Archivo | agosto, 2013

Friera-Domínguez, La breve muerte de Waldemar Hansen

19 Ago
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Carlos María Domínguez y La breve muerte de Waldemar Hansen
“La literatura es ese permiso para conversar con voces que atraviesan el tiempo”, dice Domínguez.

Un suicidio está cargado de ideas. “Todo lo que fue existe”, balbucea el hombre que se arrojó al vacío antes de morir en la cama de un sanatorio. Es una frase medular de La breve muerte de Waldemar Hansen (Mondadori), obertura de un enigma que irá despejando el bibliófilo Carlos Brauer, un personaje inolvidable, no sólo para los lectores rioplatenses. ¿Por qué ese amigo reciente que conoció en la sala de espera de un estudio de abogados, amante del jazz, el arte y el buen whisky, y con la astucia para darle un giro imprevisto a las conversaciones, decidió matarse? Como un eco de la ficción, el pasado le toca el hombro a Carlos María Domínguez y le pregunta cómo fue a dar aquí. “Lejos de lo que puede creerse con mi pelada actual, tenía el pelo a lo Jimi Hendrix; era un hippie absoluto –confiesa–. El tiempo pasa para todos. En el ’73 estaba yéndome a una comunidad en La Rioja, haciendo carretera, con una guitarra y mochila al hombro. Después del golpe, en el ’76, en el peor momento, cuando todo el mundo se bajaba, empecé a militar en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), a contrapelo del tiempo histórico. Cayó un compañero y nos tuvimos que ir de mi casa por las medidas de seguridad de la época. Pero poco y nada podía hacerse en aquellos años. La represión era muy dura”, recuerda el escritor en la entrevista con Página/12.

Primero el hippismo, luego la militancia. Más acá en el tiempo, la literatura y el cambio de paisaje de su Buenos Aires natal a Montevideo, donde vive desde 1989. Nada de esto está en la última nouvelle de Domínguez. Pero las resonancias de una frase de novela sumergen al autor en el movimiento entre dos instantes. “La idea del deseo, que es bien típica de los ‘60, es una paradoja para nosotros. El mundo transcurre aquí y ahora, ¿no? Tu momento es ya. El deseo tenía entonces un sentido contracultural frente al mundo previsible de los adultos. El sistema capturó ese sentido del deseo y hoy te tiene detrás del deseo del último celular, de la última tecnología. El deseo ya no es contracultural, al contrario es pro sistema, plantea el escritor. Esta oscilación o tensión o paradoja –según como se la calibre– en el territorio de la novela como género convoca a otra frase. ‘La novela es la épica de un mundo sin dioses’, decía Georg Lukács. Ahora también nos quedamos sin épica política; es como si deshiciera una trama en el mundo de los hombres que hace que cada vez sea más difícil articular una trama en el mundo de la novela. Me parece muy exacta la definición de Lukács: la novela burguesa fue la épica de un mundo sin dioses. Pero después de la caída del socialismo, desapareció toda épica posible.”

–¿Por qué regresa Carlos Brauer, el protagonista de La casa de papel, como narrador de su última novela?

–Eso se fue imponiendo solo. Después de La casa de papel, la historia de un bibliófilo que termina destruyendo su biblioteca en una experiencia intensa, radical, en la búsqueda de un cambio, escribí La costa ciega, que tiene un narrador muy misterioso que nunca se revela quién es. Ese narrador tiene la idea de que el relato es una construcción; lo que se cuenta allí podría haber sucedido o no. Me di cuenta de que el que estaba narrando esa novela podría ser perfectamente Brauer. Y al escribir La breve muerte de Waldemar Hansen se me impuso. Evidentemente ese bibliófilo que era un gran lector enterró un mundo y ahora está contando historias de otros. Se ha transformado en un narrador como parte de una continuidad, de una prolongación de esa experiencia. También talla esa pretensión del jazz de tocar dos músicas al mismo tiempo, armonizarlas. En este caso el narrador es un testigo muy involucrado en todos los hechos, como si pulsara sobre el relato dando distintas pistas acerca de su vida. Va contando la historia de Brauer de una manera mucho más lenta que la historia de Hansen.

