas veces no falta tampoco un toque de hipocondría. Muchas relaciones sucumben a enfermedades de la infancia, incluso a algunas que podrían prevenirse con atenciones y cuidados, es decir, mediante una higiene razonable; otras expiran en la flor de la edad a causa de las secuelas de antiguas enfermedades; otras mueren tarde o temprano debido a males congénitos que raramente se diagnostican a tiempo. Algunas envejecen de prisa, otras despacio, y las hay que están aparentemente muertas, pero las puede devolver a la vida con paciencia, medios adecuados y buena voluntad. Pero hay otra cosa en que las relaciones humanas coinciden con el ser humano: pocas saben resignarse a lo inevitable, arrostrar con dignidad el sufrimiento y la vejez y morir con belleza.

No basta con conocer a la gente, es fundamental saber descifrar también sus relaciones. Ellas también disimulan, se disfrazan, se cierran herméticamente. Sólo conocerás a un individuo cuando seas capaz de verlo inmerso en la red de sus múltiples relaciones.

Por más que una persona te haya engañado, robado o calumniado, siempre existe la posibilidad de que os reconciliéis, incluso, de que lleguéis a tener más adelante una relación pura. Hasta con tu asesino te podrías llegar a entender estupendamente después de cometido el crimen; quizá con él más que con nadie. Sólo hay una persona a la que eternamente no volverás: la que no sabe lo que te ha hecho, aunque tú ya lo hayas olvidado todo.

Ojalá las personas se vengaran sólo por el mal que les han hecho. Pero se vengan también cuando se les hace un bien del que no se sienten dignas, o por el que no quieren dar las gracias. Y lo peor, por ser un acto casi inconsciente, es cuando se vengan por su propia mala conciencia (de la que, no sin razón, culpan al otro).

A la hora de traicionar, la mayoría de la gente es más puntual que a la hora de demostrar su felicidad. Y es que traicionar demasiado tarde puede costarle a uno más caro que ignorar las exigencias de la felicidad.

Confesar algo significa, en la mayoría de los casos, un engaño más artero que ocultarlo todo.

A veces es un engaño mayor tener en brazos a la mujer amada que a otra.

Hay quien da la espalda a un amigo, a la mujer a la que ama o a un deber, y lo justifica con la fidelidad a sí mismo. Pero en muchos casos, eso no es más que la forma más cómoda y cobarde del autoengaño. Muy pocos conocen tan bien las leyes de su propia evolución personal como para saber si con esa infidelidad hacia una persona o una cosa no están siendo al mismo tiempo infieles a sí mismos.

Cuando el odio se acobarda, sale a la calle enmascarado y se hace llamar justicia.

Cuando una persona a la que en el fondo de nuestra alma no soportamos se gana nuestro reconocimiento, nuestra admiración, incluso (por paradójico que parezca) nuestro amor, la aversión primera que sentíamos se intensifica, y así, el odio busca y encuentra muchas veces su alimento precisamente en lo que parece más opuesto a él: en la justicia.

El deseo, el imperativo o incluso el ansia de vivir, experimentar y padecer una relación sentimental existen generalmente a priori, incluso antes de haber hallado el objeto digno o anhelado. Y pocas personas son lo bastante pacientes para esperar al objeto adecuado.

El amor a los hijos siempre es desgraciado; es más, es el único que merece plenamente ese calificativo. Basta con que nos atrevamos a recordar. El amor que sentíamos hacia nuestros padres, pese a su intensidad, ¿no tenía también un componente de compasión, quizás incluso de repugnancia? ¿No había, al cabo, en ese amor algo emparentado con la aversión?

Cuando una relación que nació a lo grande cae en la mediocridad, no puede prolongarse si no es a costa de dolorosos y vergonzosos sacrificios. Es más sabio disolver sin más el hogar espiritual común que dejarse la piel en el empeño por recortarlo.

En una relación enferma, igual que en un organismo enfermo, hasta el fenómeno aparentemente más nimio puede ser un síntoma.