–Hay puntos de contacto entre Brauer y Hansen; son hombres solitarios, muy eruditos, interesados por el arte y los libros, pero hay algo más: Hansen también entierra un mundo, ¿no?

–Esta es la historia de un hombre avergonzado. No sólo por motivos personales que pueden justificar esa forma de la melancolía que es la vergüenza, sino también por una progresiva banalización que advierte en el mundo. En el suicidio de Hansen confluyen una cantidad de motivos distintos, entre los cuales uno tiene que ver con su colapso en la conciencia. Hansen está viendo desaparecer una trascendencia en el arte –que lo podía vincular a una dimensión de lo sagrado–, enterrada por un exceso de superficialidad.

–¿La hermana de Hansen representa el esnobismo en el arte?

–Más que esnobista, Wanda, la hermana, es una de las tantas dueñas de galerías de arte que hace comercio con el arte y no tiene más realidad que su dimensión económica. Waldemar pone el acento en el vínculo con el mundo del arte desde una admiración amateur profunda. Esa es la diferencia con la hermana, esa es la tensión que late en esa familia. Lo que hay en juego en torno de la cruz de un cementerio, mirada como objeto bello, como objeto estético, es una confusión que lo lleva a él, por amor al arte, al fetichismo del objeto. Hay una gradación en ese deterioro de la relación del hombre con el arte que tiene que ver con una pérdida de trascendencia que se juega en la profanación de una tumba. El horror de Hansen es haberle borrado la memoria al hombre. Si nos quedamos sin Dios, sin hombre, ¿detrás qué hay? No hay nada.

–¿Es el horror al vacío?

–Sí, ese horror al vacío está justificado por el hedonismo del mundo contemporáneo, donde el deseo opera como último refugio. Lo único que podés hacer es cumplir tu deseo. ¿Y? Después tendrás otro deseo y otro deseo y otro deseo. Eso me parece que legitima arbitrariedades que se dan en el mundo moderno, donde en nombre del deseo están permitidas muchas transgresiones.

–Hansen y Brauer son personajes anacrónicos, pertenecen a otro mundo, especialmente por el tipo de valores a los que están aferrados, ¿no?

–No sé si son tan anacrónicos. Como son solitarios, conversan sobre los artistas que disfrutan, de viejos autores que son sus compañeros diarios, como puede ser Chesterton o Samuel Johnson. La literatura es ese permiso para conversar con voces que atraviesan el tiempo. Y no importa qué tan lejanas sean. Si hay un vínculo a través de la lectura, se transforma en una relación. Es aquello que decía Borges: que la literatura es una forma privilegiada de la conversación. Como dos veteranos a punto de envejecer, Hansen y Brauer encarnan una sensibilidad que puede ser un poco extemporánea. Yo los veo vinculados con ese mundo de referencias, más que de un modo extravagante, de una manera natural para ellos.

–Cuando Brauer comienza la investigación, aparece esa distancia abismal entre personajes como él y Hansen, muy urbanos, y el resto de las criaturas que van apareciendo en ese pueblo cercano a la frontera con Brasil. ¿Cómo explica esa distancia que está deliberadamente trabajada en la novela?

–No estamos habituados a llegar a un ámbito rural en el mismo nivel de la trama porque tenemos un canon que establece que una cosa es la literatura urbana y otra es la literatura regional. Me interesó acabar con esa diferencia, si se puede entrar de un modo moderno –no folclórico– en el ámbito regional. Por lo menos la intención en esta novela fue entrar de una manera moderna y dejar de lado una cantidad de elementos que forman el canon de lo que tiene que ser una literatura regional. Esos personajes funcionan de un modo singular, tanto el juez del pueblo como el comisario, que son amigos entre sí. Y que tienen ese misterio de Hansen y lo que pasó con esa cruz y lo usan casi como un juego de dominó en una mesa, jugando sus orgullos. Además tienen sus propias historias y debilidades; terminan borrachos en un camino. Me interesó introducir un aire casi faulkneriano en ese ambiente, que es donde la cruz juntó dos lógicas bien distintas. Ese es el colapso en la conciencia de Hansen. El se acerca a esa cruz por motivos estéticos, pero hay una lógica que está alrededor de esa cruz operando de una manera diferente, articulando una comprensión del mundo distinta. Y eso colisiona en la trama de la novela. Pero una novela no es la ilustración de un tema. Una buena novela junta muchos temas. Quizá no sea una experiencia habitual para muchos lectores que van directamente a una novela como a un tema. Pero forma parte de una tradición que me parece que hay que recuperar: la tradición de la narración salvaje que zafa un poco de lo previsible.

“Todo lo que fue existe”. La frase está grabada en un monumento de Minas de Corrales, el pueblo al que viaja Brauer, el lugar del origen del misterio de Hansen. “(Francis Vardy) Davison es ese médico owenista que armó cooperativas de mineros para prolongar la explotación del oro cuando los ingleses se retiraron; es el héroe del pueblo, ocupa como el lugar de Artigas –compara–. Y dejó escrita esa frase misteriosa: ‘Todo lo que fue existe’. El tiempo puede avanzar, pero no puede borrar el pasado, ¿no? En el fondo está girando sobre la idea de que estamos en la contemporaneidad tan abrazados a que todo lo mejor viene de lo nuevo, que quizá no esté mal recordar que no necesariamente es así; que existen experiencias en la humanidad que de pronto son superiores o más significativas. El vínculo que se juega con los libros, con las voces del pasado, puede enriquecer un poco la contemporaneidad.”

–¿La breve muerte de Waldemar Hansen es una apuesta por recuperar tradiciones literarias que se fueron perdiendo?

–Sí, a riesgo de que caigas en la reiteración. Pero aquí no se trata de rescatar tradiciones repitiéndolas, sino yendo a ellas por caminos singulares. En el caso de esta novela, por la necesidad de explicar una muerte. El viaje hacia el pasado o hacia una tradición siempre tiene que estar respaldado en una necesidad actual. Una tradición hay que ponerla en cuestión; siempre es un problema. Cuando se abandonan las tradiciones como interlocución, se puede creer que se está inventando una cosa nueva y en realidad se está repitiendo algo muy viejo que se ignoraba. La recuperación de la memoria pasa por esta idea de que el sacrilegio de Hansen es, en nombre del deseo, borrar lo último que recordaba un hombre sobre la tierra. Por eso dice que un caníbal quizás tenía más fundamento, cuando los caníbales se comían el corazón de su enemigo para tener su poder. Parece racionalmente más justificado que la estupidez de robar la memoria de un hombre para decorar una pared.

–En esta novela, como en otras, hay cierta incomodidad de los personajes. Ni Hansen ni Brauer están cómodos en el mundo en que viven. ¿Por qué la persistencia de esta incomodidad en sus ficciones, en su trabajo como escritor?

–Quizá porque es una experiencia personal. Yo también me siento incómodo con el mundo y lo veo cambiar no en las direcciones que me gustarían. Y me obliga a revisar mis cosas y al mismo tiempo a tomar decisiones. El formato de estas novelas, que son casi nouvelles, tampoco me resulta muy cómodo ni me parece que le ofrezca comodidad al lector. Al lector también lo incomoda porque es como un fraseo que ciñe el lenguaje a un nivel de expresividad que lo despoja de los tiempos muertos de la novela. Esos tiempos que tiene la novela clásica de instalar a un lector dentro de una realidad y la reiteración de ciertas ideas que le dan un espacio de certeza dentro de la novela. En cambio en esta manera de trabajar el lenguaje, parece que uno pasara demasiado rápido por muchas cosas y no podés distraerte porque si no se te pierde el hilo de ciertos supuestos que se van entretejiendo con el texto. Esta incomodidad traduce la posición de un lector, la posición de un intelectual.

–Posiciones que no son placenteras, ¿no?