Desde el punto de vista de la economía de las relaciones humanas, es preferible unirse a una persona poco de fiar pero tierna que a una persona fría pero digna de confianza. Contra las personas poco fiables hay un remedio: conocer a los seres humanos; en cambio, la frialdad acaba congelando irremediablemente todo vínculo hasta condenarlo a la esterilidad.

Toda relación amorosa atraviesa tres estadios que se suceden imperceptiblemente: el primero, en el que somos felices estando juntos en silencio; el segundo, en el que nos aburrimos estando juntos en silencio; y el tercero, en el que el silencio se hace carne y habita entre los amantes como un enemigo maligno.

La práctica psicoanalítica halaga la vanidad hasta extremos peligrosos. A cualquier nimiedad se le atribuye una importancia desmesurada. Personas absolutamente banales se sienten interesantes, fascinadas por el valor que se les asigna incluso a sus sueños.

Existen más tipos de soledad, más puros, más dolorosos, más hondos, que los que acostumbramos reconocer. ¿Nunca, en medio de una gran concurrencia, después de un momento de bienestar y diversión general, todos los presentes se te han figurado de repente fantasmas y tú mismo la única criatura real entre ellos? ¿Nunca has percibido, en medio de una conversación interesantísima con un amigo, la completa falta de sentido de todas vuestras palabras y la nula esperanza de que lleguéis a entenderos alguna vez? ¿Nunca, mientras reposas dichoso en brazos de la mujer a la que amas, has notado inequívocamente que detrás de su frente rondan pensamientos de los que no intuyes nada? Todos esos tipos de soledad son peores que lo que acostumbramos llamar así, es decir, el estar a solas con nosotros mismos. Y es que esa soledad, comparada con todas aquellas otras, las verdaderas, preñadas de inquietud, peligro y desesperación, es un estado placentero e inocente. Estar juntos con nosotros mismos debería parecernos la forma más suave y cómoda de la sociabilidad.

Qué deliciosa es la soledad cuando sabemos que en algún lugar del mundo, aunque sea remoto, alguien nos anhela. Pero ¿es eso soledad? ¿No es más bien una forma de sociabilidad, la más cómoda e irresponsable, que sólo sabe exigir y tomar, sin dar nada, es más, ni siquiera reconocer su deuda?

Si cultivas con excesivo mimo el jardin secret de tu alma, puede llegar a hacerse demasiado exuberante, a desbordar el espacio que le corresponde y, poco a poco, a invadir otras regiones de tu alma que no estaban llamadas a vivir en secreto. Y así puede ser que tu alma entera acabe convirtiéndose en un jardín cerrado y, pese a su esplendor y su perfume, sucumba a su propia soledad.

La mayoría de las personas viven en el entresuelo de la casa de su vida, donde se han instalado holgadamente, con buenas estufas y todas las demás comodidades. Raramente bajan al sótano, donde intuyen la presencia de fantasmas que podrían helarles la sangre; tampoco suelen subir a la torre, pues sienten vértigo al mirar hacia abajo y a lo lejos. Pero también hay algunos que prefieren vivir precisamente en el sótano, porque se sienten más a gusto en la penumbra y el estremecimiento que bajo la luz y la responsabilidad, y otros disfrutan subiendo a la torre, para dejar perderse la vista en lejanías insondables que jamás alcanzarán. Pero los más desgraciados son aquellos que se pasan la vida corriendo del sótano a la torre sin parar, mientras las estancias habitables de la casa se llenan de polvo y de abandono.

¿Quién será capaz de comprender del todo estos tres hechos inconcebibles: que existe, que es él y no otro y que antes no existía y un día dejará de existir?

* De Relaciones y soledades (ed. Edhasa), edición de Joan Parra.