–No es que no sean placenteras. El placer no tiene que ver con la comodidad, sino con un cuestionamiento permanente de excitación de la inteligencia que te pone en alerta. Voltaire decía que “la duda es incómoda, pero la certeza es ridícula”. Vivimos incómodos. Si uno cayera en las certezas, la mayor certeza es la muerte, así que estaríamos muertos. Quizá es una manera que tengo de mirar la realidad que se traduce en lo que les pasa a mis personajes también. No toleramos la certeza absoluta y no soportamos el caos. Nadie puede vivir plenamente en el caos.

Bilbao-Sibilia, el cuerpo es la nueva utopía

14 Ago

 

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En sintonía con la línea de su investigación anterior -la intimidad ofrecida como espectáculo-, la antropóloga y docente argentina pone el foco ahora en el cuerpo y las nuevas maneras de mostrarlo.

Los fenómenos sociales asociados a la evolución tecnológica (o viceversa) son el eje de las investigaciones de Paula Sibilia. Después del esclarecedor ensayo La intimidad como espectáculo, Sibilia apunta los cañones a otro «furor» del siglo XXI, el culto al cuerpo. Y escribe sobre ello: «La idea es contestar a la pregunta qué cuerpo es éste». Su nuevo objeto de análisis le confirma además todas las sentencias sobre la generación de Internet. «Aunque no tengan nada para decir, muchos jóvenes se construyen a sí mismos como si fueran una celebridad», sugiere.

– ¿Es una exageración darle tanta importancia a estos temas? 

– No hay duda de que son recortes, no todos los adolescentes son así, las experiencias subjetivas siguen siendo muy ricas y complejas. Pero es bueno pensar en esto, aunque sea un reduccionismo, para desnaturalizarlo. Lo que nos pasa es fruto de un proceso histórico, no es culpa de Bill Gates. Si YouTube o Facebook tienen tanto éxito, es por causa de un proceso histórico. Por eso surgieron estos chicos capaces de inventar esas herramientas, son útiles a la sociedad.

– ¿Útiles por qué?

– Útiles porque están inventando nuevas cosas todo el tiempo. Ya hace falta un nuevoFacebook o un nuevo MySpace. Y no hablo de titiriteros ni le echo toda la culpa a los medios, en realidad todo se ha transformado en un gran medio. Foucault y Deleuze nos mostraron cómo funcionan las redes de dominación en la sociedad contemporánea. Funcionan mejor cuando no existe la obligación a hacer ciertas cosas. Esta intimación a mostrarse a uno mismo como un espectáculo o parecer joven, flaco y atractivo no es obligatoria. Nadie ata a un chico para que juegue con la consola 10 horas por día. Es una obligación sutil y mucho más eficaz. Queremos ser de determinada forma, estamos de acuerdo. Esto no funcionaría dentro de otro tipo de sociedad.

– Aparece otro factor, el del dominio tecnológico como elemento de disociación generacional. ¿Por qué?

– La tecnología avanzó muy rápido. Y así de rápido la web 2.0, los celulares e Internet se transformaron en herramientas imprescindibles para muchísima gente, sobre todo para los jóvenes. Sus abuelos, sus profesores y hasta sus padres encuentran una barrera allí, porque no saben manejar algo que es fundamental para la vida de estos chicos. ¿Cómo pueden ser adultos y ejemplares sin saber lo que es Facebook? En este cambio social y cultural, a diferencia de otros, hay una particularidad: la crisis del valor de la experiencia.

– ¿Cómo impacta esto sobre nuestra organización socio política?

– La relación es directa. Tanto en la espectacularización de la intimidad como en el culto al cuerpo, dos temas muy relacionados, son ideales a los que cierta franja de la población aspira. Y son cada vez más los sectores de la población que aspiran a esta nueva utopía. Paradójicamente hemos descartado otros ideales y utopías por considerarlos inviables o ingenuos y llegamos a esto, una nueva utopía que hasta parece menos discutible.

– ¿Es el triunfo de una nueva fase del individualismo?

– El individualismo del siglo XXI supone una exacerbación de todo. El sujeto tiende a aislarse. Hay una crisis de los proyectos colectivos. Desde la familia y los amigos hasta la política. La novedad sería una suerte de encapsulamiento progresivo y su contracara, la soledad. Cada uno se administra a sí mismo como una empresa, como una marca y entonces se vuelve cada vez más necesaria la mirada del otro para poder ser alguien. Necesitamos que nos vean. No tener alguien que nos confirme quienes somos, es un problema.

– De ahí el éxito de las redes sociales…

– Los blogs y las redes sociales funcionan como un mercado de la observación del otro y de redistribución de retribuciones. Cuando a uno lo ven, uno tiene que ver; cuando nos dejan un mensaje o un comentario, tendemos a hacer lo mismo. Aunque ese comentario sea un qué lindo que estás en la foto.

– La banalización de la argumentación, y de la política…

– Tiene que ver con la crisis de la palabra. Que fue empujada por los medios audiovisuales desde mediados del siglo pasado. Primero el cine, después la televisión con mucha más influencia y ahora los medios interactivos. Y en la política resulta más patético, porque ese era el lugar del discurso, de la discusión de ideas con argumentos. Si pensamos que un debate político o una campaña se convirtieron en un espectáculo con guión armados por equipos de marketing y de publicidad…

– Los chicos multitarea, ¿hacen más preocupante el fenómeno?

– Los chicos se han vuelto súbitamente desatentos e hiperactivos, y no me parece un problema psiquiátrico. Es una respuesta a un mundo hiperactivo de una cultura que les pide eso a los niños y a los adultos. Nos exigen que seamos así para sobrevivir, de lo contrario no seríamos útiles. Este mundo requiere que seamos así. Nos entrenó la televisión, Internet y el mercado de trabajo. Y la misma escuela. Ese tipo de entrenamiento en la hiperactividad y la desatención está generando otras cosas. Los formatos audiovisuales e interactivos frente al pensamiento crítico, que requiere otros tiempos.

– ¿Vamos hacia sociedades más pobres, menos espirituales?

– Es lamentable que estemos perdiendo el arte de la palabra. Pero no todo está perdido, porque la palabra está ahí, los libros están ahí. Nunca tuvimos tantas herramientas a nuestra disposición, también Internet es una herramienta de palabras que sirve para debatir ideas. Pero el vocabulario se empobreció y sería una gran pérdida si lo dejamos morir. A la par, lo que ganamos es enorme. Libertades, herramientas, medios para contar. Sería bueno tener todo eso sin perder la palabra.

– En relación a la cosa pública, ¿no es paradójico que con tantas herramientas se haga tan poco?

– Lo que sucede hoy en día con este desprecio por la política como acción sobre el mundo y su asociación con lo corrupto y mentiroso, no es nuevo. Desde el siglo XIX hay toda una suerte de inflación de la intimidad. Fuimos estigmatizando lo público y restándole valor. Fuimos corrompiendo ese espacio. Algo pasó para que la intimidad se haya vuelto publicable, para que se pueda y se deba mostrar. Hacemos pública nuestra intimidad pero no vamos a cambiar el mundo. Y cada vez más el espacio público se ve como un lugar peligroso. Alarmas, autos blindados, countries, seguridad… se ve al otro como un enemigo. Y sin embargo las nuevas tecnologías permiten participar, operar en un espacio público y hay toda una retórica de la participación.

– ¿Sólo retórica?

– La participación por ahora significa mostrarse y exhibirse, sin pensar en transformar el espacio público. Vale aquí el ejemplo del Che, su cara y su imagen, su estilo son una celebridad, y todo esto opaca su acción política. En la Argentina tal vez no tanto, pero mis alumnos en Brasil lo asocian con Bob Marley, con la marihuana. Un ícono que tiene que ver con la juventud rebelde, pero que no deja de ser un espectáculo que relega a su acción política.

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Piglia-Friera, literatura y política

4 Ago

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“No confundo la gran cultura norteamericana con la política del Estado norteamericano”, señala Piglia.

La decisión de cambiar de un modo radical es el gran tema de la vida y de la literatura. “¿No es notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? –se pregunta Emilio Renzi en El camino de Ida (Anagrama), cuando conecta parte de los cabos sueltos de un enigma político–. No era la realidad la que permitía comprender una novela, era la novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible.” Sí, es notable, asentirán los lectores de esta nueva maravilla de Ricardo Piglia. Y en más de un sentido. Una frase, una idea, un pensamiento pueden asumir la forma de un dardo semántico que atraviesa a un puñado de generaciones. “El problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción”, le dice Thomas Munk, brillante ex alumno de Harvard y ex profesor de matemáticas en Berkeley –inspirado en el famoso Unabomber– a un Renzi fascinado, como muchos, con esa especie de “héroe norteamericano”, un individuo educado y de gran relieve académico que puso en jaque al FBI con sus cartas bomba.

Después de quince años de enseñar en Princeton, Piglia está de vuelta definitivamente en Buenos Aires. Y regresa a la ficción con una novela muy argentina. Aunque transcurra en Estados Unidos. Luego de la separación de su segunda mujer, Renzi se instala en Nueva Yersey para impartir un seminario en una prestigiosa universidad sobre los años argentinos de W. H. Hudson, invitado por Ida Brown, una intelectual de la academia norteamericana de armas tomar. De esas que pasan a la acción en el plano sentimental y político. Varias bombas estallarán en el camino: la del romance clandestino con Ida y su trágica e inesperada muerte. Y la conexión con Thomas Munk, el autor de una serie de atentados contra la matemática y las ciencias. “Bienvenido al cementerio donde vienen a morir los escritores”, lo recibe Ida a Renzi en uno de esos campus pacíficos y elegantes, “pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones”. Aunque por debajo corran “olas de cólera subterráneas, la terrible violencia de los hombres educados”. El escritor subraya en la entrevista con Página/12 que el mundo académico norteamericano está pensado como un lugar donde es necesario mantener aparte la experiencia. “Este pensamiento, en el campo de las ciencias sociales y la literatura, es muy peligroso porque es al revés: el pensamiento funciona si estás ligado al mundo que estás estudiando.”

–Ida postula que pelear y pensar son dos verbos que van juntos. Pero en el mundo académico, pelear estaría más bien anulado, en tanto corresponde al campo de la experiencia…

–Hay mucha pelea por la carrera, mucho conflicto, pero Ida plantea lo de pelear en un sentido argentino. Freud asociaba la inteligencia con la agresividad. Sólo la agresividad permitía desarrollar un instrumento tan extraño como la inteligencia. Es decir que hay algo agresivo en el pensamiento. Querer controlar esa agresividad es propio del mundo liberal, donde consideran que la gente que piensa bien es la gente que dice cosas en voz baja. El pensamiento como polémica, como debate, está en la tradición filosófica. Es un elemento básico de la posibilidad de pensar; siempre se piensa contra otro. Todas estas cosas están condensadas en las ideas de Ida: cómo puede ser que esta gente que está en la universidad norteamericana sea tan radical, tenga pensamientos políticos tan radicalizados, como los tienen, y nunca hagan nada. Están metidos en cosas bien radicales; pero después vuelven a las casas y le dicen a la mexicana que está limpiando que por favor limpie mejor.

–“Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos –dice Renzi en un momento de la novela– para bajar la estadística de asesinatos masivos realizados por individuos que se rebelan ante injusticias de la sociedad.” Esto que parece un “chiste” es para tomarlo en serio, ¿no?

–Sí, me parece lo más serio de la novela (risas). Si vamos con Mauricio Macri, vamos a tener muchos asesinatos masivos. La sociedad norteamericana condensa los conflictos políticos en un solo individuo que hace él solo algo que en otros lugares se puede negociar y manejar en situaciones diversas. Si uno mira la sucesión de crímenes que se cometen, son todos de un contenido político directo, aunque se diga que los cometen psicóticos. Son tipos que evidentemente tienen una sensación de opresión social. Lo del peronismo es un chiste, pero tiene mucha verdad para mí. Renzi aterriza como visiting professor y lo que hace es mirar, casi con una mirada de antropólogo, desde afuera.

–¿Renzi intenta emular un tipo de mirada a lo Hudson?

–Un poco sí. La mirada de Hudson es una gran mirada de narrador porque es un antropólogo, un viajero y al mismo tiempo escribe una autobiografía. Es como Joseph Conrad. Tolstoi y Hudson aparecen como referencias porque son antecedentes de toda la cuestión ecológica actual. Son los primeros que tomaron la decisión de oponerse al capitalismo y a la industria.

–Nina Andropova, la vecina rusa de Renzi, advierte que un discípulo de Tolstoi es Wittgenstein: “Lo que no se puede decir no se dice”. ¿Coincide?

–Es así. Wittgenstein encontró una vez por azar un libro de Tolstoi y eso le produjo un efecto extraordinario. No porque yo esté de acuerdo con el pacifismo generalizado y volver a la comuna campesina, pero me doy cuenta de la importancia que tiene Tolstoi en las discusiones del siglo XX. Es el primer escritor comprometido, el primero que dice que hay que dejar de escribir y dedicarse a estar junto con las clases populares. Nina lo dice en un momento de la novela: Tolstoi es el primero que intenta construir una hipótesis contra la violencia revolucionaria. La literatura siempre nos permite discutir cuestiones que son políticas.

La excéntrica vecina rusa de Renzi está levemente inspirada en la gran escritora rusa Nina Berberova. La Nina –made in Piglia– no tiene desperdicio. “La tendencia del idioma ruso a la expresión mística –explica en una de las charlas con Renzi– era un tipo de imperfección ontológica que no aparecía en otras lenguas indoeuropeas. El problema esencial era que no había términos en ruso para la tipología de los pensamientos y sentimientos occidentales. Todo es pasional y extremo. No se pude decir buenas tardes sin que suene una amenaza.” Nina cuenta que dejó París en 1950 porque “no soportaba el clima de la izquierda francesa después de la Liberación, con Sartre, Aragon y otros sátrapas que defendían la represión en Rusia con la hipótesis de que los viejos bolcheviques habían estado objetivamente al servicio del enemigo más allá de sus intenciones”. Piglia comparte el cuestionamiento de Nina sobre el Saint Genet de Sartre. “En ese libro de defensa del escritor homosexual está esa idea terrible de que Bujarin, un tipo extraordinario, era un contrarrevolucionario y que Stalin tenía razón. Ahí está el problema de la ceguera de la izquierda y las cuestiones que tenemos que asumir y discutir. La represión ha terminado por ser un punto de partida para liquidar cualquier reflexión sobre las grandes tradiciones. Es un tema que no debemos eludir. Me parecía importante que lo planteara el personaje de Nina, una viejita que sigue creyendo en la revolución a su manera. Ella dice, en un momento, que no puede ser reformista.”

–Es difícil que la palabra reformista pierda su carga negativa.

–Sí. Pero la situación política ahora es típica del reformismo y la miramos con simpatía. Y tiene todos los problemas que tiene el reformismo. Más allá de todo lo que se diga de los ’70, en realidad es un intento reformista de ver si se pueden mejorar las cosas. Que eso es el peronismo, ¿no? El peronismo es el intento de ver si se puede hacer algo profundo reformista. Todos los que se ilusionaban pensando que Perón era Mao estaban equivocados. Leían mal el peronismo. El peronismo sirve muy bien para ponerle límites al pensamiento conservador y para negociar con los sectores concentrados de la economía y tratar de hacer reformas que beneficien en lo posible a las clases populares. No le podés pedir al peronismo que sea revolucionario, como le piden algunos.

–El camino de Ida es optimista respecto de la ficción. ¿El postulado último de la novela sería apostar por la ficción?

–Una razón por la cual escribí el libro es porque el personaje de Thomas Munk, que en realidad es Unabomber, hizo eso con la novela de Conrad. Leyó El agente secreto sin ironía y tomó el personaje que se llama El Profesor en la novela como modelo de acción. El profesor de Conrad abandonó su carrera académica y Unabomber hizo lo mismo. Lo que es verdadero es que el tipo se inspiró en la novela de Conrad con la idea de que había que atacar a los científicos.

–Esto, en la novela, parece una invención suya.

–¡Ojalá hubiera sido un invento mío! (risas). Estas cosas son muy difíciles de inventar. Lo que inventé es que Ida lo descubre leyendo la novela de Conrad. Y los subrayados de ella, que es la manera por la que Renzi puede establecer la conexión.

–Es parecido al cuento de Walsh “Las pruebas de imprenta”, ¿no?

–Claro, puse la página de la novela de Conrad para que se viera que efectivamente lo que está diciendo Renzi está en la novela de Conrad. Eso me pareció extraordinario porque es el Quijote. Unabomber tomó la ficción como modelo para hacer cosas en la realidad. Hizo lo que hizo el personaje de Conrad: se retira, se aísla y dice: “Voy a hacer atentados contra la ciencia”. La otra cosa que tomé que es real es que el FBI lo persigue durante 25 años y no lo puede encontrar; usa la mayor cantidad de dinero que se puede usar para perseguir a alguien y al final lo delata el hermano.

–El tema de la traición.

–Dostoievski, ¿no? Me pareció extraordinario que el tipo terminara en una especie de escena a la Karamazov y que todo el aparato político que lo estaba persiguiendo no lo pudiera encontrar. No lo hubieran encontrado jamás si el hermano no lo delataba.

En El camino de Ida, Renzi viaja a California para entrevistar a Thomas Munk. “Lo que más trabajo me dio fue hacerlo hablar a Unabomber –reconoce Piglia–. Yo tengo la fantasía de que todas mis novelas son distintas, pero todas van a parar a una conversación final, ahora me doy cuenta. En Respiración artificial van a hablar con Tardewski; en Blanco Nocturno va a hablar con Luca. Me gusta que la novela tenga un viaje, que todos los enigmas que puede haber en la historia que se está contando vayan a parar a una conversación en la que no se descifra nada.”

–Lo significativo de Unabomber es que es hijo de la academia norteamericana, ¿no?

–Sí. Esto desmiente la hipótesis de nuestro querido Enzensberger del terrorista como “perdedor radical”. Unabomber no era un perdedor radical. El tipo era una estrella del mundo académico que podía haber llegado adonde se le diera la gana. Estados Unidos está lleno de violencia; ellos miran la violencia de afuera y dicen: “qué violentos son todos los que nos rodean”. Un país imperialista, primero que nada, explota a su propio pueblo, para decirlo con la vieja terminología. No confundo la gran cultura norteamericana con la política del Estado norteamericano. Yo me formé con la cultura norteamericana.

–Esa admiración que siente hacia la cultura norteamericana está puesta en el personaje de Ida, que bien podría ser una militante argentina de la década del ’70.

–Como tantas argentinas extraordinarias. Yo estoy muy enojado con la mirada moralizada que se hace de las experiencias de militancia. Eran decisiones que no se tomaban por comodidad ni ventaja personal, aunque estuvieran llenas de errores políticos. Un escritor no puede dejar de ver ahí un momento muy interesante de la experiencia. La memoria se nos ha convertido –y eso es mérito de las Madres– en una recomposición de la verdad de esa situación. Y sobre todo de la verdad del elemento doloroso y atroz del terrorismo de Estado. Yo estoy defendiendo un poco la nostalgia; por eso la cita del poema de Edgar Bayley: “Es infinita esta riqueza abandonada”. Junto a la tensión entre memoria y olvido, tenemos que empezar a poner algo que llamo nostalgia, porque me gusta mucho Fitzgerald y esa idea de qué bien que estuvo aquello en aquel momento. Lo llamo nostalgia porque es una palabra que no tiene prestigio. Ver el pasado como algo que tuvo cuestiones valiosas. No solamente como aquello que debemos mantener vivo, porque hay un dolor que no podemos permitir que se olvide, que es una cosa tan legítima, ¿no?