Dasein

21 Feb


El ser-ahí se interpreta a partir de su existencia (Existenz), cuyo análisis revelará unas estructuras fundamentales que llamaremos existenciarios (Existenzialien). La existencia no es, coherentemente con el carácter fenomenológico de la investigación, un concepto teórico deductible, sino que pretende nombrar su facticidad, es decir, su darse inmediato que, en su análisis heideggeriano, se muestra como un encontrarse siempre ya siendo, como un arrojamiento (Geworfenheit) que va, a su vez, unido a la noción de un poder ser, en el sentido de que está abierto a un ámbito de posibilidades de las que tiene que “hacerse cargo”, ámbito que viene delimitado por la comprensión del ser en que el ser-ahí está ya situado, y a las que su existencia se refiere. Este poder ser inserto en una situación fáctica lo denomina Heidegger proyecto (Entwurf), constituyendo, así, uno de los caracteres ontológicos del ser-ahí. A ello apunta también al decir que a éste “le va”, “se cuida”, “se hace cargo de” su propio ser. Como síntesis de todo ello, se hablará de la facticidad del ser-ahí como proyecto arrojado, constituyendo además la finitud de la existencia, término con el que se pone énfasis en el siempre partir de una determinada comprensión del ser.

Jitrik, la ofensa como interpretante socio-individual

17 Feb

Ofender
Por Noé Jitrik

Cuando llegué a México con la modesta intención de quedarme sólo unos pocos meses, ignorando –no lo podía ni siquiera intuir– que pasaría allí muchos años, benévolos amigos me fueron creando condiciones de sociabilidad muy agradables, cosa de paliar los previsibles efectos del extrañamiento y las dificultades del desciframiento que toda realidad nueva comporta. Entre otras inteligentes iniciativas agradecí que me presentaran a algunos escritores con quienes, de inmediato, se fue creando un diálogo intenso. Con algunos de ellos ese diálogo resiste la prueba del tiempo y eso me hace inmensamente feliz y reconocido. Con otro sucedió algo extraño: empezamos por entendernos y seguimos buscándonos en múltiples ocasiones, pero en un cruce no buscado me sorprendió que pasara de largo, como si no me viera, y no me saludara. No lo tomé en cuenta, pero la situación se reprodujo y entonces me preocupé, rebelde a la idea de dejar pasar así nomás una relación que me había resultado interesante, de modo que en otro momento, viendo que hacía lo mismo, lo detuve y le pregunté qué había, algo que yo no entendía debía estarle pasando. A duras penas, rehuyendo la mirada, me declaró que yo lo había menospreciado, yo habría, según él, sido arrogante o desdeñoso –de lo cual yo no tenía memoria– y eso no me lo perdonaba. En suma, se había ofendido por lo que presuntamente yo habría hecho, más todavía cuando yo ni siquiera había advertido que eso podía ocurrir. Nunca volvió atrás, nunca aprovechó ningún encuentro casual para restablecer un diálogo o al menos para señalar con precisión cuál y cómo había sido la terrible herida que yo había infligido a su persona, ya no sé si de escritor, de intelectual, en su ser de individuo o de ciudadano de un país.

Tal vez éste no sea el único caso en el curso de mi vida de una respuesta activa a un estímulo que no se sabe que lo es. Quizá tantos cortes y pérdidas de amigos acumuladas en tantos años hayan sido producto de similares operaciones, ofensor sin saberlo, molierescamente hablando; puedo albergar esa sospecha y preguntarme, a veces con ansiedad, qué pude haberle dicho a Fulano que lo haya ofendido de manera tan radical y elocuente o bien qué hay en mí que soy capaz de ofender a mi pesar o bien tal vez mi lenguaje, que yo creo que es transparente, sea en realidad opaco y ataque en lugar de explicar o de exponer. Son muchas preguntas y no puedo responder casi a ninguna y esa incapacidad me hace sufrir, ofender es algo serio y los ofendidos, lo pienso en la marejada de las preguntas que me hago, deben tener razones para actuar como lo hacen y alejarse de mí como de la peste.

Pero, pensándolo mejor, mucho más interesante es de qué modo la ofensa ha sido un objeto artístico o literario, sobre todo esto. Así, no puede dejar de evocarse el relato de Dostoievski, cuyo título, Humillados y ofendidos, lo dice casi todo a este respecto. Y la ofensa no sólo en este texto tiene una absorbente centralidad sino en muchas otras novelas y cuentos de ese justamente celebrado autor: la ofensa desempeña un papel generador de acciones y su inesperada emergencia en una situación de por sí dramática y tensa es como una fisura que conduce a profundidades psicológicas impresionantes: en la obra de Dostoievski el ofendido arrastra una carga de dolor que no puede analizar y que lo lleva a realizar acciones extremas, mezquindades, crímenes, la ofensa lo humilla y la humillación le es insoportable. Se diría, en esa imposibilidad y en ese contexto, que la humillación es un objeto más psicológico que psicoanalítico, un irreductible que se presenta como propio de un tipo humano o también como un rasgo humano que al ser provocado brota de las profundidades en las que la conciencia lo ha obligado a yacer.

Está claro que la figura del ofendido tiene un gran atractivo narrativo: desencadena preguntas, obliga a perfilarlo para diferenciarlo, nos hace proyectar porque todos, en algún momento, menos o más dolorosamente, nos debemos haber sentido ofendidos; en suma, genera un efecto de profundidad; la del ofensor es menos atractiva, la descripción de sus actos se agota rápidamente, es muy fácil atribuirle maldades o intenciones y una vez hecho esto se acaba su interés, ya sea porque no gana nada con la ofensa, ya porque se satisface con ella, ya porque canaliza una modalidad de carácter, ya porque actúa desde una posición de poder, ya porque ofender es más fuerte que él.

Pero pensando en el título de Dostoievski conviene hacer una distinción que me parece importante: ofendido es una cosa y humillado es otra, y si bien la ofensa puede generar humillación, porque puede haber una corriente que liga ambas nociones, este sentimiento, el de ser humillado, corre con su propia suerte; dicho de otro modo, un humillado puede sentirse así aunque nadie lo ofenda, puede cargar con esa marca desde siempre y vivir con esa cruz toda la vida. Quiero creer que porque pudo hacer esta distinción, una suerte de lejano discípulo de Dostoievski, Roberto Arlt, calificó de este modo al personaje principal de Los siete locos y Los lanzallamas: “Erdosain el humillado” lo designó. La humillación, en su caso, se produce al menor roce, una palabra basta para despertar lo que está dormido y crearle un malestar tan profundo que no puede no terminar en el crimen o el suicidio; o, clásicamente, se produce por un roce más violento, una injuria pública, el guante en la cara o la bofetada (un cuento de Horacio Quiroga se titula así), situaciones célebres en la literatura que afectan el honor, mancillan el autorrespeto. Sin embargo, en ciertas ocasiones, muy privilegiadas, es posible volver atrás; la institución del duelo, obsoleta o no, da la oportunidad de redimirse pero eso no ocurre en otros niveles sociales: no se ve cómo podría volver atrás un plagiario sorprendido o un mendigo apaleado en una calle.

En las novelas de Arlt –también en las de Dostoievski– el ofendido “se pone pálido”, extremadamente, cuando otro personaje, ocasional o central, hace una mención que no debería haber sido hecha, por decisión o imprudencia, deliberada o no: es un momento de extrema gravedad, el tiempo parece detenerse. Se diría que la palidez funciona como un puente que conduce al lugar sin retorno de una herida siempre sangrante. A veces es una agresión, inmotivada o no, a veces es un liviano comentario incidental, en ocasiones es un meterse donde no se debe, la riqueza de los relatos descansa en todas estas posibilidades.

Dejando para otra ocasión el tema de la humillación, que estaría en el orden de los efectos y de los afectos, y centrándonos en la ofensa, noción más propia del orden de las acciones, aunque sin duda tiene efectos, se podrían tipificar las ofensas, tal como circulan en nuestras tradiciones, donde sabemos lo que son, ignoro si es igual en otros lugares, vaya uno a saber si la ofensa existe en culturas lejanas y de códigos más vastos o más reducidos.

Así, en primer lugar, se podría hablar de ofensas “gratuitas”, que se infieren porque sí, sin motivación aparente ni reivindicable: el ofensor, interrogado por el adjetivo que lanzó o la burla que creyó divertida, no tiene respuesta, le salió así y quizá ni siquiera se dio cuenta de lo que generaba; algunos, inclusive, se sorprenden: “¿Qué te pasa?”, le dicen al ofendido, con expresión de perplejidad.

Pero, con ser graves, esas ofensas no se comparan con las deliberadas. “Te estaba esperando”, se dice el ofensor, y cuando encuentra el punto débil de su presa es como si se le abriera una puerta y entrara en el que va a ser ofendido como toro embravecido, no sólo sin importarle las consecuencias sino buscándolas, buscando, metafóricamente, la destrucción del otro. La injuria, en ese caso, cruda o revestida, funciona como topadora que aplasta todo a su paso, la solidez del yo, la autoestima, el decoro, la vergüenza.

Más ambiguas, porque nunca se puede saber qué mecanismo estuvo operando, están las ofensas que, a falta de otro nombre, llamaría “aéreas”, flotantes, que se infieren sin tener la menor idea de que lo que se dice estará destinado a tener la forma de una ofensa y que bien podrían no producir ese efecto, depende del resorte que toquen y el punto débil que despierten.

Y también las ofensas por diferimiento, las que se hacen sin que el ofendido lo advierta en el momento y en la situación; si se da cuenta después, cuando ya es tarde, se siente ofendido dos veces, la primera es obvia, es el impacto que viene de afuera; la otra es peor, porque es consigo mismo, no haber podido reaccionar cuando se producía es semejante a ver en el espejo una imagen de sí mismo degradada, insoportable.

A una de las más profundas, porque no dan ni siquiera la posibilidad de reaccionar, la podemos designar como “por la pasiva”: el ofensor se muestra amable, comprensivo, elogioso, pero es pura apariencia; detrás de esa escafandra opera un desinterés absoluto y definitivo, que es más ofensivo que una agresión que, al menos, es directa y clara. Algunos llaman a esa figura el “desamor”, no sin razón, pues ese término, que supone una negación de una expectativa, frustra cuando toma forma y, sin que se pueda exigir nada pues nada ha sido dicho en esa dirección, reconcentra, hace que el ofendido se vuelva sobre sí mismo y sienta que no hay ningún puente para llegar a lo que parecía un principio de comunicación, entendimiento o reconocimiento.

Es probable que existan más formas de la ofensa; las enumeradas parecen pertenecer al orden de lo individual: ¿Habrá ofensas en lo colectivo? Las hay: cuando a un grupo humano se lo reduce a la miseria no hay duda de que se lo ofende; cuando la ley del fuerte, un grupo social o un país, predomina se ofende al débil; cuando se quitan derechos se ofende a los despojados, etnias, sociedades y aun países.

Es posible que la noción de ofensa tenga múltiples formas; en todo caso, se podría pensar que es un interpretante tanto en el orden individual como social. Tenerlo en cuenta permitiría, tal vez, “darse cuenta” de algo que está sucediendo, desde luego que fuera del observador: dudo de que al observador le sirva demasiado “darse cuenta”, salvo, por cierto, para deprimirse o reaccionar, la opción está al alcance de la mano.

Heidegger, pensar

8 Feb

Lo presente es lo que mora y perdura, y que esencia en dirección al desocultamiento y dentro de él. El estar presente acaece de un modo propio sólo donde prevalece ya el estado-de-desocultamiento. Pero lo presente, en tanto que mora y perdura entrando en el estado-de-desocultamiento, es presente.

De ahí que al estar presente no sólo le pertenezca el estado-de-desocultamiento sino el presente. Este presente que prevalece en el estar presente es un carácter del tiempo. Pero la esencia de éste no se deja nunca aprehender por medio del concepto de tiempo heredado de la tradición.

En el ser, que ha aparecido como estar presente queda, sin embargo, no pensado el estado-de-desocultamiento que allí prevalece, del mismo modo como la esencia de presente y tiempo que prevalece allí. Presumiblemente, estado de desocultamiento y presente, como esencia del tiempo, se pertenecen el uno al otro. En la medida en que percibimos el ente en su ser, en la medida en que -para decirlo en el lenguaje moderno- representamos los objetos en su objetualidad, estamos ya pensando. De esta manera estamos pensando ya desde hace tiempo. Sin embargo, a pesar de esto, todavía no estamos pensando de un modo propio mientras quede sin pensar dónde descansa el ser del ente cuando aparece como presencia.

El provenir esencial del ser del ente no está pensado. Lo que propiamente está por pensar queda reservado. Todavía no se ha convertido en digno de ser pensado por nosotros. Por esto nuestro pensar aún no ha llegado propiamente a su elemento. Todavía no pensamos de un modo propio. Por esto nos preguntamos: ¿qué quiere decir pensar?

Carr, la memoria y la información

6 Feb

La información no es conocimiento
Por Nicholas Carr

Estás tirado en el sofá de tu living, mirando un nuevo episodio de la serie Justified, cuando te acordás que tenías que hacer algo en la cocina. Te levantás, das diez pasos, y justo cuando te acercás a la heladera “¡puff!”, te das cuenta de que te olvidaste lo que venías a hacer. Te quedás perplejo por un momento, encogés los hombros y volvés al sofá.

Tales lapsos o lagunas mentales nos suceden tan a menudo que no les prestamos mucha atención. Decimos que son meras distracciones o, cuando nos ponemos viejos, achaques de la edad. Sin embargo, estos incidentes revelan una limitación fundamental de nuestras mentes: la pequeña capacidad de memoria que tenemos. La facultad de retención es concebida por los científicos del cerebro como un almacén donde guardamos el contenido de nuestra conciencia, donde fluyen nuestras impresiones y pensamientos a lo largo del día. En los ’50, el psicólogo George Miller afirmó que nuestros cerebros sólo pueden retener alrededor de siete piezas de información simultáneamente. Algunos piensan que es mucho y aseguran que tenemos una capacidad de trabajar con tres o cuatro elementos.

La cantidad de información que ingresa a nuestra conciencia en cualquier momento es conocida como “carga cognitiva”. Cuando nuestra carga cognitiva excede la capacidad de nuestra memoria, nuestras habilidades intelectuales son abatidas por un golpe. La información entra y sale tan rápido de nuestra mente que no la podemos retener. Es por eso que no pudiste recordar lo que fuiste a hacer a la cocina.

La información se desvanece antes de tener la oportunidad de transferirla a nuestra memoria de largo plazo y convertirla en conocimiento. Recordamos menos y nuestra habilidad de pensar crítica y conceptualmente se debilita.

Una memoria sobrecargada también tiende a aumentar nuestras distracciones. Pedagogos y psicólogos saben que si le das mucha información a un estudiante muy rápido su capacidad de comprensión se degrada y no aprende nada. Ahora que estamos todos inundados de bits y demás piezas de información como nunca –gracias a la increíble velocidad y volumen de datos de nuestras redes sociales y gadgets– todo el mundo se podría beneficiar al saber cómo la carga cognitiva influye en nuestra memoria y pensamiento. Cuanto más al tanto estemos de lo frágil que es nuestra memoria, seremos capaces de administrar mejor el flujo de información que llega a nosotros.

Hay ocasiones en las que querés estar inundado de mensajes y toda clase de información. La estimulación y la sensación de conexión pueden ser emocionantes y placenteras. Pero es importante recordar que, cuando se trata de la manera en que funciona nuestro cerebro, la sobrecarga de información no es sólo una metáfora, es un estado físico. Cuando estás realizando una tarea muy importante o complicada, o cuando simplemente querés disfrutar de una experiencia o de una buena conversación, es mejor cerrar la canilla de la información al menos por un rato.

Nicholas Carr es autor del reciente libro The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains.