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Gadamer, Pluralidad de las lenguas, entender al mundo (por mí se podría llamar: Verdadera tarea actual de la filosofía)

4 Nov

Entrevista a Tom Sharpe

25 Jun

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Fragmento de una entrevista realizada por Soledad Alameda a Tom Sharpe en 1991, publicada en El País

Wilt me gusta porque es alguien que hace ya algunos años que renunció a la visión romántica de la vida, que ha aprendido que hay que sobrevivir haciendo cosas que a menudo no nos gustan”. Tom Sharpe, que habla así de su personaje literario preferido, suscribiría estas palabras para sí mismo. “Wilt soy yo”, ha dicho en otro momento. Es un hombre muy alto, muy blanco, muy sonriente. Está contento de su trabajo, “con el que me gano el pan”, porque para él la literatura es eso: un trabajo que hay que realizar con sensatez, con horario y tratando de escribir aquello que el lector pide. Porque de otro modo nadie va a comprarse un libro, y si eso no se logra el escritor ha fracasado.

Es un escritor de éxito mundial, ha vendido 11 millones de dólares en libros, y ya se le considera un clásico del humor negro británico. Sharpe es un tipo que se burla en sus libros de todo bicho viviente y que se divierte mientras escribe. En sus ratos libres cultiva un jardín y fabrica su propio abono, todo muy británico. Reunión tumultuosaExhibición impúdicaUna dama en apuros y Wiltson algunos de los títulos de este maestro del humor salvaje que tiene 63 años.

—¿Sabe que está alojado en el hotel donde se hospedan habitualmente los toreros?

—Sí, claro que lo sé. Una vez me invitaron a una: corrida y, así de pronto, pensé que sería interesante conocer ese ambiente. Pero cuando llegó el día no pude asistir; creo que no me sentía en condiciones de poder soportar la náusea. Matar animales después de jugar con ellos durante una hora me parece una brutalidad.

—En este país mucha gente lo considera un arte.

—Porque han crecido con ello, se han acostumbrado. Yo he visto matar muchos cerdos y no lo encuentro nada artístico. Pero no he venido para criticar la cultura española; también la caza de zorros puede considerarse una crueldad; en todos los países hay algún deporte de sangre.

—Está en nuestro país para promocionar su obra literaria. ¿Hasta qué punto un autor que ha vendido más de seis millones de dólares necesita someterse a este ritual de dejarse ver, dejarse entrevistar?

—La cifra está equivocada, he vendido cerca de 11 millones de dólares en libros.

—Perdone, es una cantidad tremenda. Pero con más razón puede evitarse las promociones.

—No me molesta, incluso me divierte hacer entrevistas. Es cierto. Tengo una vida muy tranquila, pero venir aquí es agradable. Los periodistas de su país hacen las preguntas con interés. Y yo estoy acostumbrado a los británicos, que llegan con el magnetófono enchufado y mientras hablan contigo miran el reloj muchas veces.

—¿No se considera bien tratado por la prensa británica? ¿Piensa que no le quieren?

—Desde luego, yo no les quiero a ellos. La prensa británica está en manos de perros de presa, como Maxwell y Murdoch. Durante una época, The Times se convirtió en el órgano de las necesidades de Murdoch; todavía hoy mismo está lleno de artículos presionando al Gobierno británico para que se bajen los tipos de interés. ¿Por qué? Porque Murdoch está lleno de deudas con los bancos. Son señores que no tienen mucho interés en las noticias; lo tienen en los beneficios. Cuando me entrevistan periodistas españoles tengo la impresión de que conocen mis libros, de que les interesan. Hace poco vino a entrevistarme un equipo de televisión español. Hablamos de Suráfrica y descubrí que uno de los técnicos tenía muy buena información de lo que allí pasaba. Me sorprendió, porque un técnico de televisión británico no sabe nada más que lo referente a la técnica de su trabajo específico.

—De una manera o de otra, en todas las entrevistas usted acaba hablando de África del Sur; es uno de sus temas preferidos. ¿Cree que, abolido el apartheid, y mientras la nueva situación legal se abre camino en la vida cotidiana, las luchas tribales impedirán la normalización?

—Todos los países de África son artificiales, no existían antes del colonialismo. Esto crispa la situación, porque existen todavía las viejas disputas, las rivalidades de tribu. La única salida es una solución federal, del mismo tipo que la que hace falta en Europa. La situación en África del Sur es verdaderamente mala. Está el problema de siempre, este otro problema de las tribus, y además tenemos allí una generación, los que eran niños en 1976, en la revuelta de los escolares, y que están sin educar. Esta generación, que se ha educado en la calle, sólo conoce la violencia.

—¿De dónde procede su gran interés por Suráfrica?

—En 1864, mi abuelo, que era carpintero, emigró a Australia, donde prosperó en la construcción de Melbourne. Cuando llegó la quiebra de los bancos se trasladó a Johanesburgo, donde se vivía la fiebre del oro. Fue uno de los primeros constructores de la ciudad. Allí se conocieron mis padres y allí estuve yo hasta los seis años. Luego, como era un niño débil, enfermo, cada vez que mi madre viajaba de Londres a África del Sur me llevaba con ella. Es curioso; no es que estuviera gravemente enfermo, lo que sucedió fue que el médico de cabecera de mi familia tenía a uno de sus hijos enfermo y desatendía a la clientela. Eso agravó mi estado.

—Yo había pensado que tal vez existía alguna relación entre su estancia en África, trabajando con los más pobres, y el hecho de que su padre fuera nazi, racista. Como si se debiera a un deseo de enfrentamiento con su padre, o algo así.

—No. Mi padre había muerto ya, y más que nada fue un nazi excéntrico. Él estuvo en África del Sur como pastor cuando tenía 38 años, después de la muerte de su primera mujer, y en ese tiempo incluso asistía a una escuela que impartía las enseñanzas de Gandhi. Luego sus ideas se fueron transformando de una determinada manera, algo rara. Por ejemplo, nunca llegó a conocer el holocausto de judíos de la II Guerra Mundial. Porque después de la primera jamás leyó los periódicos. Sus ideas, de un cierto socialismo, fueron un poco distorsionadas por los sucesos que veía. La revolución rusa, por ejemplo, le dejó sin salida. ¿Qué hacer? El tenía unas ideas platónicas, románticas.

—¿Llegó al nazismo por oposición a la revolución rusa?

—Durante la I Guerra Mundial volvió de Canadá a Inglaterra, donde trabajó en una fábrica de armamento. Había leído a Nietzsche y además confiaba en la propaganda de los servicios británicos, que mentían constantemente. Decían, por ejemplo, que los alemanes fundían la carne de las monjas para convertirla en velas. La gran ironía es que esa mentira se convirtió en realidad en la II Guerra. Mi padre, que primero se creyó que las monjas se convertían en velas y luego vio que era completamente falso, cuando le dijeron que volvía a suceder no lo creyó; y esa vez era cierto. Esto aumentó su decepción. Él creía en el siglo XIX, aquél había sido un siglo de progreso; pero la I Guerra y luego la revolución rusa derrumbaron por los suelos los ideales de su generación.

—¿Cree que ha buscado usted el modo de justificar a su padre?

—Él no era pacifista, pero no deseaba una II Guerra Mundial. Y además, como todo el que había leído Mein Kampf interpretó que Hitler indicaba en su obra una clara intención de atacar a Rusia, y con eso mi padre estaba totalmente de acuerdo porque creía que los verdaderos enemigos eran los bolcheviques.

—He leído en alguna parte que usted a los 15 años quería ser de las SS.

—Sí, es cierto; y también sabía disparar porque mi padre me regaló una pistola. Pero cuando tenía 17 años salieron unos documentales sobre el hallazgo de los aliados en algunos campos de concentración. Para mí supuso un verdadero choque. Tenía pesadillas todas las noches, veía aquellas imágenes, me dominaban; duró un tiempo y creo sinceramente que nunca he logrado librarme del todo de aquello. No quiero ponerle demasiado énfasis, porque va a parecer que ha condicionado toda mi vida, pero realmente el efecto fue tan total que convulsionó mi pensamiento. Me parece que la mejor manera de explicar su enormidad es que lo compare con la impresión que puede sufrir un cristiano que en un momento descubre, más allá de cualquier sombra de duda, que el mismísimo Cristo es el diablo. Así de tremendo fue mi choque. Me siento muy orgulloso de haber sobrevivido a aquella crisis.

—Acabó escribiendo un libro, El bastardo recalcitrante, inspirado en su propio padre. He leído que antes de escribirlo usted comentaba que no debía ser humorístico, pero al final sí lo ha sido.

—El punto de partida no era mi padre; era un héroe suyo. Pero cuando avancé un poco, mi propio padre se apoderó de la historia, fue echando a su héroe y colocándose en su lugar. Y es humorístico, una vez más, porque ésa es la manera que tengo de escribir, la manera que me ha elegido. Yo hubiera escogido una literatura llena de simbolismo, de significados trascendentes, pero uno no elige estas cosas.

—El humor elige a Sharpe. ¿Se considera usted un típico escritor de humor británico?

—Hay un contraste entre el estilo y el contenido. De eso se trata, eso explica en parte el humor de la situación. Sucede sobre todo en las primeras novelas, donde empleaba un estilo más bien británico, pero chapado a la antigua. Es decir, para explicar las cosas más sencillas empleaba un estilo muy ornamental.

—Alguien que conoce bien su obra me decía que sus novelas tienen la estructura de una obra teatral: con planteamiento, nudo y desenlace.

—Es una forma tradicional de escribir. En ese sentido no reclamo ninguna originalidad. Pero, en cambio, creo que es un estilo que funciona, que hace más fácil mantener la atención del lector.

—¿No le da importancia a la técnica literaria?

—Ya es bastante difícil escribir sin meterse en esos asuntos que usted cita. Muchas veces mis propios libros me preocupan, me extrañan, me sorprenden. Creo que el hecho de crear es de por sí bastante difícil como para meterme en complicaciones añadidas. Si quieres ganarte la vida escribiendo, tienes que ser serio. Ningún autor tiene ganado el derecho a ser leído por haber escrito un libro. Yo me gano el pan porque me leen, y tengo que escribir para que me lean. El mundo en general no le debe nada a nadie, a no ser que uno sea minusválido.

 

D`Hondt, el idealismo y el sistema hegeliano

7 Jun

 

En última instancia, la filosofía de Hegel es un monismo. Recusa explícitamente, e incluso de manera agria, el dualismo. Sólo hay una substancia y es el Espíritu. Las «cosas», la naturaleza, los seres finitos no son más que instancias subordinadas, relativas y efímeras, que se dibujan provisionalmente en él. Las leyes del espíritu, dialécticas, son, pues, las leyes de toda realidad.

 

LA IDEA, CONCRETO ÚLTIMO

Hegel sitúa, él mismo, su filosofía en la tradición idealista, asimilando hábilmente a ella o recuperando en su provecho todo cuanto en la historia del pensamiento ha parecido separarse o contradecirse con él: materialismo, «realismo», empirismo, «naturalismo», etc. Todo cuanto ha podido creer que escapaba ilusoriamente al idealismo se reencuentra felizmente después de haber recorrido etapas que sólo en apariencia son heterogéneas. Hegel tiene la ambición de ser el idealista supremo. Una de sus singularidades, considerada por él como una culminación, consiste en no reducir ese idealismo a los datos de la conciencia individual, sino en hacer participar a éste de de una realidad espiritual independiente de ella y superior a ella: la Idea. Así Hegel piensa que funda una especie de idealismo objetivo, dispensado de los reproches que abruman al subjetivismo, el solipsismo, el individualismo exclusivo…

La idea es lo concreto último, aquello hacia lo que todo tiende, en que todo se parece y se unifica y que, al término de un proceso lógicamente inmanente, objetivado en la religión, en el arte, en la historia, toma totalmente conciencia de sí misma. Los adversarios de este idealismo no dejan de observar que, de hecho, y como bien muestra, aunque algo a pesar suyo, la FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU, – admirable obra, hazaña barroca inimitable –, sigue siendo el atributo de la conciencia y, todavía peor, de la conciencia del individuo Hegel y en su siglo y en su país.

Hegel no deja de asumir las consecuencias, incluso las más sorprendentes para el profano, de esa elección teórica fundamental, e incluso pese a comentarios circunstanciales, que manifiestan de manera bastante clara la línea directriz de la doctrina y su agotamiento necesario en la idealidad del mudo. Tal cosa sorprende al lector cuando se presenta por ella misma, separada del complejo sistema en que se encuadra, que le sostiene y que pretende probarla: «de alguna manera la objetividad es tan solo una envoltura en que se esconde el concepto (…) La Idea en su proceso se crea a sí misma esta ilusión (…) Es en esta ilusión donde nosotros vivimos y al mismo tiempo ella es tan solo el factor actuante en que reposa todo el interés del mundo.» O incluso: «el idealismo de la filosofía no consiste más que en eso: no reconocer lo finito como ser verdadero.»

 

EL SISTEMA HEGELIANO

Si todo cuento es finito es una diferenciación interna y relativa de la Idea absoluta, y si tal diferenciación se efectúa por derivación dialéctica, el resultado o lo producido no puede más que ser una especie de organismo espiritual, activo en su identidad. El filósofo no sabe expresarlo más que discursivamente y de manera abstracta, en una forma fija, inmóvil y articulada: una especie de exposición espacial de lo que es conceptual, es decir, un sistema. Hegel concibió muy pronto este sistema, con sus tres grandes partes: la lógica, la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu. Se obligó a amueblar cada vez más suntuosamente esos tres lugares, conectados positiva y negativamente.

Ello no autoriza a olvidar o a pasar por alto el funcionamiento del organismo entero, ni el impulso dialéctico que lo anima. El organismo y el sistema, la vida y el esqueleto, la dialéctica y los párrafos: ¡el arte consiste en mantenerlo todo conjuntamente! Pero el arte es difícil y la crítica aquí se amotina con facilidad. Una especie de conflicto interno germina y madura, al principio silenciosamente, entre la fiebre de la dialéctica y la parálisis del sistema, y este conflicto despierta, por contagio, todas las contradicciones que se imaginaban definitivamente superadas: real e ideal, monismo y dualismo, progresismo y conservadurismo, paz y violencia… Incluso los más fieles discípulos, como Edouard Gans o Bruno Bauer, se dieron cuenta de ese desasosiego y diagnosticaron esa fisura de la doctrina que otros –Marx especialmente ampliarán cual llaga abierta. La unidad, la identidad, la cohesión del sistema hegeliano explotarán a su vez. Pero, ¿podía Hegel dispensarse de elaborar un sistema?

Enraizado teóricamente en su idealismo absoluto, irrigado por una dialéctica mal contenida, vigilado por un espíritu de rigor y de objetividad, el sistema se expandió finalmente en frondosidades lujuriosas. Hegel constantemente desarrolla y depura las consecuencias particulares de su estructuración metódica del todo. Así se amplifican doctrinas derivadas, hasta el punto de representar en sí mismas, si se las arranca del tronco común, entidades relativamente independientes, instructivas y esclarecedoras, cada cual en su ámbito: el sistema es un «círculo de círculos».

En esta perspectiva se puede leer y estudiar por sí mismos los PRINCIPIOS DEL DERECHO NATURAL Y DEL ESTADO (1821), resumen en que el autor intenta fundar especulativamente el orden social y cultural establecido, desviándolo hacia el liberalismo económico, político e intelectual.

Pese a tratar cuestiones clásicas de de derecho y de política de una manera en apariencia bastante conformista (la propiedad, el contrato, la delincuencia, la moralidad, la familia, el Estado, la economía), pero con destellos reformistas e incluso revolucionarios y alumbrando un mensaje de tolerancia (especialmente en relación a los judíos de Prusia), de constitucionalismo (criticando ásperamente las apologías reaccionarias de la Restauración y de la monarquía absoluta), y del relativismo (insertando todas estas consideraciones en la historia mundial, a la cual consagra un capítulo, inhabitual en este tipo de obras, y por eso mismo ya significativo).

 

[Fragmentos]– Encyclopaedia Universalis, 2008. Trad. R.A.

 

Allouch, la otra muerte de Dios

6 Jun
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El psicoanalista Jean Allouch advierte que “el camino que indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal)”; y, en la disyuntiva entre la Historia y la Versión, concluye en un “elogio de lo diverso”.

En 1975, al conversar con estudiantes de Yale University, Lacan les dice que “quizás el análisis sea capaz de constituir un ateo viable, es decir, alguien que no se contradiga a cada rato”. Gershom Scholem, en su gran obra sobre la mística judía, cuenta una anécdota ingeniosa: cuando el Baal Shem Tov tenía una tarea difícil que cumplir, se dirigía a un determinado sitio en el bosque, encendía un fuego y se sumía en una plegaria silenciosa; y lo que tenía que hacer se realizaba. Una generación después, cuando el Maggid de Meseritz se vio frente a la misma tarea, se dirigió al mismo sitio en el bosque y dijo: “No sabemos encender el fuego, pero aún sabemos decir la plegaria”; y lo que tenía que hacer se realizó. Una generación más tarde, Rabbi Moshe Leib de Sassov tuvo que cumplir la misma tarea. El también fue al bosque y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no conocemos los misterios de la plegaria, pero todavía conocemos el sitio preciso en el bosque donde eso pasaba, y debe ser suficiente”; y lo fue. Pero cuando pasó otra generación y Rabbi Israël de Rishin debió hacer frente a la misma tarea, se quedó en su casa, sentado en su sillón, y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no sabemos decir las plegarias, tampoco conocemos ya el sitio en el bosque, pero todavía sabemos contar la historia”; y la historia que contó tuvo el mismo efecto que las prácticas de sus predecesores. (Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística judía, Madrid, Siruela, 2012).

Dios no habrá muerto efectivamente sino cuando se haya podido dejar que se pierda con él, por haberlo depositado en su tumba, lo que he llamado un trozo de sí (J. Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, Buenos Aires, Ediciones Literales/El cuenco de plata, 2006). ¿Cuál en este caso? Nada menos que la historia, o bien lo que Jean-François Lyotard (La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1989) denominó “gran Relato”.

Tratándose de grandes Relatos, la cuestión de alguna manera está resuelta. Lyotard distingue dos grandes Relatos que, según demuestra, ya no tienen validez; una falla que define lo que denominó “post-modernidad”. Una doble catástrofe ha tenido lugar. El gran Relato del saber científico, denotativo, ya no es legitimado por una narratividad que en adelante rechaza considerándola precientífica, mientras que el discurso narrativo, impulsado desde la Ilustración por el gran Relato de la emancipación y también como supuesta instancia de legitimación del saber científico, ya no se sostiene más, porque ya no podemos admitir que de un enunciado descriptivo (científico) se deduzca necesariamente un enunciado prescriptivo (la emancipación).

Por cierto, se le objetó a Lyotard que afirmar el fin de los grandes Relatos constituye a su vez un gran Relato. El punto de duelo que indico (ofrecerle la historia al Dios muerto) no es pasible de esa objeción, porque no se trata del orden de la constatación sino del acto. Dios no habrá muerto de una vez por todas, el camino que con mil precauciones indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces, en el nivel que sea, de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal, etcétera). Pero no es algo solamente pensable, sino posible. Por otra parte, da cuenta de ello una amplia vertiente del arte del siglo XX con su triple paso al costado con respecto a la melodía (música), a la figuración (pintura), al relato (literatura). También es lo que realiza el analizante al final del recorrido analítico: ahí se encuentra despojado de toda veleidad, de toda preocupación por construirse una historia, es decir, por constituirse como historia, porque eso sencillamente ya no le interesa, ya no importa. Mientras que –lógicamente– ese mismo movimiento lo despoja también de una regulación subjetiva sobre lo que sería su futuro. “Desear –escribí en otro lugar– es estar sin futuro”, mientras que en el mismo momento y a miles de kilómetros de París, Lee Edelman, uno de los fundadores del movimiento queer, escribía una obra titulada No future.

Semejante abandono que arrastra los éxtasis o “ek-stasis” (Heidegger) del pasado y del futuro y que invita así a atenerse al presente, vale decir a aquello en lo cual “el hombre no comprende nada” (según una preciosa indicación de Erri De Luca), requiere tres observaciones. Primera y breve observación: en el presente se juega la existencia de Dios. San Agustín define el pasado como “aquello que recuerdo”, el futuro como “lo que espero” y el presente como “aquello a lo que atiendo”, como el lugar donde se está. Pero sólo Dios está, El es aun en la eternidad. En el converso, el presente se volatiliza en el gesto con el cual se remite a Dios, pero no deja de ser el lugar virtual donde se juega la existencia de Dios.

Segunda observación, el abandono del pasado y del futuro se halla en exacta oposición a lo que Lacan proponía en 1953 como definición del inconsciente: “El inconsciente es ese capítulo de mi historia que está signado por un blanco u ocupado por una mentira: es el capítulo censurado. Pero la verdad puede ser recobrada; la mayoría de las veces ya está escrita en otra parte”. Creeríamos que escuchamos a Merleau-Ponty, en Les aventures de la dialectique, hablando de la historia como de “ese objeto extraño que somos nosotros mismos”. Pero nada es menos cierto. Una historia que no tuviese blancos no sería simplemente un simulacro sino un delirio paranoico. No obstante, Lacan tuvo variaciones en cuanto al inconsciente, y al rebautizarlo unebévue (literalmente “metida de pata; equivocación”, aunque por su sonido se asemeja al término original alemán de Freud para “inconsciente”), como hiciera tardíamente, anticipaba el abandono de la historia.

Ninguna historia podrá nunca darle un sentido convergente, y menos todavía único, a lo que se presenta fenomenológicamente como una equivocación (bévue), luego otra equivocación, luego otra equivocación, sin que cada una sea una cuestión de sentido sino de significante. Lejos de cualquier unificación por el sentido, lo que ahora prevalece es la diversidad.

No será inútil aportar dos precisiones que se refieren ambas a la temporalidad característica del abandono de la historia. Primera indicación: dicho abandono no se dio en una inmediatez; muy por el contrario, es una conquista. Lo vemos, así como en Lacan, en Pier Paolo Pasolini cuando habla de su filme Salò: “Salò entonces no es solamente una película sobre la anarquía del poder, sino también una película sobre la inexistencia de la historia. En este sentido, estoy en desacuerdo con la ideología de izquierda que afirma siempre el deber de estar en la historia. También creí eso en los años 1950, pero es una ilusión. En realidad, todo me parece claro de ahí en más: lo que llamamos historia es una atroz bufonería o un maravilloso espectáculo, en todo caso no una cosa seria”.

Que conste. Sin embargo, dicho pasaje de una creencia a un abandono no condena como tal toda tentativa histórica, la vocación de hacer historia, inclusive “científicamente”. No se trata de decirle a cualquiera que se extravía al intentar considerar su vida como historia, al hacer, decir, escribir su historia. Especialmente en análisis, dichos momentos de “construcción” pueden ser decisivos, lo que no implica que, como advierte Pasolini, uno se aferre a eso.

No obstante, por más científica que sea, la historia está bajo sospecha, y una broma de Winston Churchill (célebre, como Lacan, por sus ocurrencias) lo expresa a la perfección: “La historia me será indulgente –escribió en sus Memorias de guerra– porque tengo la intención de escribirla”. Hay algo como trucado, viciado, en toda tentativa histórica, necesariamente favorable a quien la escribe. La historia, según se ha dicho y repetido, siempre es la de los vencedores. El poeta palestino Mahmoud Darwich le dirá a Jean-Luc Godard en 2004: “Troya no escribió su historia”. Churchill, por su parte, escribió la historia de dos maneras a la vez diferentes y convergentes: 1) tomando determinadas decisiones en tanto que hombre de poder; 2) escribiendo la historia a título de testigo. Su ocurrencia condensa ambos aspectos. Y esa condensación, en Lacan, posee un nombre: histeria.

“Versión” es un concepto portador de una irreductible diversidad, al cual se opone la historia en la medida en que continúe aspirando a ser un gran Relato. El gran Relato cada vez no es más que uno, y pretende ser Verdad. Un gran Relato es una versión en la que uno se detiene, a la que uno se aferra, un punto de estasis.

Lo cual desemboca en la tercera observación que anunciamos, el elogio de lo diverso, ya que el acento puesto en la diversidad es inestimable en muchos aspectos, especialmente en cuanto al ejercicio analítico por parte del psicoanalista.

* Texto extractado de Prisioneros del gran Otro. La injerencia divina I, que distribuye en estos días la editorial El cuenco de plata.

Heidegger, Gelassenheit (Serenidad)

3 Jun

 

meditacion

 

La primera palabra que me permito decir públicamente en mi ciudad natal sólo puede ser una palabra de agradecimiento.

Agradezco a mi país natal todo lo que me ha dado en un largo camino. He intentado exponer en qué consisten estas dotes en unas pocas páginas que aparecieron por vez primera bajo el título de El camino de campo en el año 1949 para conmemorar el centenario de la muerte de Conradin Kreutzer. Agradezco al Señor Alcalde Schühle su cálida salutación. Y agradezco además particularmente la agradable tarea de pronunciar una alocución conmemorativa con ocasión de la celebración de hoy.

¡Distinguidos invitados!

¡Queridos paisanos!

Estamos reunidos para conmemorar a nuestro paisano, el compositor Conradin Kreutzer. Cuando queremos celebrar a uno de estos hombres que ha sido llamado para crear obras, debemos en primer lugar rendir a la obra el homenaje debido. En el caso de un músico esto sucede cuando llevamos a resonar las obras de su arte.

Desde la obra de Conradin Kreutzer suenan hoy el canto y el coro, la ópera y la música de cámara. En estos sonidos está presente el artista mismo, pues la presencia del maestro en la obra es la única auténtica. Cuanto más grande el maestro tanto más puramente desaparece su persona detrás de la obra.

Los músicos y los cantantes que participan en la celebración de hoy garantizan que la obra de Conradin Kreutzer resuene para nosotros en este día.

¿Pero es la celebración ya por ello una celebración conmemorativa (Gedenkfeier)? Una celebración conmemorativa exige que pensemos (denken). Con todo, ¿qué pensar y qué decir en una celebración conmemorativa dedicada a un compositor? ¿No se caracteriza la música por el hecho de que «habla» ya por la mera sonancia de sus sonidos de modo que no precisa del habla común, del habla de la palabra? Así se dice. Pese a todo, la pregunta persiste: ¿es la celebración con música y canto ya por esto una celebración conmemorativa, una celebración donde pensamos? Presumiblemente no lo es. Por eso los organizadores han incluido una «alocución conmemorativa» en el programa. Debe ayudarnos a pensar especialmente en el compositor homenajeado y en su obra. Esta conmemoración se hace viva desde el momento en que recordamos nuevamente la vida de Conradin Kreutzer y enumeramos y describimos sus obras. Por obra de esta narración podemos hacer la experiencia de bien de cosas, unas, felices y tristes, otras, instructivas y dignas de imitación. Pero en el fondo, con semejantes palabras sólo nos dejamos entretener. No es en absoluto necesario pensar cuando las escuchamos, esto es, meditar acerca de algo que a cada uno de nosotros nos concierne directamente y en cada momento en su esencia. Por esto, incluso una alocución conmemorativa no asegura todavía que una celebración conmemorativa sea, para nosotros, una ocasión de pensar.

No nos hagamos ilusiones. Todos nosotros, incluso aquellos que, por así decirlo, son profesionales del pensar, todos somos, con mucha frecuencia, pobres de pensamiento (gedankenarm); estamos todos con demasiada facilidad faltos de pensamiento (gedankenlos). La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale de todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así, un acto público sigue a otro. Las celebraciones conmemorativas son cada vez más pobres de pensamiento. Celebración conmemorativa (Gedenkfeiery falta de pensamiento (Gedankenlosigkeitse encuentran y concuerdan perfectamente.

Sin embargo, cuando somos faltos de pensamiento no renunciamos a nuestra capacidad de pensar. La usamos incluso necesariamente, aunque de manera extraña, de modo que en la falta de pensamiento dejamos yerma nuestra capacidad de pensar. Con todo, sólo puede ser yermo aquello que en sí es base para el crecimiento, como, por ejemplo, un campo. Una autopista, en la que no crece nada, tampoco puede ser nunca un campo yermo. Del mismo modo que solamente podemos llegar a ser sordos porque somos oyentes y del mismo modo que únicamente llegamos a ser viejos porque éramos jóvenes, por eso mismo también únicamente podemos llegar a ser pobres e incluso faltos de pensamiento porque el hombre, en el fondo de su esencia, posee la capacidad de pensar, «espíritu y entendimiento», y que está destinado y determinado a pensar. Solamente aquello que poseemos con conocimiento o sin él podemos también perderlo o, como se dice, desembarazarnos de ello.

La creciente falta de pensamiento reside así en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida ante el pensarEsta huida ante el pensar es la razón de la falta de pensamiento. Esta huida ante el pensar va a la par del hecho de que el hombre no la quiere ver ni admitir. El hombre de hoy negará incluso rotundamente esta huida ante el pensar. Afirmará lo contrario. Dirá – y esto con todo derecho – que nunca en ningún momento se han realizado planes tan vastos, estudios tan variados, investigaciones tan apasionadas como hoy en día. Ciertamente. Este esfuerzo de sagacidad y deliberación tiene su utilidad, y grande. Un pensar de este tipo es imprescindible. Pero también sigue siendo cierto que éste es un pensar de tipo peculiar.

Su peculiaridad consiste en que cuando planificamos, investigamos, organizamos una empresa, contamos ya siempre con circunstancias dadas. Las tomamos en cuenta con la calculada intención de unas finalidades determinadas. Contamos de antemano con determinados resultados. Este cálculo caracteriza a todo pensar planificador e investigador. Semejante pensar sigue siendo cálculo aun cuando no opere con números ni ponga en movimiento máquinas de sumar ni calculadoras electrónicas. El pensamiento que cuenta, calcula; calcula posibilidades continuamente nuevas, con perspectivas cada vez más ricas y a la vez más económicas. El pensamiento calculador corre de una suerte a la siguiente, sin detenerse nunca ni pararse a meditar. El pensar calculador no es un pensar meditativo; no es un pensar que piense en pos del sentido que impera en todo cuanto es.

Hay así dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su manera, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa.

Es a esta última a la que nos referimos cuando decimos que el hombre de hoy huye ante el pensar. De todos modos, se replica, la mera reflexión no se percata de que está en las nubes, por encima de la realidad. Pierde pie. No tiene utilidad para acometer los asuntos corrientes. No aporta beneficio a las realizaciones de orden práctico.

Y, se añade finalmente, la mera reflexión, la meditación perseverante, es demasiado «elevada» para el entendimiento común. De esta evasiva sólo es cierto que el pensar meditativo se da tan poco espontáneamente como el pensar calculador. El pensar meditativo exige a veces un esfuerzo superior. Exige un largo entrenamiento. Requiere cuidados aún más delicados que cualquier otro oficio auténtico. Pero también, como el campesino, debe saber esperar a que brote la semilla y llegue a madurar.

Por otra parte, cada uno de nosotros puede, a su modo y dentro de sus límites, seguir los caminos de la reflexión. ¿Por qué? Porque el hombre es el ser pensante, esto es, meditanteAsí que no necesitamos de ningún modo una reflexión «elevada». Es suficiente que nos demoremos junto a lo próximo y que meditemos acerca de lo más próximo: acerca de lo que concierne a cada uno de nosotros aquí y ahora; aquí: en este rincón de la tierra natal; ahora: en la hora presente del acontecer mundial.

En el caso de que nos hallemos dispuestos a meditar, ¿qué es lo que nos sugiere esta celebración? Observaremos entonces que en este caso ha florecido una obra de arte de la tierra natal. Si reflexionamos sobre este simple hecho, pararemos mientes de inmediato en el hecho de que la tierra suaba ha dado a luz grandes poetas y pensadores durante el siglo pasado y el anterior. Pensándolo bien, se ve enseguida que la Alemania Central también ha sido en este sentido una tierra fértil, lo mismo que la Prusia Oriental, Silesia y Bohemia.

Nos tornamos pensativos y preguntamos: ¿no depende el florecimiento de una obra cabal del arraigo a un suelo natal? Johann Peter Hebel escribió una vez: «Somos plantas – nos guste o no admitirlo – que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.» (Obras, ed. Altwegg, III, 314).

El poeta quiere decir: para que florezca verdaderamente alegre y saludable la obra humana, el hombre debe poderse elevar desde la profundidad de la tierra natal al éter. Éter significa aquí: el aire libre del cielo alto, la abierta región del espíritu.

Nos volvemos aún más pensativos y preguntamos: ¿qué hay, hoy en día, de esto que dice Johann Peter Hebel? ¿Se da todavía ese apacible habitar del hombre entre cielo y tierra? ¿Aún prevalece el espíritu meditativo en el país? ¿Hay todavía tierra natal de fecundas raíces sobre cuyo suelo pueda el hombre asentarse y tener así arraigo?

Muchos alemanes han perdido su tierra natal, tuvieron que abandonar sus pueblos y ciudades, expulsados del suelo natal. Otros muchos, cuya tierra natal les fue salvada, emigraron sin embargo y fueron atrapados en el ajetreo de las grandes ciudades, obligados a establecerse en el desierto de los barrios industriales. Se volvieron extraños a la vieja tierra natal. ¿Y los que permanecieron en ella? En muchos aspectos están aún más desarraigados que los exiliados. Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. En todas partes están a mano las revistas ilustradas. Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre – todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío; más próximo que el cielo sobre la tierra; más próximo que el paso, hora tras hora, del día a la noche; más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido.

Nos tornamos más pensativos y preguntamos: ¿qué sucede aquí, lo mismo entre los que fueron expulsados de su tierra natal que entre los que permanecieron en ella? Respuesta: el arraigo del hombre de hoy está amenazado en su ser más íntimo. Aún más: la pérdida de arraigo no viene simplemente causada por las circunstancias externas y el destino, ni tampoco reside sólo en la negligencia y la superficialidad del modo de vida de los hombres. La pérdida de arraigo procede del espíritu de la época en la que a todos nos ha tocado nacer.

Nos volvemos aún más pensativos y preguntamos: ¿Si esto es así, puede el hombre, puede en el futuro una obra humana todavía prosperar desde una fértil tierra natal y elevarse al éter, esto es, a la amplitud del cielo y del espíritu? ¿O es que todo irá a parar a la tenaza de la planificación y computación, de la organización y de la empresa automatizada?

Si intentamos meditar lo que la celebración de hoy nos sugiere, observaremos que nuestra época se ve amenazada por la pérdida de arraigo. Y preguntamos: ¿qué acontece propiamente en esta época?, ¿qué es lo que la caracteriza?

La época que ahora comienza se denomina últimamente la era atómica. Su característica más llamativa es la bomba atómica. Pero este signo es bien superficial, pues enseguida se ha caído en la cuenta de que la energía atómica podía ser también provechosa para fines pacíficos. Por eso, hoy la física atómica y sus técnicos están en todas partes haciendo efectivo el aprovechamiento pacífico de la energía atómica mediante planificaciones de amplio alcance. Los grandes consorcios industriales de los países influyentes, a su cabeza Inglaterra, han calculado ya que la energía atómica puede llegar a ser un negocio gigantesco. Se mira al negocio atómico como la nueva felicidad. La ciencia atómica no se mantiene al margen. Proclama públicamente esta felicidad. Así, en el mes de julio de este año, dieciocho titulares del premio Nobel reunidos en la isla de Mainau han declarado literalmente en un manifiesto: «La ciencia – o sea, aquí, la ciencia natural moderna – es un camino que conduce a una vida humana más feliz.»

¿Qué hay de esta afirmación? ¿Nace de una meditación? ¿Piensa alguna vez en pos del sentido de la era atómica? No. En el caso de que nos dejemos satisfacer por la citada afirmación respecto a la ciencia, permaneceremos todo lo posiblemente alejados de una meditación acerca de la época presente. ¿Por qué? Porque olvidamos reflexionar. Porque olvidamos preguntar: ¿A qué se debe que la técnica científica haya podido descubrir y poner en libertad nuevas energías naturales?

Se debe a que, desde hace algunos siglos, tiene lugar una revolución en todas las representaciones cardinales (massgebenden Vorstellungen). Al hombre se le traslada así a otra realidad. Esta revolución radical de nuestro modo de ver el mundo se lleva a cabo en la filosofía moderna. De ahí nace una posición totalmente nueva del hombre en el mundo y respecto al mundo. Ahora el mundo aparece como un objeto al que el pensamiento calculador dirige sus ataques y a los que ya nada debe poder resistir. La naturaleza se convierte así en una única estación gigantesca de gasolina, en fuente de energía para la técnica y la industria modernas. Esta relación fundamentalmente técnica del hombre para con el mundo como totalidad se desarrolló primeramente en el siglo XVII, y además en Europa y sólo en ella. Permaneció durante mucho tiempo desconocida para las demás partes de la tierra. Fue del todo extraña a las anteriores épocas y destinos de los pueblos.

El poder oculto en la técnica moderna determina la relación del hombre con lo que es. Este poder domina la Tierra entera. E1 hombre comienza ya a alejarse de ella para penetrar en el espacio cósmico. En apenas dos decenios se han conocido tan gigantescas fuentes atómicas, que en un futuro previsible la demanda mundial de energía de cualquier clase quedará cubierta para siempre. El suministro inmediato de las nuevas energías ya no dependerá de determinados países o continentes, como es el caso del carbón, del petróleo y la madera de los bosques. En un tiempo previsible se podrán construir centrales nucleares en cada lugar de la tierra.

Así, la pregunta fundamental de la ciencia y de la técnica contemporáneas no reza ya: ¿de dónde se obtendrán las cantidades suficientes de carburante y combustible? La pregunta decisiva es ahora: ¿de qué modo podremos dominar y dirigir las inimaginables magnitudes de energía atómica y asegurarle así a la humanidad que estas energías gigantescas no vayan de pronto – aun sin acciones guerreras – a explotar en algún lugar y aniquilarlo todo?

Si se logra el dominio sobre la energía atómica, y se logrará, comenzará entonces un desarrollo enteramente nuevo del mundo técnico. Lo que hoy conocemos como técnica cinematográfica y televisiva; como técnica del tráfico, espe­cialmente la técnica aérea; como técnica de noticias; como técnica médica; como técnica de medios de nutrición, re­presenta, presumiblemente, tan sólo un tosco estado inicial. Nadie puede prever las radicales transformaciones que se avecinan. Pero el desarrollo de la técnica se efectuará cada vez con mayor velocidad y no podrá ser detenido en parte alguna. En todas las regiones de la existencia el hombre esta­rá cada vez más estrechamente cercado por las fuerzas de los aparatos técnicos y de los autómatas. Los poderes que en todas partes y a todas horas retan, encadenan, arrastran y acosan al hombre bajo alguna forma de utillaje o instala­ción técnica, estos poderes hace ya tiempo que han desbor­dado la voluntad y capacidad de decisión humana porque no han sido hechos por el hombre.

Pero también es característico del nuevo modo en que se da el mundo técnico el hecho de que sus logros sean cono­cidos y públicamente admirados por el camino más rápido. Así, hoy todo el mundo puede leer lo que se dice sobre el mundo técnico en cualquier revista llevada con competen­cia, o puede oírlo por la radio. Pero… una cosa es haber oído o leído algo, esto es, tener meramente noticia de ello y otra cosa es reconocer lo oído o lo leído, es decir, pararse a pensarlo.

En el verano de este año de 1955 volvió a tener lugar de nuevo en Lindau el encuentro internacional de los pre­mios Nobel. En esta ocasión, el químico norteamericano Stanley dijo lo siguiente: «Se acerca la hora en que la vida estará puesta en manos del químico, que podrá descompo­ner o construir, o bien modificar la sustancia vital a su arbitrio.» Se toma nota de semejante declaración. Se admira incluso la audacia de la investigación científica y no se piensa nada al respecto. Nadie se para a pensar en el hecho de que aquí se está preparando, con los medios de la técnica, una agresión contra la vida y la esencia del ser humano, una agre­sión comparada con la cual bien poco significa la explosión de la bomba de hidrógeno. Porque precisamente cuando las bombas de hidrógeno no exploten y la vida humana sobre la Tierra esté salvaguardada será cuando, junto con la era atómica, se suscitará una inquietante transformación del mundo.

Lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal; que aún no logremos enfrentar meditati­vamente lo que propiamente se avecina en esta época.

Ningún individuo, ningún grupo humano ni comisión, aunque sea de eminentes hombres de estado, investiga­dores y técnicos, ninguna conferencia de directivos de la economía y la industria pueden ni frenar ni encauzar si­quiera el proceso histórico de la era atómica. Ninguna organización exclusivamente humana es capaz de hacerse con el dominio sobre la época.

Así, el hombre de la era atómica se vería librado, tan indefenso como desconcertado, a la irresistible prepotencia de la técnica. Y efectivamente lo estaría si el hombre de hoy desistiera de poner en juego, un juego decisivo, el pensar meditativo frente al pensar meramente calculador. Pero, una vez despierto, el pensar meditativo debe obrar sin tregua, aun en las ocasiones más insignificantes; por tanto, también aquí y ahora, y precisamente con ocasión de esta celebra­ción conmemorativa. Ella nos da que pensar algo particularmente amenazado en la era atómica: el arraigo de las obras humanas.

Por eso preguntamos ahora: Si incluso el viejo arraigo se está perdiendo, ¿no podrán serle obsequiado al hombre un nuevo suelo y fundamento a partir de los que su ser y todas sus obras puedan florecer de un modo nuevo, incluso dentro de la era atómica?

¿Cuáles serían el suelo y el fundamento para un arraigo venidero? Lo que buscamos con esta pregunta tal vez se halla muy próximo; tan próximo que lo más fácil es no advertirlo. Porque para nosotros, los hombres, el camino a lo próximo es siempre el más lejano y por ello el más arduo. Este camino es el camino de la reflexión. El pensamiento meditativo requiere de nosotros que no nos quedemos atrapados unilateralmente en una representación, que no sigamos corriendo por una vía única en una sola dirección. El pensamiento meditativo requiere de nosotros que nos comprometamos en algo (einlassenque, a primera vista, no parece que de suyo nos afecte.

Hagamos la prueba. Para todos nosotros, las instalaciones, aparatos y máquinas del mundo técnico son hoy indispensables, para unos en mayor y para otros en menor medida. Sería necio arremeter ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a su constante perfeccionamiento. Sin darnos cuenta, sin embargo, nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos.

Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos (loslassende ellos. Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia.

Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior. Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheitpara con las cosas.

Con esta actitud dejamos de ver las cosas tan sólo desde una perspectiva técnica. Ahora empezamos a ver claro y a notar que la fabricación y utilización de máquinas requiere de nosotros otra relación con las cosas que, de todos modos, no está desprovista de sentido (sinnlos). Así, por ejemplo, la agricultura y la agronomía se convierten en industria alimenticia motorizada. Es cierto que aquí – así como en otros ámbitos – se opera un profundo viraje en la relación del hombre con la naturaleza y el mundo. Pero el sentido que impera en este viraje es cosa que permanece oscura.

Rige así en todos los procesos técnicos un sentido que reclama para sí el obrar y la abstención humanas (Tun und Lassen), un sentido no inventado ni hecho primeramente por el hombre. No sabemos qué significación atribuir al incremento inquietante del dominio de la técnica atómica. El sentido del mundo técnico se ocultaAhora bien, si atendemos, continuamente y en lo propio, al hecho de que por todas partes nos alcanza un sentido oculto del mundo técnico, nos hallaremos al punto en el ámbito de lo que se nos oculta y que, además, se oculta en la medida en que viene precisamente a nuestro encuentro. Lo que así se muestra y al mismo tiempo se retira es el rasgo fundamental de lo que denominamos misterio. Denomino la actitud por la que nos mantenemos abiertos al sentido oculto del mundo técnico la apertura al misterio.

La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra. Nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy distinto. Nos prometen un nuevo suelo y fundamento sobre los que mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza.

La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio nos abren la perspectiva hacia un nuevo arraigo. Algún día, éste podría incluso llegar a ser apropiado para hacer revivir, en figura mudada, el antiguo arraigo que tan rápidamente se desvanece.

De momento, sin embargo – no sabemos por cuánto tiempo – el hombre se encuentra en una situación peligrosa en esta tierra. ¿Por qué? ¿Sólo porque podría de pronto estallar una tercera guerra mundial que tuviera como consecuencia la aniquilación completa de la humanidad y la destrucción de la tierra? No. Al iniciarse la era atómica es un peligro mucho mayor el que amenaza, precisamente tras haberse descartado la amenaza de una tercera guerra mundial. ¡Extraña afirmación! Extraña, sin duda, pero solamente mientras no reflexionemos sobre su sentido.

¿En qué medida es válida la frase anterior? Es válida en cuanto que la revolución de la técnica que se avecina en la era atómica pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo de tal modo, que un día el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado.

¿Qué gran peligro se avecinaría entonces? Entonces, junto a la más alta y eficiente sagacidad del cálculo que planifica e inventa, coincidiría la indiferencia hacia el pensar reflexivo, una total ausencia de pensamiento. ¿Y entonces? Entonces el hombre habría negado y arrojado de sí lo que tiene de más propio, a saber: que es un ser que reflexiona. Por ello hay que salvaguardar esta esencia del hombre. Por ello hay que mantener despierto el pensar reflexivo.

Sólo que la Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio no nos caen nunca del cielo. No a-caecen (Zufälligesfortuitamente. Ambas sólo crecen desde un pensar incesante y vigoroso.

Tal vez la celebración conmemorativa de hoy sea un impulso a ello. Cuando respondemos a su pulso, pensamos entonces en Conradin Kreutzer, al pensar en la proveniencia de su obra, en la savia vital de la tierra natal, Heuberg. Y somos nosotros los que así pensamos cuando, aquí y ahora, nos sabemos los hombres que deben encontrar y preparar el camino a la era atómica, a través y fuera de ella.

Cuando se despierte en nosotros la Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio, entonces podremos esperar llegar a un camino que conduzca a un nuevo suelo y fundamento. En este fundamento la creación de obras duraderas podría echar nuevas raíces.

Así, de una manera cambiada y en una época modificada, podría nuevamente ser verdad lo que dice Johann Peter Hebel:

«Somos plantas – nos guste o no admitirlo – que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.»

 

Abril, Heidegger y el sentido de la historia

3 Jun

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La filosofía del siglo XX puede considerarse, a grandes rasgos, como la aceptación de la contingencia de la existencia humana y de todas las consecuencias que eso conlleva. El relativo descrédito que para los conceptos de razón o verdad absoluta implica tal aceptación es bien conocido. Las obras de autores como Foucault, Feyerabend, Kuhn, Wittgenstein, Rorty, Derrida y otros se pueden entender, en este sentido, como diversos modos de denunciar el pretendido valor absoluto del conocimiento humano.

La obra de Heidegger es, de alguna manera, iniciática para este nuevo modo de pensar. En Ser y Tiempo encontramos una crítica sistemática de todos los supuestos básicos que, desde Platón hasta Hegel, habían hecho posibles todas las filosofías que depositaban su confianza en la razón. En estas críticas heideggerianas de nociones centrales para la filosofía, tales como sujeto racional, verdad, etc., van a encontrar sus principales puntos de apoyo muchas de las filosofías posteriores más relevantes del siglo XX.

La insistencia de Heidegger en la dimensión de la existencia como algo previo a la labor de reflexión del ser humano, ha posibilitado el desarrollo del paradigma hermenéutico en la filosofía actual, paradigma que se ha ido estableciendo, además, como una especie de lenguaje común entre diversas escuelas filosóficas.

Dentro del campo de la Historia, la obra de Heidegger ha supuesto una dura crítica para las consideraciones de ésta como un proceso teleológico, tal y como fue esbozado por clásicos como Kant y Hegel. En este sentido, la obra maestra de Heidegger, Ser y Tiempo, constituye un sólido ataque a tener en cuenta antes de plantear algún tipo de racionalidad en el proceso histórico. Sin embargo, también es bien conocido por todos la falta de continuidad que tiene la obra de Heidegger en lo que respecta al intento ontológico de Ser y Tiempo. La filosofía mostrada por el Heidegger posterior, especialmente en sus textos Nietzsche y La época de la imagen del mundo, parece hacer ciertas concesiones a la misma filosofía moderna de la historia que deconstruyó en Ser y Tiempo.

El objetivo del presente artículo será, pues, tratar de mostrar la coherencia entre las visiones de la Historia presentes en los distintos escritos de Heidegger.

Antes que nada, quisiera poner de manifiesto el reconocimiento de la importancia de la obra de Heidegger en el ámbito de la historiografía. Es evidente que las conclusiones de Ser y Tiempo han sentado las premisas de toda una tradición de pensamiento en la filosofía de la historia del siglo XX. Para muchos autores, la obra heideggeriana ha obligado a los defensores de la objetividad metodológica de las ciencias históricas a dar el brazo a torcer. Gadamer, que es quien quizá mejor ha sabido continuar con el legado de Heidegger, se expresa de este modo al explicar su principio de la historia efectual:

«Cuando intentamos comprender un fenómeno histórico desde la distancia histórica que determina nuestra situación hermenéutica en general, nos hallamos siempre bajo los efectos de esta historia efectual. Ella es la que determina por adelantado lo que nos va a parecer cuestionable y objeto de investigación, y normalmente olvidamos la mitad de lo que es real, más aún, olvidamos toda la verdad de este fenómeno cada vez que tomamos el fenómeno inmediato como toda la verdad.» (Gadamer, 1995)

Lo que está haciendo aquí Gadamer es reconocer el poder condicionador de la tradición histórica para nuestra racionalidad, lo cual no es más que terminar de explicitar lo que ya dijo Heidegger en Ser y Tiempo. En general comparto la posición de Gadamer en este punto y, al igual que él, me parecen fundamentales los escritos de Heidegger para nuestra propia autocomprensión actual como seres históricos. Una vez dicho esto, paso a consideraciones más críticas.

Para empezar, es importante destacar que Heidegger no se olvida de poner la historia al lado de la ciencia a la hora de caracterizar el método representacionista con el que ha sido tratada en la Edad Moderna. Con esto, Heidegger está denunciando, una vez más, el olvido de la diferencia óntico-ontológica que ya le reprochara a Kant, a Hegel e incluso a Dilthey, en Ser y Tiempo. En el fondo, desde la óptica heideggeriana, dicha consideración de lo ente como un mero objeto de la representación de un sujeto constituye tanto una característica de la Modernidad como una limitación a la hora de realizar la pregunta por el sentido del Ser.

Para el autor de Ser y Tiempo, al igual que para Husserl o Dilthey, es muy obvio que no se puede tratar la historiografía como una más de las ciencias. Para él es evidente que el mundo de la vida está a la base de las vivencias históricas y que el método objetivo y experimental de la ciencia no tiene mucho que decir en este ámbito. Pero es que además, lo que Heidegger está cuestionando de un modo mucho más rotundo de lo que consentirían sus maestros de la fenomenología y el historicismo, es si la historiografía puede ser, en sí misma, un estudio objetivo de los acontecimientos pasados. Ya no se está poniendo en duda qué metodología debería seguir la historia, a diferencia de la ciencia. Es que se está cuestionando si la historiografía puede ser el estudio de algún ámbito de la realidad susceptible de ser estudiado.

Desde luego, un primer problema que se plantea es la falta de explicitación con la que Heidegger trata, al final de Ser y Tiempo, algunas de las críticas hacia las posibilidades que quedan para la elaboración de una cierta filosofía racional de la historia, entendiendo por ésta una visión de la historia según la cual se puedan ver ciertos trazos o caminos resultantes de la intención de algún sujeto histórico. No es preciso, desde mi punto de vista, que todo movimiento en la historia de la humanidad siga los preceptos de un telos divino, al modo hegeliano, o que las cosas tengan que ser de una manera inevitable, al estilo de Marx, por ejemplo. Pues es cierto que, sin caer en una dialéctica tan rotunda, sí que ha habido otros intentos de encontrar sentido en todo el acontecer histórico conocido.

Esta falta de explicitación deja lugar, en el mejor de los casos, a una pluralidad de interpretaciones y, en el peor, a un silencio sobre el tema. De hecho, son pocos los libros o artículos que se pueden encontrar que traten directamente sobre cuál sea la visión heideggeriana de la historia. Pocos autores se atreverían a afirmar cuáles serían los pronósticos de Heidegger para el siglo XXI, por ejemplo. Esto es así porque, como ya he dicho anteriormente, Heidegger nunca se pronunció manifiestamente sobre el tema. Lo más que se puede inferir es cierto escepticismo acerca de la objetividad de la historiografía, tal y como se insinúa en los capítulos finales de Ser y Tiempo.

Por tanto, el verdadero alcance de dichas críticas sobre las posibilidades de la historiografía como ciencia y de sus habilidades predictivas, debe quedar dentro del círculo de las suposiciones si no se quiere forzar demasiado la interpretación.

No obstante, en el presente artículo trataré, por un lado, de explicitar la visión heideggeriana sobre la historia según Ser y Tiempo y, a continuación, evaluar el grado de coherencia que ha mostrado Heidegger en sus obras posteriores acerca de lo dicho.

Para llevar a cabo este segundo propósito, el manejo de obras del segundo período heideggeriano quedará limitado a dos obras fundamentales, que son, a mi juicio, donde más directamente se pronuncia Heidegger sobre el supuesto sentido de la historia. Me refiero a las lecciones que impartió en la Universidad sobre el filósofo de la voluntad de poder, editadas bajo el sugerente título de Nietzsche, y al pequeño artículo La época de la imagen del mundo, editado en la colección de artículos y conferencias que lleva por título Caminos del bosque.

Como es sabido, en estas dos obras Heidegger ensaya su propia filosofía de la historia de la filosofía, haciendo ver qué tipo de interpretaciones del Ser se han ido dando en cada época filosófica. Lo que está por ver es si el propio Heidegger, después de la crítica que Ser y Tiempo supone para todo intento de dar sentido a la historia, cae él mismo en tal operación. Previamente a tal juicio, voy a tratar de exponer lo esencial de tales obras en referencia al tema objeto de estudio.

En La época de la imagen del mundo Heidegger nos ofrece una esbozo de lo que él entiende que ha sido la historia del pensamiento filosófico. Aunque no se mencione la palabra involución, está claro que lo que está dando a entender Heidegger es que se ha producido una especie de pérdida en las diversas interpretaciones del Ser acaecidas desde la época de los presocráticos hasta hoy.

Sin pronunciarse expresamente sobre cómo tenga ello lugar, Heidegger está reconociendo la existencia de diversas etapas filosóficas a lo largo de la historia.

Dice Heidegger que «Uno de los fenómenos esenciales de la Edad Moderna es la ciencia. La técnica mecanizada es otro fenómeno de idéntica importancia y rango»

(Heidegger, 2000: 63). Se trata, además, de un fenómeno que no existía en otras épocas, al menos en el mismo sentido en que existe hoy en día. Sin embargo no es éste un fenómeno que aparezca en una época de un modo mayor o mejor que en otra. Y esto es así porque las épocas son incomparables entre sí. Como dice Heidegger más adelante, en la misma obra:

«Por eso carece completamente de sentido decir que la ciencia moderna es más exacta que la de la Antigüedad. (…) .porque la concepción griega de la esencia de los cuerpos, del lugar, así como de la relación entre ambos, se basa en una interpretación diferente de lo ente y, en consecuencia, determina otro modo distinto de ver y cuestionar los fenómenos naturales» (Heidegger, 2000: 64).

Como vemos, Heidegger está aceptando que se pueda hablar de diversas épocas que se han dado a lo largo de la historia. Pero al mismo tiempo, está marcando diferencias enormes con las filosofías tradicionales sobre el tema. Heidegger se apresura en decir que tales épocas son incomparables y que, por consiguiente, no se puede hablar de ningún tipo de progreso. Lo que cambia fundamentalmente de una época a otra es la interpretación del Ser que acontezca y, por tanto, la visión de lo ente que esté a la base de cualquier ciencia y de cualquier filosofía.

Heidegger se detiene en resaltar el carácter fundamentador de la interpretación del Ser para toda elaboración teorética posterior. Como dice refiriéndose a la ciencia:

«Pero no es que las ciencias de la naturaleza se conviertan en investigación gracias al experimento, sino que es precisamente el experimento aquel que sólo es posible, única y exclusivamente, en donde el conocimiento de la naturaleza se ha convertido en investigación» (Heidegger, 2000: 67).

Lo que se quiere decir aquí es que la precisión que caracteriza a la ciencia no se obtiene tras la aplicación del experimento y del método científico, sino que tal método y forma de trabajar de la ciencia sólo son posibles cuando se ha optado ya, previamente, por una consideración de lo ente como objeto a partir de la cual dicha forma experimental de investigar deviene lógicamente necesaria. Es decir, que la ciencia no es precisa por cómo investigue, sino que la esencia de la ciencia ya conlleva la necesidad de cierta precisión en su manejo de la naturaleza. Y esto es así por la determinada interpretación del Ser que subyace al pensamiento científico.

Por tanto, es dicha interpretación del Ser lo que va a definir cada época histórica. En consecuencia, la Edad Moderna estará caracterizada por una manera objetivista de considerar el ente. Heidegger lo dice con todas las letras:

«Naturaleza e historia se convierten en objeto de la representación explicativa. (…) Sólo aquello que se convierte de esta manera en objeto es, vale como algo que es. La ciencia sólo llega a ser investigación desde el momento en que se busca al ser de lo ente en dicha objetividad» (Heidegger, 2000: 72).

Una vez caracterizada la Modernidad por sus preferencias ontológicas, Heidegger nos habla de cómo se las han arreglado otras épocas para interpretar el Ser. Al principio de todo pensar, en los presocráticos, la interpretación del Ser era muy distinta a la actual. Además, por el tono en el que habla Heidegger, era una interpretación más abierta, con algo de ganancia respecto a la moderna. Dice Heidegger, refiriéndose a Parménides:

«Lo ente es aquello que surge y se abre y que, en tanto que aquello presente, viene al hombre como a aquel que está presente, esto es, viene a aquel que se abre él mismo a lo presente desde el momento que lo percibe» (Heidegger, 2000: 74).

Si lo miramos bien, este lenguaje se parece bastante al utilizado en Ser y Tiempo en la analítica existenciaria del «ser ahí». El propio Heidegger reconoce que de lo que se está hablando en la interpretación presocrática del Ser es de un «ser ahí» y de un mundo en el que el Ser se le aparece al «ser ahí».

También en la Edad Media se tenía una visión radicalmente distinta de Ser. Dice Heidegger: «Por el contrario, para la Edad Media, lo ente es el ens creatum» (Heidegger, 2000: 74). No voy a entrar a analizar las distintas concepciones del Ser a lo largo de la historia porque no es el objeto de este trabajo. Lo relevante es pensar de qué manera cada interpretación del Ser va a constituir cada una de las épocas históricas. Como se sabe, Heidegger va a huir de explicaciones dialécticas o causales entre las distintas fases de la historia. Lo que se trata de estudiar es si es posible otro modo de afrontar la historia que renuncie por completo a una mínima explicación en términos causales de los diversos acontecimientos acaecidos en el tiempo.

Ya hemos visto que para Heidegger no se trata de progreso porque lo que manda y define cada época son las interpretaciones del Ser que hay a la base. Ahora bien, la pregunta que inmediatamente se nos ocurre es: ¿Qué relación hay entre las diversas interpretaciones del Ser? ¿Su aparición es totalmente casual? ¿Puede aparecer cualquier interpretación en cualquier época? ¿Habría sido posible, por ejemplo, el empuje de Descartes hacia el representacionismo antes de la obra de Platón o Aristóteles? ¿Posibilita, de alguna manera, la aparición de cierta interpretación la existencia previa de alguna otra que la haya precedido?

Algunos autores expertos en el pensamiento heideggeriano tienen muy claro el hecho de que Heidegger renuncia a cualquier visión causal de los acontecimientos históricos. Como dice Vitiello:

« ¿Cómo se concilia la unicidad del Ereignis con la multiplicidad de las figuras epocales en las que se muestra (ocultándose)? Un pasaje de Der Satz vom Grund responde a esta pregunta: «Las épocas no pueden deducirse unas de otras ni disponerse a lo largo del itinerario de un proceso ininterrumpido. Si bien entre las varias épocas hay una tradición, ésta no pasa, sin embargo, entre ellas como un hilo que las ata, sino que llega, cada vez, desde lo oculto del destino, igual que de un manantial surgen muchos riachuelos que alimentan a un río que está en todas partes y en ningún lugar». Heidegger excluye por tanto una relación directa entre las distintas épocas. Están en relación porque derivan del mismo origen. Pero este origen -lo oculto del destino- no está en el mismo plano que ellas. El origen está en el fondo, al fondo. Como el manantial de un río» (Vitiello, 1988: 13).

Si bien es verdad que Heidegger se manifiesta en ocasiones de un modo tan claro como en la cita anterior, también es cierto que en otras ocasiones es mucho más ambiguo y sus sentencias nos dan a entender cosas opuestas. Pienso que ésta es una cuestión que Heidegger no contesta directamente en sus escritos. Su actitud constante, al menos en la obra que estoy comentando, es de renuncia consciente a manifestarse en el sentido de una filosofía racional de la historia, como si todo estuviera previsto y los cambios tuvieran alguna finalidad oculta. Sin embargo hay veces que Heidegger se expresa como si, de algún modo, hubiera aceptado acríticamente las concepciones básicas de la moderna filosofía de la historia. Fijémonos, por ejemplo, en el siguiente pasaje:

«La ciencia como investigación es una forma imprescindible de este instalarse a sí mismo en el mundo, es una de las vías por las que la Edad Moderna corre en dirección al cumplimiento de su esencia a una velocidad insospechada por los implicados en ella. (…) Una señal que evidencia este proceso es que en todas partes aparece lo gigantesco bajo formas y disfraces más diversos» (Heidegger, 2000: 77).

Aquí Heidegger está diciendo dos cosas muy importantes y que parecen alejarle de las propias conclusiones extraídas de Ser y Tiempo. Por un lado está hablando de cierta esencia a la que se está acercando la Edad Moderna. Si esto no es un poco de hegelianismo no sé muy bien cómo catalogarlo. Heidegger está afirmando explícitamente que dicha fase de la historia tiene una especie de esencia a la que finalmente se llega. No se está muy lejos aquí de las afirmaciones de Hegel sobre la existencia de diversos pueblos históricos que, una vez alcanzada su esencia, desaparecen y dejan lugar a los pueblos sucesores. Además, Heidegger está hablando de un proceso que todos podemos evidenciar. Y es de suponer que, al menos para la filosofía moderna de la historia, todo proceso tiene su principio, su fin y una serie de fases lógicamente encadenadas.

Es evidente que Heidegger no quiere llegar a conclusiones demasiado ilustradas sobre el progreso de la historia. Es más, parece que de las palabras de Heidegger se derive una suerte de visión “negativa” de la historia, según la cual la Edad Moderna sea el máximo alejamiento de la lucidez de la etapa presocrática. De hecho, dice Heidegger: «Para la interpretación moderna de lo ente, la noción de valor es tan esencial como el sistema. Únicamente donde lo ente se ha convertido en objeto del representar se puede decir de algún modo que lo ente pierde su ser» (Heidegger, 2000: 82). Más claramente no se puede decir: la interpretación del ente como objetorepresentado constituye una pérdida de sentido respecto a la interpretación presocrática del Ser como aquello que se aparece y que está a la base de la noción de verdad como aletheia y que en Ser y Tiempo es puesta como la originaria y auténtica idea de verdad frente a la moderna que toma ésta simplemente como adequatio intellecto-res.

En este sentido, y para recalcar el diagnóstico de regresión que Heidegger nos da sobre la historia de la humanidad, nada mejor que esta cita: «Una nube pasajera sobre una tierra ensombrecida: así es el oscurecimiento que la verdad preparada por la certeza de salvación del cristianismo extiende como certeza de la subjetividad sobre un acontecimiento que no le está permitido conocer» (Heidegger, 2000: 89).

Aquí se están diciendo muchas cosas. Por un lado, es evidente que la metáfora de la nube que ensombrece ha de entenderse como una pérdida de lucidez (de luz) en el acercamiento del hombre a la verdad, lo cual habla directamente en favor de la tesis de la involución de la historia de la filosofía. Por otro lado se califica a dicha nube como pasajera, lo cual refuerza la idea de que en el fondo del planteamiento heideggeriano reposa la idea de proceso constituido por diversas fases que se van sucediendo.

 

Pero además, y lo más importante, es el modo en que Heidegger encadena losacontecimientos de un modo quasicausal, en el sentido en que dice que fue la ideacristiana de certeza subjetiva de salvación, acaecida en su debido momento histórico, la que facilitó, o incluso ocasionó, la elaboración cartesiana de la certeza subjetiva como criterio epistemológico que está a la base y fundamenta el representacionismo del cogito que caracteriza a la Edad Moderna.

Otra concesión más que muestra Heidegger ante la visión de la historia como algo con sentido y leyes propias se aprecia cuando habla de la imposibilidad deciertos pensamientos en distintas épocas. Dice textualmente: «En la sofística griega cualquier subjetivismo es imposible, porque en ella el hombre nunca puede ser subjectum. No puede llegar a serlo nunca porque aquí el ser es presencia y la verdad desocultamiento» (Heidegger, 2000: 86). La pregunta, entonces, que se plantea inmediatamente es la siguiente: ¿Qué es necesario que ocurra para que dicho subjetivismo sea posible en la era de los sofistas? Porque si es necesario que ocurra cierto acontecimiento histórico antes de otro acontecimiento, es decir, que cierta fase se dé antes que otra, entonces sí que se está aceptando una suerte de concatenación causal de los procesos históricos. Y si no hay dicha lógica del proceso, sino que todo depende del azar de cierto acontecimiento que dicte la interpretación del Ser, cabe preguntar por qué dice Heidegger que es imposible que ocurra una interpretación subjetivista en el seno de la tradición sofística. Para ser del todo coherente, Heidegger debería decir que lo cierto es que no ocurrió, pero no que fuera imposible.

Esta falta de fundamentación que estoy tratando de mostrar en la crítica de Heidegger a las posibilidades de la historiografía, también ha sido planteada por autores relevantes en este ámbito. Como dice Paul Ricoeur, refiriéndose a Heidegger, en uno de sus últimos escritos: «Mi tesis es esta: no se deja al historiador sin voz por este modo radical de adentrarse en la problemática de la historicidad» (Ricoeur, 2003). Como vemos, la tesis de Ricoeur sigue la misma línea crítica que estoy tratando de mantener. Si bien las críticas de Heidegger a la tradición han de ser tenidas en cuenta, las conclusiones finales y más radicales que se plantea no pueden ser cumplidas cabalmente, como es el caso de pretender que la historiografía no tenga nada que decir. Heidegger se va a aferrar a la idea de cierto acontecimiento indisponible (como algunos han traducido el término alemán Ereignis) que no procede de la voluntad del hombre y que determina la interpretación del Ser que tengamos a cada momento. Aquí Heidegger está invirtiendo las cosas de un modo bastantefundamental en la historia de la filosofía. El progreso histórico ya no es tal porque los cambios entre las distintas épocas dependan de los esfuerzos de la voluntad humana, pues, como dice Heidegger al principio de la obra, dependen de la metafísica que las fundamenta («La metafísica fundamenta una era, desde el momento en que, por medio de una determinada interpretación de lo ente y una determinada concepción de la verdad, le procura a ésta el fundamento de la formade su esencia» (Heidegger, 2000: 63)). Lo que ocurre más bien es que se produce cierto acontecimiento, que viene de la esfera del Ser, y que hace que el «ser ahí»tenga una u otra interpretación de éste.

El problema que tiene Heidegger ahora es tratar de explicar cuál, si es que tiene alguna, es la lógica de la aparición de dicho evento. Porque si no la tiene, es bastante sospechoso que no nos movamos circularmente, de manera que la interpretación sofística volviera a aparecer después de la cristiana de la Edad Media, o que el subjetivismo de la Edad Moderna hubiera aparecido antes de la cristiana, etc. Pero el propio Heidegger ha relacionado causalmente, como hemos visto, ciertas interpretaciones del Ser, en el sentido de que algunas no podrían haber aparecido sin la aparición previa de algunas otras. ¿Qué lógica sigue, entonces, dicho acontecimiento propiciador de la interpretación del Ser? Voy a tratar de seguir la pista de dicha pregunta en otra de sus obras fundamentalessobre el tema.

En su Nietzsche, Heidegger no sólo trata de dar unas lecciones sobre la filosofía nietzscheana, sino que ubica a Nietzsche en el único lugar que su filosofía de la voluntad del poder le permite estar, a saber, como culminación de la metafísica iniciada por Platón y fundamentada por Descartes. En este punto estoy de acuerdo con Arturo Leyte cuando dice, refiriéndose a esta obra de Heidegger, que «Esta compleja obra puede ser leída, si la consideramos de forma acabada, como una presentación de la historia de la metafísica occidental, a la que se llega por medio de una interpretación de la filosofía de Nietzsche como una metafísica. Con seguridad, esta obra no pretendió ser nunca esa mentada presentación histórica de la metafísica, pero en ella se puede leer una versión acabada y unitaria de lo que se llama “historia de la metafísica”, queocurre de Platón a Nietzsche.» (Leyte, 1991: 131).

En cierto modo se puede apreciar que a Heidegger se le va un poco de las manos el sentido con el que escribe su Nietzsche, pues acaba haciendo más historia de la filosofía, con insinuaciones causales de una época con respecto a otra, de lo que él mismo quiere en un principio.

A lo largo del tomo II de la obra citada, Heidegger nos ofrece una visión deltodo erudita acerca de la historia de la metafísica. En ella se nos exponen los diversos pasos que se han ido dando para, a partir del pensamiento presocrático de la verdad como aletheia, llegar paulatinamente al subjetivismo definitorio de la verdad como representatio típica de la Edad Moderna. La idea básica que rige el proceso es que nos hemos ido alejando de la consideración del Ser en beneficio de la presencia del ente en el pensamiento. Para Heidegger esto es algo en el fondo negativo, que ha culminado en la metafísica de la voluntad de poder nietzscheana.

Como dice en un primer momento, al inicio del capítulo donde introduce la idea de la historia del Ser: «El ser es determinado como valor y con ello se lo explica desde el ente como una condición puesta por la voluntad de poder, por el “ente” en cuanto tal. El ser no es reconocido como ser» (Heidegger, 2001: 275).

Con ello queda caracterizada perfectamente la filosofía nietzscheana como la culminación de la tradición moderna que, a su vez, es la continuación y radicalización de lo empezado por Platón al considerar el eidos como la esencia del Ser. Este paso dado por Platón es el primer alejamiento del modo más primario y cercano de considerar el Ser que tenían los filósofos presocráticos. Para ellos el Ser

era lo abierto, lo que se mostraba al «ser ahí». Pero Platón inicia una tradición que dura muchos años y que consiste en olvidarse del Ser para centrarse en el ente como lo presente, que empieza a quedar caracterizado como lo conocido, lo representado por el sujeto humano, convirtiendo así la subjetividad en criterio de verdad de toda realidad.

 

La metafísica de Nietzsche, al contrario de lo que el propio Nietzsche cree, no es ninguna superación de la tradición metafísica, sino su último eslabón, pues «…el pensar en términos de valor a partir de la voluntad de poder, si bien se atiene a reconocer al ente en cuanto tal, al mismo tiempo, con la soga de la interpretación del ser como valor se ata a la imposibilidad de siquiera recibir al ser en cuanto ser en la mirada cuestionante» (Heidegger, 2001: 277).

Según el punto de vista heideggeriano, la filosofía de Nietzsche, al pensar el ente como valor puesto por la voluntad humana, lleva a su máxima expresión el subjetivismo moderno y hace del sujeto humano el último garante de la verdad de la realidad, aunque en Nietzsche dicha verdad tan sólo pueda ser la expresión de la voluntad del que conoce.

Como se puede apreciar, la propuesta de Heidegger es la de una historia de la metafísica caracterizada por una cierta involución, por un olvido de cuestiones fundamentales y por una pérdida de opciones de interpretación a favor del cumplimiento de una sola de tales interpretaciones, la que nos lleva, de la mano de Platón, Descartes y Nietzsche, a la consumación de la ciencia y la técnica moderna. Aunque Heidegger no lo reconozca explícitamente y huya de caracterizar la historia como un proceso lógico y cognoscible, tiene en mente constantemente la idea de cierto proceso. En esta cita leemos entre líneas algo muy parecido a un telos: «Desde que esta historia es, es históricamente la sustracción del ser mismo, es el abandono del ente en cuanto tal por parte del ser, es la historia de que del ser no hay nada» (Heidegger, 2001: 289). Obviamente resulta extraño y un tanto forzado hablar de ningún telos en este contexto. Además, Heidegger nunca nos remite a la voluntad humana para explicar el sentido de la historia del Ser. Sin embargo sí que nos habla constantemente de un proceso, de un abandono progresivo. No ocurre, por ejemplo, que en cada época haya un nivel diferente de

abandono del Ser, pudiendo éste aumentar o disminuir azarosamente. Como dice Heidegger, se trata de un paulatino y constante camino hacia el abandono del Ser, lo cual sí que induce a pensar que hay cierto proceso regido por ciertas leyes quehacen del mismo algo inalterable.

Pero aunque Heidegger “caiga”, de alguna manera, en el modernismo de considerar la historia como un proceso con sentido, lo que sí que es cierto es que con la operación consistente en quitarle protagonismo al sujeto humano, a su voluntad y su razón, Heidegger se sitúa muy enfrente de toda la tradición de la filosofía de la historia. En su obra, el protagonismo lo gana el Ser:

«El pensar no es de ninguna manera un hacer de este tipo que estuviera enfrente del ser y por tanto se mantuviera por sí… (…) Por el contrario, el pensar pertenece al ser mismo en cuanto que, desde su esencia, queda involucrado en aquello que no le llega nunca al serdesde otro lado ni simplemente se le añade sino que proviene del ser mismo,…» (Heidegger, 2001: 290).

La historia es una cuestión del Ser. El sujeto humano en Heidegger ya no es quien hace y deshace etapas de la historia, proponiéndose objetivos y lográndolos. En este sentido, al menos, el telos ya no tiene ningún papel si se le entiende como el objetivo que el ser humano se marca a sí mismo. En la historia que nos cuenta Heidegger, es el Ser el que se muestra al «ser ahí» que, en cierto modo, le pertenece. Aquí está recalcando Heidegger la condicionalidad de todo pensarhumano, enfatizando el ataque iniciado en Ser y Tiempo a la autonomía de la racionalidad humana. El Ser sería algo así como un permanecer fuera del desocultamiento, y en relación con esto, dice Heidegger del sujeto humano: «En este acontecer del permanecer fuera del ser mismo, el hombre está arrojado al desprendimiento del ente de la verdad del ser que se sustrae» (Heidegger, 2001: 307).

Desde esta nueva situación de estar arrojado al Ser, el «ser ahí» filosófico no puede más que limitarse a experienciar sucesivamente las diversas interpretaciones del ente que el Ser nos ofrece, rompiéndose así toda posibilidad de construir un progreso histórico basado en el esfuerzo y la voluntad, pues todo conocimiento futuro estará dependiendo del modo en que el Ser se nos ofrezca.

Es importante reparar aquí que el protagonismo otorgado al Ser en el ámbito de la historia es enorme. Llega a decir Heidegger: «En la medida en que el hombre, en el margen del plazo de indecisión en la historia del ser, vaya tentando el camino hacia un primer recuerdo que se interne en el ser, tendrá a la vez que recorrer y dejar fuera de sí el dominio del ser humano» (Heidegger, 2001: 387).

Lo que quiere decir Heidegger es que, para descorrer todo lo que se ha “avanzado” en dirección a la metafísica de la subjetividad moderna, habría que atender más al Ser que ha sido olvidado. Pero hacer esto quiere decir, a la vez,dejar de pensar el ente como lo representado por un sujeto del tipo cogito. En realidad, esto equivale a dejar de lado al Ser mismo que está a la base del ente representado. Pensar el Ser equivale a dejar de pensar desde un punto de vista estrictamente teorético, según el cual todo se ha acabado por convertir en un “ser ante los ojos”, como veíamos en Ser y Tiempo. Sobre el protagonismo del Ser en la historia dice Heidegger: «La historia del Ser no es ni la historia del hombre y de una humanidad ni la historia de la referencia humana al ente y al ser. La historia del ser es el ser mismo y sólo eso» (Heidegger, 2001: 404). Esto es del todorelevante sobre todo si pensamos que lo que Heidegger llama historia del ser es,según el lenguaje de la filosofía ortodoxa, algo así como la historia misma de la filosofía, es decir, del pensamiento y, por tanto, la historia racional misma de la humanidad. Porque un poco antes de la cita anterior, en la misma obra, dice Heidegger: «El recuerdo que se interna en la metafísica como una época necesariade la historia del ser da que pensar qué y cómo el ser determina en cada caso laverdad del ente,…» (Heidegger, 2001: 398).

Recapitulando, se podría afirmar que para Heidegger la historia está determinada por la historia del Ser. Éste, en sus diversos modos de mostrarse al «ser ahí», va a fundamentar cada una de las épocas de la historia de la humanidad, en función, claro, de la interpretación de la verdad del ente que conlleve cada uno de estos modos de mostrarse y estar disponible el Ser. Ahora lo que cabría esperar de Heidegger, para ser del todo consecuente o, al menos, iluminador para los lectores, sería decir en virtud de qué el Ser elige uno u otro modo de mostrarse.

Esto es algo ante lo que se muestra especialmente esquivo y enigmático en toda su obra. La crítica a la que somete cualquier intento de hacer una filosofía racional de la historia está bien clara desde la publicación de Ser y Tiempo. Cualquiera que entienda el libro comprende que el existente es incapaz de manejar una racionalidad autónoma e incondicionada que le permita enunciar verdades sobre la historia y su sentido. Además, en la segunda parte de la obra de Heidegger, con la formulación de la teoría de la historia del Ser y la noción del Ereignis, se hace más evidente aún que la historia es algo que se escapa a los designios del ser humano.

Sin embargo, podemos preguntarnos ahora qué queda de positivo en la crítica heideggeriana a la filosofía moderna de la historia. Porque hasta ahora lo que se nos ha dicho es que a quien pertenece la historia es al Ser y que cualquier cambio en las mentalidades de la humanidad se debe a cómo se deje ver e interpretar dicho Ser. De hecho, Heidegger es bastante explícito acerca de las posibilidades de la historia, tal y como ha sido considerada hasta ahora: «La historia en cuanto ser, en cuanto proviene incluso de la esencia del ser mismo, permanece impensada. Por eso, toda reflexión historiográfica del hombre sobre su situación es una reflexión metafísica y forma parte, ella misma, del esencial dejar fuera del permanecer fuera del ser» (Heidegger, 2001: 313).

La historia, así, al formar parte de la metafísica, está compartiendo con ella el mismo vicio básico, a saber, el olvido del Ser, con lo que, al ser la historia del «ser ahí» fundamentalmente la historia del ser, esta historia permanece impensada. En consecuencia, lo único que hace la historiografía es reincidir en argumentos circulares al tratar de fundamentar, mediante el estudio del pasado, la propia visión e interpretación del ente que se tiene en el momento presente en que tiene lugar el estudio historiográfico.

Como conclusión, me quedo con la idea de que el propio Heidegger acaba por “caer” en una determinada filosofía de la historia. Porque una cosa es decir que el «ser ahí» no es dueño de la historia y que, de alguna manera, estamos al servicio de los modos en que el Ser se nos muestra. Pero otra cosa es dejar de pensar, hasta las últimas consecuencias, que la razón no puede saber en absoluto, que no podemos tener ninguna pista, sobre cuál sea la trayectoria que sigue el Ser en sus modos de mostrarse. Desde mi punto de vista, Heidegger no se atreve a rechazar totalmente una visión causal y predecible de la historia del Ser. Si no, no se entenderían fragmentos de su Nietzsche, como cuando dice: «En efecto, con la metafísica de la subjetividad que llega a su acabamiento, el cual corresponde a la extrema sustracción de la verdad del ser, comienza la época de laobjetivación incondicionada y completa de todo lo que es» (Heidegger, 2001: 314).

¿Cómo puede Heidegger atreverse a hablar de acabamiento de una determinada época? ¿Qué lógica interna está siguiendo para dar por acabada una fase en la historia de la humanidad? Porque si hay un criterio que hace más o menos racional y previsible el paso de una fase a otra, entonces quizá no es tan descabellado un intento de explicar la historia al modo como lo hicieron Kant y Hegel, por ejemplo.

Aunque Heidegger no estuviera nunca de acuerdo con dichos autores sobre cuál es el telos de la humanidad, sí que parece estar manejando cierta idea de progreso (aunque en este caso sea involutivo) constituido por diversas y necesarias fases.

La misma interpretación de la filosofía nietzscheana como la culminación de la historia del nihilismo exige la aceptación previa de un supuesto que diga algo parecido a que se puede ver, con cierta distancia, cuál es la trayectoria del nihilismo, para poder, así, decretar que Nietzsche la está culminando.

Para finalizar de un modo sinóptico podría decirse que, a pesar del intento de Ser y Tiempo de denunciar la condicionalidad de la razón humana y de concluir, por tanto, una radical eventualización del sentido, las obras del posterior Heidegger acaban por conceder más de lo pretendido la existencia de cierto sentido en la historia.

 

 

 

Bibliografía

Gadamer, Hans George (1995): Verdad y Método I, Salamanca, Ed. Sígueme.

Heidegger, Martin (2000): “La época de la imagen del mundo”, en Caminos del

bosque, Madrid, Alianza Editorial.

― (2001): Nietzsche (I y II), Barcelona, Ed. Destino.

― (1998): Ser y tiempo, Madrid, Fondo de Cultura Económica.

Leyte, Arturo (1991): “La política de la historia de la filosofía de Heidegger”, en

Félix Duque (ed.), Heidegger: la voz de tiempos sombríos, Barcelona, Ed. Del

Serbal.

Vitiello, Vincenzo (1988): “Historia, naturaleza, redención”, en Félix Duque (ed.),

Los confines de la modernidad: diez años después de Heidegger, Barcelona, Ed.

Granica.

Ricoeur, Paul (2003)

Roudinesco, Lacan y Heidegger

3 Jun

 

Así como en los años treinta la obra de Heidegger había sido celebrada con entusiasmo por los filósofos franceses que la leían en la prolongación de las interrogaciones planteadas por Husserl, así a partir de 1945 esa obra fue objeto de una sospecha debida a la adhesión del filósofo al nazismo, especialmente durante el período llamado del «Rectorado» (1933-1934). En mayo de 1945, tres semanas después de la entrada de las tropas francesas en Friburgo de Brisgau, la casa de Heidegger fue puesta en la lista negra. En julio empezó un largo proceso de depuración que debía terminar, en enero de 1946, con un retiro forzoso y una prohibición de enseñar.

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Karl Jaspers desempeñó un papel importante en la aplicación de esa sanción. Heidegger por lo demás había reclamado que se tomase en cuenta la opinión de su antiguo amigo. En cuanto a éste, a pesar de su deseo de callarse, no pudo escabullirse, y en diciembre de 1945 redactó un informe donde hacía aparecer la complejidad del compromiso hitleriano de Heidegger, sin abordar no obstante la cuestión de la relación posible entre el nazismo y el heideggerianismo. A propósito de la acusación de antisemitismo, recordaba dos acontecimientos. En 1931, Heidegger había hecho expulsar de la universidad a un docente judío, Eduard Baumgarten, el cual se había postulado para un empleo de asistente con él. En su lugar había hecho nombrar a otro docente judío, Werner Brock, cuyas ideas le convenían. Pero en 1933 Heidegger había remitido a la asociación de los profesores nazis de Gotinga la copia de un informe donde podía leerse esto: «Baumgarten proviene por su giro de espíritu y por sus afinidades del círculo de intelectuales liberales-demócratas de Heidelberg que gravitan alrededor de Max Weber […]. Después de haber llegado conmigo, frecuentó muy activamente al judío Fraenkel que trabajó en otro tiempo en Gotinga y que acaba de ser revocado de esa universidad. «[i]  Esa denuncia no impidió a Heidegger proteger a Werner Brock de las persecuciones que hubiera podido sufrir. De esta actitud, Jaspers concluía que el filósofo no era sin duda antisemita en 1920, pero que había empezado a serlo a partir de 1933: «Eso no excluye», añadía, «que, como yo supongo, el antisemitismo, en otros casos, chocase con su gusto y su conciencia.»[ii]  Después, sin dejar de recomendar que Heidegger pudiera recibir una pensión para la prosecución y la publicación de sus trabajos, preconizaba una suspensión de enseñanza durante algunos años, con reexamen de la situación en función de las obras publicadas entre tanto.

Finalmente, hacía del hombre un retrato pertinente: «Heidegger es una potencia importante, no sólo por el valor de una concepción filosófica del mundo, sino también en el manejo de los instrumentos especulativos. Tiene un órgano filosófico cuyas percepciones son interesantes, aunque en mi opinión esté increíblemente desprovisto de sentido crítico y esté alejado de la ciencia verdadera. Actúa a veces como si la seriedad del nihilista se aliara en él con la mistagogia de un mago. En el flujo de su especificidad lingüística puede ocasionalmente, de manera secreta e imponente, tocar el nervio de la actividad filosofante. En esto, que yo sepa, es tal vez el único entre los filósofos alemanes contemporáneos. Por eso es urgente desear y exigir que siga estando en situación de trabajar y de escribir lo que pueda.»[iii]

Aun antes de que se pusiera en marcha ese procedimiento, el debate sobre la adhesión de Heidegger al nazismo quedaba abierto en Francia por Jean-Paul Sartre, que lanzó en diciembre de 1944 su famosa conminación: «Heidegger era filósofo mucho antes de ser nazi. Su adhesión al hitlerismo se expresa por el miedo, el arribismo tal vez, seguramente el conformismo: no es hermoso, lo admito. Sólo que eso basta para invalidar vuestro hermoso razonamiento: ‘Heidegger’, decís, ‘es miembro del partido nacional-socialista, luego su filosofía debe ser nazi.’ No es eso: Heidegger no tiene carácter, ésa es la verdad. ¿Os atreveréis a concluir de ello que su filosofía es una apología de la cobardía? ¿No sabéis que a los hombres les sucede no estar a la altura de sus obras?»[iv]

Un año más tarde, el 28 de octubre de 1945, Sartre daba su famosa conferencia titulada «El existencialismo es un humanismo», en la que vulgarizaba su filosofía de la libertad a partir de las tesis enunciadas en El ser y la nada. En ese impulso abría las columnas de Les Temps Modernes al debate sobre el compromiso político de Heidegger. Entre 1946 y 1947 se publicaron numerosos artículos a ese propósito, entre ellos los de Maurice de Gandillac, Frédéric de Towarnicki, Karl Löwith, Éric Weil y Alphonse de Waelhens. A los que se añadieron un largo texto de Koyré sobre la evolución del pensamiento de Heidegger, publicado en Critique en 1946, y otro, más tardío, de Georges Friedmann publicado en 1953.[v]

La cuestión planteada por cada uno era la siguiente: ¿era imputable la posición política del filósofo al error pasajero de un hombre que hubiera sido engañado o se hubiera engañado, o bien era el desenlace de una orientación filosófica que, al poner en honor el reencuentro del hombre con las raíces de su desgarramiento y de su «ser-para-la-muerte», había acabado por encontrar en el nihilismo nazi la doctrina de la salvación que convenía a su interrogación? Todos los artículos de la posguerra intentaban aportar una respuesta a esa pregunta. Unos sostenían que el compromiso heideggeriano era un «accidente» que no mellaba en nada la obra del filósofo. Otros afirmaban por el contrario que ese compromiso se arraigaba en un fondo idéntico a aquel donde se había alimentado el nazismo.

A propósito de esto, Friedmann observaba justificadamente que el filósofo no había admitido nunca las tesis del racismo biológico: «Precisemos de todas formas», escribía, «que no introdujo nunca en su enseñanza la justificación del ‘biologismo’ nazi y cayó después rápidamente en una semidesgracia. Pero un examen imparcial de los hechos muestra que, lejos de afirmar su resistencia al régimen (resistencia cuyo efecto moral e incluso político hubiera sido considerable), tuvo principalmente, hasta la caída de Hitler, la prudente preocupación de hacerse olvidar.”[vi]

Mientras se desplegaba la polémica, un joven filósofo intervino en el debate de manera diferente. Nacido en 1907 y originario de la región de la Creuse, a Jean Beaufret le gustaba evocar su «infancia en zuecos» que había hecho de él, decía, un campesino de gustos sencillos. Apreciaba la gastronomía y los buenos vinos, y se sentía ligado a los valores de la tierra de cierta identidad francesa. Admitido en 1928 en la Escuela Normal Superior de la calle de Ulm, formó parte de la misma promoción que Simone Weil, Maurice Bardeche, Georges Pelorson, Thierry Maulnier y Robert Brasillach. Fue en 1930, durante una estancia en Berlín para el Instituto Francés, cuando se confrontó por primera vez con la tradición filosófica alemana. Era entonces sólidamente cartesiano.

En vísperas de la guerra, impresionado por los primeros textos de Sartre, descubrió la obra de Husserl. Movilizado desde el comienzo de las hostilidades, fue hecho prisionero y después se evadió del tren que lo llevaba a Alemania, para pasar a la zona libre. En 1942, en el seno de la red Pericles en la que se había comprometido en la lucha antinazi, conoció a Joseph Rovan, germanista de formación, especializado en la fabricación de papeles falsos y apasionado por la filosofía de Heidegger. Se anudó una sólida amistad entre los dos hombres, que tomaron la costumbre de sumirse cada noche en la lectura de Sein und Zeit: «Nos asomábamos juntos entonces», escribe Rovan, «a los misterios del Da-sein, de la óntica y de la ontología. Yo sólo tenía pobres nociones de filosofía, pero mi alemán era más sustancial que el de Beaufret. Avanzábamos, felices, en los arcanos de un pensamiento ayudado por una lengua cuya poesía y cuyo rigor me tienen todavía bajo su hechizo. Habíamos oído hablar del rectorado de Heidegger y de sus debilidades. Las imperfecciones del hombre nos fastidiaban, pero la obra nos tenía con el aliento suspendido.»[vii]

Tras la Liberación, cada vez más deslumbrado por esa filosofía que iluminaba tan bien el destino del ser confrontado con la violencia del mundo, Beaufret se preguntó qué había sido del autor de Sein und Zeit. Enterándose de que seguía vivo, le envió una carta por medio de un mensajero y se sintió encantado de recibir una obra del filósofo y una misiva de su mano que era el inicio de un verdadero diálogo. El encuentro decisivo tuvo lugar en septiembre de 1946. Beaufret fue a Todtnauberg, en la Selva Negra, al chalet donde Heidegger tenía la costumbre de meditar y de tomar sus vacaciones. En aquella época, el filósofo salía de una temporada en el sanatorio «Schloss Haus Baden» donde lo habían cuidado de perturbaciones psicosomáticas consecutivas a su expulsión de la universidad.

Frente al proceso de depuración se portaba como una víctima. Sin dejar de reconocer que había creído equivocadamente en la misión histórica de Hitler y en la posibilidad de que el nacional-socialismo se convirtiera en el fermento de una revolución espiritual, intentaba atemperar su implicación política pasada con la tesis de una especie de exilio interior: lo cual le permitía no explicarse sobre los aspectos más negros de su adhesión al nazismo. Cuando mucho admitía en privado haber cometido una «gran tontería «. Pero se negaba -se negó toda su vida- a hacer la menor alusión al genocidio. Ni remordimientos ni lamento ni autocrítica. Todo sucedía como si, en lugar de reconocer su error, considerara que el error provenía del movimiento histórico que no había respondido a la verdad metafísica que él había creído descubrir en él.[viii]  Además, en la línea inflexible de su ultra conservadurismo de antes de la guerra, seguía manifestando una hostilidad mucho mayor hacia la democracia occidental y hacia el comunismo que hacia el nazismo. En 1950 hablaba todavía de Alemania como de un pueblo «metafísico» atrapado en la «tenaza de Rusia y de América». Tal era el hombre al que Jean Beaufret iba a dedicar durante treinta años un verdadero culto.

Viendo desembarcar a ese filósofo francés cuyo pasado de resistente era indiscutible, Heidegger no tuvo dificultad en comprender el partido que podía sacar de esa amistad auténtica en el momento en que su obra, desacreditada en Alemania, era objeto en Francia de una discusión crítica. Gracias al amor que le tenía aquel discípulo, podía ahora, no sólo minimizar su compromiso pasado, sino dar a entender que no había existido. Y Beaufret, impresionado por el poder filosófico real de ese gran maestro, no tardó en convencerse de la veracidad de esa tesis. Al correr de los encuentros, acabó por creer que Heidegger no había sido nunca favorable al nazismo y lo hizo saber. Pero, paralelamente, fue también, por sus diálogos con el filósofo, el introductor de una nueva lectura de la obra heideggeriana en Francia.[ix] En la perspectiva sartreana, la filosofía de Heidegger era interpretada como una antropología existencial. De donde la idea de que la existencia precede a la esencia y de que la libertad del hombre no tiene otro fundamento sino la de un humanismo fundado en la humanización de la nada: el hombre es rey en el centro del ente y en la soledad de una libertad vacía. Ahora bien, en 1946 esa interpretación existencialista de la obra heideggeriana, que dominaba la posguerra, fue desmentida por el propio Heidegger. Beaufret había pedido en efecto al maestro alemán que interviniera en los debates franceses y comentara la posición sartreana respecto del humanismo. Heidegger se prestó de buena gana a la polémica y, en su Carta sobre el humanismo, que iba a marcar a toda una nueva generación, recusó la utilización del término.[x]  Subrayó que el humanismo en el sentido sartreano era una nueva metafísica que no hacía sino radicalizar el imperio sobre el hombre de una razón dominante. Como toda metafísica, se fundaba en el «olvido del ser». Heidegger proponía pues salvar al ser del olvido otorgándole una verdadera primacía. Y, para alcanzarla, a la vez que se salvaba al hombre de la enajenación a la que lo había arrastrado el olvido del ser, preconizaba así un gran retorno a los orígenes. Si toda historia no es sino la historia del olvido del ser, la única manera de acercarse al ser, sin embargo «siempre velado», es efectuar un gesto de «desvelamiento». Más allá de Sócrates y de Platón, más allá de la «razón occidental», Heidegger afirmaba la necesidad de regresar al deslumbramiento inaugural del pensamiento griego, es decir a la palabra verdadera de los filósofos presocráticos: Parménides y Heráclito. Así quería dar consistencia al hombre moderno ahogado en el marasmo de una existencia condicionada por la técnica y por un ideal de progreso que le hace creer en la libertad de sus actos. Se ve aquí cómo la introducción en Francia de una lectura nueva del heideggerianismo permitía a la vez al filósofo desgravarse de su pasado nazi y a Beaufret llevar a cabo un combate contra el heideggerianismo de los fenomenólogos husserlianos y de los existencialistas.

A principios del año 1949, en vísperas de la creación de la República Federal, el proceso de desnazificación se atenuó en Alemania. Había llegado así para Heidegger el momento de aprovechar la irradiación que suscitaba su filosofía en Francia para pedir su reintegración en la universidad. Los que le eran favorables hacían valer la necesidad de devolver la palabra a un filósofo cuya obra interesaba al mundo entero. Sus adversarios, por el contrario, emitían dudas sobre el valor intelectual de un hombre al que trataban de charlatán y cuyas tesis se juzgaban peligrosas para la democracia.

En la primavera de 1950, cuando la facultad de Friburgo se preparaba a estatuir sobre su suerte, Heidegger dio hermosas conferencias sobre el Zaratustra de Nietzsche, después sobre el principio de razón. Obtuvo un gran éxito. El verano siguiente logró abrir una verdadera brecha durante una reunión en Munich sobre el tema «La cosa». A partir del semestre de invierno 1950-1951, fue autorizado a enseñar y empezó a sentirse rehabilitado. Finalmente, en el otoño de 1952 tuvo la impresión de que «la argolla de la desconfianza y del odio se rompía «. En un anfiteatro donde había tomado la palabra vio a la multitud agolparse en su torno para escucharlo y aplaudirlo. Desde ese momento podía borrarse el pasado. En Alemania, las críticas se extinguieron suavemente, sin desaparecer. En Francia, Beaufret, convertido en el portavoz oficial del pensamiento heideggeriano, vigiló que no se lanzara ya ningún ataque contra el maestro adorado.[xi]

Fue en abril de 1951, justo después de la reintegración de Heidegger en la universidad, cuando Jean Beaufret entró en análisis con Jacques Lacan.

En esa época eran raros los psicoanalistas que miraban la homosexualidad como una forma de sexualidad entre otras. En el movimiento freudiano se la consideraba no sólo como una perversión, sino como una desviación social. De tal modo que cuando los psicoanalistas tomaban en cura a homosexuales, adoptaban una actitud de rechazo. O bien se negaban a analizarlos cuando éstos manifestaban el deseo de hacerse psicoanalistas, o bien se ocupaban de ellos con la meta de hacerlos entrar en el buen camino de la heterosexualidad. Lacan no se plegaba a ese conformismo y aceptaba analizar a homosexuales como a pacientes ordinarios, sin tratar de normalizarlos. Por eso buen número de ellos tendían a frecuentar su diván.

Cuando Jean Beaufret se dirigió a la calle de Lille, se encontraba en un gran desaliento. Su amante, en cura con Lacan, acababa de abandonarlo. Lo había conocido un año antes durante una cena en la que, justamente, Lacan estaba presente con Sylvia. Después había tenido con él una breve relación a la que el amante puso término cuando se dio cuenta, durante el análisis, de que Lacan se interesaba un poco excesivamente en Beaufret. Más tarde, el amante dejó también, por lo demás, a su analista.[xii] La cura del filósofo empezó pues bajo los auspicios de un embrollo transferencial bastante extraño. Beaufret iba hacia Lacan porque era el analista de su amante, y Lacan dedicaba una atención particular a Beaufret debido a la relación privilegiada que éste mantenía con Heidegger.

Beaufret notó muy pronto el interés que Lacan tenía por la obra de Heidegger. Comprendió también que era fácil sacar partido del deseo que tenía de conocer al filósofo alemán a fin de servir mejor los intereses de este último. Con gran habilidad, utilizó pues la relación transferencial como una verdadera trampa en la que Lacan se dejó atrapar. No sólo durante la cura no paró de hablar de Heidegger, sino que, para halagar el narcisismo de su analista cuyos silencios lo exasperaban, le dijo un día: «Heidegger me habló de usted.» Lacan dio un brinco: «¿Qué le dijo?»[xiii]

La cura terminó en mayo de 1953, y lo menos que puede decirse es que no permitió a Beaufret salir de su ceguera respecto del pasado político de Heidegger. Muy al contrario, parece haber tenido el efecto de acentuar su creencia en la inocencia del maestro idolatrado. En cuanto a Lacan, supo muy bien utilizar la «trampa» que le había tendido su paciente.

En la perspectiva de su refundición levistraussiana de la obra de Freud, se puso a abordar los textos de Heidegger de otra manera que como lo había hecho antes de la guerra. Rechazando la filosofía sartreana de la libertad, Lacan aceptó, de hecho, ser iniciado en una lectura de Heidegger que era la de Beaufret. Se encuentra la huella más evidente de esa iniciación en el «Discurso de Roma», redactado dos meses después del final del análisis de Beaufret. Fascinado por el estilo heideggeriano, Lacan volvía a encontrar allí el arte supremo del comentario al que lo había introducido Kojève. Tomó en préstamo de él la noción de «pesquisa de la verdad» que le parecía compatible con la noción freudiana de «desvelamiento del deseo». Por otra parte, había un «ser-ahí» de la verdad incesantemente olvidado y reprimido, y que permitía al deseo «revelarse». Pero sobre todo, a través de la obra heideggeriana, Lacan reanudaba los lazos con esa gran tradición de la filosofía alemana que su anglofilia le había hecho descuidar un poco. Pasó pues de una admiración sin límites por la democracia inglesa y por la teoría de los pequeños grupos a un sistema de pensamiento radicalmente antagonista. Sin embargo, a la vez que volvía a encontrar en el Heidegger antidemócrata, antiprogresista y antihumanista de los años cincuenta aquella visión ultra nietzscheana del mundo en la que lo había iniciado Bataille antes de la guerra, Lacan no por ello se desligaba de un constante ideal de cientificidad y de racionalismo. De donde la asombrosa mezcla de sombra y de luz tan presente en el «Discurso de Roma » como en el texto de 1938 sobre la familia.

Por un lado, la refundición levistraussiana le permitía volver a dar vida a un freudismo universalista fundado en la tradición de la filosofía de las Luces; por otro, la palabra heideggeriana introducía una sospecha en el interior de esa refundición universalista haciendo de la existencia humana el abismo sin fondo de una verdad que se dice en el error, en la mentira y en la ambigüedad.

En la Pascua de 1955, Lacan se dirigió a Friburgo en compañía de Beaufret. Como por casualidad, la conversación entre los tres hombres giró en torno a la cuestión de la transferencia: «Heidegger», subraya Beaufret, «pareció bastante preocupado por la cuestión de la transferencia como relación afectiva del paciente con el analista e interrogó, por intermedio de mí, a Lacan sobre este tema. Eso dio el diálogo siguiente:

Heidegger: -Pero, ¿la transferencia?

Lacan: -La transferencia no es lo que dicen ordinariamente, sino que empieza desde el momento en que se ha decidido dirigirse a un psicoanalista.

Yo traduje en alemán para Heidegger: ‘La transferencia no es un episodio interior al psicoanálisis, sino la condición a priori de éste en el seno de las ‘condiciones a priori de la experiencia’ en la ‘filosofía de Kant’.» ¡Ach so!, respondió Heidegger.»[xiv]

Durante la conversación, Lacan pidió a Heidegger autorización para traducir un artículo suyo titulado «Logos» y publicar la versión francesa en la primera entrega de la revista La Psychanalyse, donde debían expresarse las posiciones de la SFP. El número del que había sido encargado Lacan estaba dedicado a la palabra y al lenguaje. Varios colaboradores prestigiosos habían aceptado ya participar: en particular Émile Benveniste, Jean Hyppolite y Clémence Ramnoux. El propio Lacan publicaba allí su «Discurso de Roma» y su diálogo con Hyppolite. Heidegger dio su consentimiento de buena gana y Lacan se puso a la tarea.[xv]

Tres meses después de aquel encuentro se desarrolló en Cerisy-la-Salle, del 27 de agosto al 4 de septiembre, una década dedicada a la obra heideggeriana, en presencia de cincuenta y cuatro personas inscritas, entre ellas el joven Gilles Deleuze, Jean Starobinski, Gabriel Marcel, Paul Ricoeur, Kostas Axelos, Maurice de Gandillac. Para mostrar su hostilidad, Sartre y Merleau-Ponty volvieron la espalda a la reunión, mientras que Alexandre Koyré se negó a todo encuentro con Heidegger. En cuanto a Lucien Goldmann, leyó en plena sesión los textos del período del Rectorado, a pesar de la reprobación general de los participantes que lo acusaron de haber roto el encanto consensual del gran encuentro.[xvi]

Jacques Lacan no se había inscrito en la década de Cerisy, pero acogió a Martin Heidegger, a su mujer Elfriede, a Jean Beaufret y a Kostas Axelos durante unos días en La Prévoté. Con mucha amabilidad, y aunque le molestaba el antisemitismo de la mujer de Heidegger, Sylvia preparó para la pareja desayunos a la alemana: sirvió embutidos. Pero, para su gran sorpresa, el filósofo no los tocó. Lacan no se preocupaba ni del nazismo de su huésped ni de sus gustos alimenticios, sino del diálogo que podría establecer con él. Como no hablaba alemán y Heidegger no conocía el francés, propuso a Kostas Axelos que sirviera de intérprete. El intercambio tomó entonces el aire de una conversación desenfadada. Después, mientras Axelos se quedaba en Guitrancourt con Beaufret para trabajar en la traducción de Was ist das die Philosophie? , Lacan se llevó a Heidegger, a Sylvia y a Elfriede a una visita relámpago a la catedral de Chartres. Conducía su automóvil a la velocidad de sus sesiones. Instalado delante, Heidegger no pestañeó, pero su esposa no paró de protestar. Sylvia participó a Lacan las inquietudes de ésta, sin lograr conmoverlo. Al regreso, Heidegger se quedó igual de silencioso, a pesar de las quejas redobladas de Elfriede. En cuanto a Lacan, apretaba a más y mejor el acelerador.[xvii]

El texto «Logos», cuya traducción emprendió Lacan después del viaje a Chartres, llevaba como título el significante central de toda la historia de la filosofía occidental. Formaba parte de un corpus compuesto de tres comentarios de fragmentos de Heráclito y de Parménides, «Moira, Aletheia, Logos», en los que Heidegger trataba de demostrar que la verdad presocrática, es decir, el origen verdadero o mítico del ser-ahí del hombre, había sido ocultado por dos mil años de historia de la filosofía. Y así la lengua alemana, por su superioridad sobre todas las demás, era, según Heidegger, la única capaz de redescubrir la verdad original de la lengua griega y de proporcionar al hombre una doctrina de la salvación que le permitiera transformar el mundo.

Era en la segunda versión de «Logos», publicada en 1954, donde Heidegger expresaba claramente esta doctrina, con un párrafo suplementario que no figuraba en la versión de 1951. Dicho de otra «manera, lejos de renegar de sus interrogaciones pasadas sobre la superioridad de la nación alemana, las transponía en un «comentario del comentario» (el párrafo añadido), donde afirmaba que sólo la adhesión a una superioridad de la lengua alemana podía remediar el rebajamiento de la civilización occidental y aportar una salvación a la filosofía ya la humanidad.[xviii]

El fragmento 50, escogido por Heidegger, enunciaba literalmente esto: «El arte es ciertamente escuchar, no a mí, sino a la razón, para saber decir en acuerdo toda cosa una.» Se trata de decir que el sujeto debe dejar actuar al lenguaje sabiendo escuchar y sin limitarse a la intención del locutor. De donde puede deducirse que el discurso está obligado a autorizarse en una autoridad que lo desposee. Como subraya Jean Bollack, el logos, en Heráclito, no remite a ninguna «positividad ontológica»: «No designa de ninguna manera la identidad de contrarios solidarios, su ‘reunión’ en una totalidad original.» El uno heracliteano no es pues el uno único en el sentido de lo que une, sino, por el contrario, el uno en el sentido de lo que se separa.

A partir de este fragmento, Heidegger inventaba un Heráclito a su medida. Asociándolo a Parménides, hacía de él el representante de una ontología en la que el referente no era ya la estructura del lenguaje, sino el ser-ahí de una presencia original. Esa ontologización del pensamiento heracliteano iba acompañada además de un desvanecimiento de la división en provecho de una concepción unitaria del ser. Por lo demás, jugando sobre la homofonía de los términos griegos logos y legein y de los verbos alemanes legen y lesen, asociaba «leer», «acostar», «recoger», «posar», «recogimiento», para mostrar que el logos es el «extender», el «reposo», pero también la «recolección del ser y del pensamiento en lo no-escondido», cuyo desvelamiento había que escuchar. El Heráclito de Heidegger anunciaba así la verdadera palabra del ser que debía cosecharse en el recogimiento y apretando entre los brazos toda desmesura del sujeto.

Dos cosas parecen haber incitado a Lacan a traducir este comentario heideggeriano del fragmento 50: la concepción heracliteana del lenguaje por una parte, la fascinación por el estilo de Heidegger por otra. Heráclito es el maestro que pretende no hablar según ningún maestro, pues de nada sirve haber escuchado la palabra de un maestro si la lección aprendida no enseña a formar un sentido. Pero Heráclito es también el que habla de un logos (en el sentido de lenguaje) que obliga al sujeto a borrarse ante la verdad que enuncia y que lo rebasa. Dejar actuar al logos o al significante: tal es la lección heracliteana retenida por Lacan en su «Discurso de Roma». Se trata de hablar de una palabra que habla en lugar del hombre y que hay que escuchar para restituir su sentido. Y, por supuesto, Lacan se presenta él mismo como un maestro sin maestro, en ruptura con las academias, único capaz de escuchar la verdadera palabra de Freud.

Lacan adoptaba una concepción heracliteana del lenguaje, pero no se refería jamás directamente al texto de Heráclito. Remitía al lector a las traducciones alemanas utilizadas por Heidegger y las traducía a su vez al francés. Se «apegaba » pues al texto heideggeriano para añadirle mejor sus propias preocupaciones, según un movimiento contradictorio. Por un lado, seguía a Heidegger en el terreno de su oscurantismo y de su primitivismo, llegando incluso, no sin ironía, a «sobreheideggerizar» el comentario (lefon  traducido por «lection», por ejemplo); por otra parte, salía de la etimologización quitándole al texto su mal gusto populista de estilo «Selva Negra»: «En suma», subraya Jean Bollack, «Lacan da pruebas de libertad y de soberanía en su manera de traducir. Arrastra el texto hacia la ciencia, hacia el arte y hacia el lenguaje, privilegiando el oír sobre el decir. Añade al texto algo mallarmeano.»[xix]

Allí donde Heidegger, por ejemplo, jugaba con la homofonía de los verbos legen (alemán) y legein (griego), Lacan jugaba en francés con la homofonía de las palabras léguer (legar), legs (legado) y lais (forma poética), introduciendo así en la traducción francesa un equivalente del juego heideggeriano sobre la lengua alemana y griega. Ese paso por Mallarmé era a todas luces una manera de reducir a nada la pretensión heideggeriana de la superioridad filosófica de la lengua alemana. Además, desnegativizaba el texto: siempre que el filósofo empleaba el término Unverborgenheit (no-oscuridad) para designar lo que se percibe del ser en Heráclito, Lacan traducía dévoilement (desvelamiento), privilegiando el acto de apertura mismo en detrimento de la idea de una pesquisa por «no-ocultación «.[xx]  Pero, sobre todo, cometía un acto sacrílego. En lugar de traducir la versión de 1954, que conocía perfectamente puesto que la citaba en nota en varias ocasiones, escogía la de 1951. Dicho de otra manera, sin explicación, se permitía amputar del texto definitivo de Heidegger su última parte, es decir aquel famoso «comentario del comentario» donde el filósofo enunciaba su doctrina: sólo un retorno al gran comienzo de Occidente puede salvar al hombre moderno del reino de la ciencia y de la técnica.[xxi]

Sin duda, Lacan se equivocaba de texto cuando traducía la versión de 1951 en lugar de la de 1954. Pero como en su trabajo hace referencia constantemente a la segunda versión para corregir la primera, no hay más remedio que interpretar textualmente la significación de esa amputación. Parece querer decir que prefirió el Heidegger comentador de Heráclito al Heidegger de la doctrina de la salvación y de la superioridad alemana. En otros términos, privilegió, en la obra heideggeriana, lo que tenía que ver con la concepción del lenguaje, y no conservó del estilo heideggeriano sino la técnica del comentario, poniendo el acento no en una ontología, sino en una estructura, no en una pesquisa por no-ocultación, sino en un desvelamiento como búsqueda de la verdad del deseo. Se comprende entonces por qué Beaufret y los heideggerianos dogmáticos guardaron silencio sobre esa traducción. Iba en contra de sus propios trabajos de etimologización jergática de la lengua heideggeriana. Fue pues objeto de un verdadero ostracismo, hasta el punto de no ser mencionada ni en la traducción ulterior debida a André Préau ni en los comentarios de los heideggerianos franceses referentes a la cuestión del logos.

El asesinato insidioso perpetrado en un texto a partir de una traducción indica lo que fue el itinerario de Lacan durante los diez años de la posguerra. Entre 1951 y 1956 efectuó efectivamente una lectura antisartreana de Heidegger, que le fue en gran parte inspirada por la relación transferencial con Beaufret. Pero, a partir del «Discurso de Roma», y a pesar de numerosas ambigüedades, se apartaba ya de los principales temas de la filosofía heideggeriana, en especial de toda visión apocalíptica de la ciencia y de toda ontología de la búsqueda, del origen o de la presencia. Más tarde, en su comentario al Banquete de Platón, se alejará todavía más de la idea heideggeriana de un origen del ser cuya claridad se habría oscurecido con la evolución del mundo moderno.[xxii]

Si Lacan pudo utilizar la obra heideggeriana de esa manera, era porque se prestaba, en la Francia de la posguerra, a semejante utilización. En ese sentido, Sartre tenía razón en subrayar: «Poco importa Heidegger, si descubrimos nuestro propio pensamiento en el de otro.» Nada era más cierto. La rumia heideggeriana fascinó a toda una generación, de manera hipnótica, en la medida en que no constituía un sistema, en que se situaba de entrada en la complejidad de un «entre-dos-lenguas», en el entramado de la verdad y de la mentira, en lo inextricable de la existencia y de la apariencia, con el doble riesgo de ser intransmisible (puesto que estaba sujeta a múltiples variaciones) e intraducible (puesto que cada quién podía encontrar en ella el eco de su propia palabra). Por esa posición paradójica, el pensamiento heideggeriano desempeñó un papel iniciático y pedagógico en la historia del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo xx. Y a este respecto, Lacan formó parte, por los mismos motivos que Sartre y más tarde Foucault y Derrida, de los que hicieron legible el texto heideggeriano en la misma medida en que, contrariamente a Beaufret ya sus alumnos más dogmáticos, se negaron a serle fieles a fin de captar mejor lo que, en él, era esencial: la capacidad de descubrir en lo otro lo que es en sí.

Como toda una generación, Lacan pasó pues por Heidegger para descubrir y para servir a Lacan. De ello da fe la presentación del primer número de La Psychanalyse donde apareció la traducción «autorizada» de «logos»: «En cuanto a la presencia aquí de M. Heidegger», escribía, «es por sí sola, para todos los que saben dónde se yergue la meditación más altiva del mundo, la garantía de que cuando menos hay una manera de leer a Freud que no da testimonio de un pensamiento tan barato como lo repite el detentador patentado de la fenomenología.»[xxiii]  Ese vibrante homenaje a «M. Heidegger» se parecía a una verdadera astucia de siux. Lacan no se contentaba con censurar el texto de aquel cuya «altiva meditación» exaltaba: utilizaba su nombre contra el de Sartre -el «detentador patentado»- a fin de asentar su estrategia de reconquista del movimiento psicoanalítico francés fundada en una lectura no fenomenológica de la obra freudiana.

Si la referencia a la problemática heideggeriana del desvelamiento de la verdad y del «dejar actuar a la palabra» seguía siendo masiva en el «Discurso de Roma», desapareció cuarenta años más tarde en el momento en que Lacan pronunció en la Sorbona una conferencia titulada «la instancia de la letra en el inconsciente, o la razón desde Freud»[xxiv], en la que asentaba una teoría del significante fundada ya no únicamente en una lectura de Saussure y de Lévi-Strauss, sino construida de manera lógica a partir de los trabajos de Roman Jakobson sobre la metáfora y la metonimia. En ese sistema, donde el inconsciente quedaba formalizado sobre el modelo de una estructura de lenguaje y donde se reivindicaba la entrada de Freud en el círculo de la ciencia, Lacan renunciaba a toda ontología. Dicho de otra manera, su apropiación de la obra heideggeriana estuvo gobernada por las dos lecturas sucesivas que hizo de la lingüística estructural. En la primera, la del «Discurso de Roma», no habiendo elaborado todavía su teoría del significante, conservaba la rumia heideggeriana sobre el origen y el desvelamiento; en la segunda, por el contrario, la de «la instancia de la letra», se desmarcaba de ella con una voluntad afirmada de situar el descubrimiento freudiano en el campo de la ciencia, gracias a una referencia a la razón y al cogito cartesiano. Y era en el momento en que más se alejaba de la obra heideggeriana cuando rendía al hombre Heidegger un homenaje acentuado: «Cuando hablo de Heidegger», escribía en 1957, «o más bien cuando lo traduzco, me esfuerzo en dejar a la palabra que profiere su significación soberana.»[xxv] ¡Curiosa manera de enredar aún más la mentira y la verdad para despedir a aquel en el que pretendía uno inspirarse! Heidegger quedaba abandonado aquí a la «significancia soberana» de su palabra, lejos de esa ciencia del significante a la que aspiraba Lacan. En cuanto al acto de traducción de «Logos», servía menos para transmitir el texto heideggeriano que para ilustrar la enseñanza de Lacan.

Que Lacan no fuese heideggeriano no le impidió querer apasionadamente ser reconocido por Heidegger, siendo así que éste no entendía nada de su enseñanza.[xxvi]  Con ello, se instauró una fantástica relación hecha de silencios, de malentendidos y de citas fracasadas entre esos dos hombres que, cada uno a su manera, se interrogaban sobre la cuestión de la palabra y del lenguaje. Silencio de Lacan a propósito de la traducción incompleta de «Logos», silencio de Heidegger sobre esa censura, distorsiones a propósito de la transferencia de las que Beaufret fue la víctima, silencio o ausencia de palabras durante el diálogo fracasado de Guitrancourt, después en la carretera de Chartres, silencio una vez más de los traductores de Heidegger sobre la traducción de «Logos» por Lacan, después de Lacan sobre el pasado nazi de Heidegger, silencio finalmente sobre otros dos momentos importantes de esa relación trapacera.

En 1959, durante una cena que reunía a Lacan, a su hija Judith, a Maurice de Gandillac, a Jean Beaufret y a Dina Dreyfus, la segunda mujer de Lévi-Strauss, estalló una viva discusión a propósito del pasado de Heidegger. La señora Dreyfus rechazó la idea misma de tomar en cuenta semejante filosofía, mientras que Beaufret negaba que esa filosofía tuviera nada que ver con el nazismo. En medio de los invitados, Lacan guardó silencio, acariciando los cabellos de Judith, y después trató de desviar la conversación hacia otro tema. Sin embargo, en ocasión de un texto de Les Temps Modernes de 1958 donde se había creído atacado por Jean Wahl, no había vacilado en responder a éste lo más claramente posible, subrayando en una carta que, en cuanto a la «prueba nazi», siempre había sido solidario de las víctimas y que no admitía que se pudiera dudar de ello un solo instante a propósito de «agravios para con Heidegger».[xxvii]

Siete años más tarde envió a Heidegger sus Escritos con una dedicatoria. En una carta al psiquiatra Medard Boss, éste comentó el suceso con estas palabras: «Seguramente usted también ha recibido el grueso libro de Lacan (Écrits). Por mi parte, no logro por ahora leer nada en ese texto manifiestamente barroco. Me dicen que el libro provoca un remolino en París semejante al que suscitó antaño El ser y la nada de Sartre.» Unos meses más tarde, añadía: «Le envío adjunta una carta de Lacan. Me parece que el psiquiatra necesita un psiquiatra.»[xxviii]  Ésa era pues la opinión que Heidegger tenía de Lacan…

Todavía una última vez, al enterarse de que el filósofo estaba enfermo, Lacan viajó a Friburgo, en compañía de Catherine Millot, para exponerle su teoría de los nudos. Habló abundantemente y Heidegger guardó silencio.[xxix]

[i] Hugo Ott, Martin Heidegger. Une biographie, París, Payot, 1990, pp. 196. 197. Víctor Farias, Heidegger et le nazisme, París, Verdier, 1987

[ii] Hugo Ott, op. cit., p. 342. Véase también Karl Lowith, La Marche a l’étoile, París, Hachette, 1988.

[iii] Hugo Ott, op. cit., p. 343.

[iv] Jean-Paul Sartre, «A propos de l’existentialisme: mise au point», 29 de diciembre de 1944, en: Michél Contat y Michel Rybalka, Les Ecrits de Sartre, París, Gallimard, 1970, p. 654.

[v] Les Temps modernes, noviembre 1946-julio 1947. y Alexandre Koyré, «L’évolution philosophique de Heidegger», Critique, 1 y 2, junio y julio 1946. G. Friedmann, «Heidegger et la crise de l’idée de progres entre les deux guerres», en: Eventail de l’histoire vivante, 1, Hommage à Lucien Febvfre, París, Armand Colin, 1953. Martin Heidegger, «le discours du Rectorat: I’université allemande envers et contre tout, elle-meme», y “Le Rectorat, faits et réflexions», Le Débat, 27 de octubre de 1983. «Martin Heidegger», Les Cahiers de l’Herne, 45, 1983. Magazine littéraire, especial Heidegger, 235, noviembre 1986.

[vi] Véase Georges Friedmann, op. cit.

[vii] Jacques Havet, Nécrologie de Jean Beaufret, Anuario de la Assotiation amicale des anciens éleves de l’ENS, 1984, pp. 82-94. Joseph Rovan, «Mon témoignage sur Heidegger», Le Monde, 8 de diciembre de 1987.

[viii] Jean-Michel Palmier, «Heidegger et le national-socialisme», Les Cahiers de l’Herne, op. cit., p. 351.

[ix] Jean Beaufret, Dialogue avec Heidegger, 4 vols., París, Minuit, 1977-1985.

[x] Martin Heidegger, Lettre sur l’humanisme, París, Aubier, 1964. Véase también Mouchir Aoun, » Approches critiques de la Lettre sur I’humanisme de Heidegger», Annales de philosophie, Beirut, Universidad Saint-Joseph, 1989.

[xi] Hugo Ott, op. cit., p. 371.

[xii] Conversación privada el 21 de diciembre de 1989.

[xiii] Conversaciones separadas con Kostas Axelos en mayo de 1985 y Françoise Gaillard el 26 de marzo de 1992.

[xiv] Marie-Claude Lambotte, «Entretienes avec Jean Beaufret», Spirales, 3, abril 1981.

[xv] Martin Heidegger, «Logos», traducido por J.L., La Psychanalyse, 1, PUF, 1956.

[xvi] Jean-Paul Aron, Les Modernes, París, Gallimard, 1984. .Jean Beaufret, Dialogue avec Heidegger, vol. IV, op. cit., pp. 75-88. Lucien Goldmann, carta,  Le Monde, 25 de enero de 1988.

[xvii] Desgraciadamente, no he podido consultar el archivo de Jean Beaufret confiado al IMEC. Pero es poco probable que éste haya colaborado en la traducción de «Logos» como lo afirma Judith Miller en Visages de mon pére, op. cit., p. 86. Como dice el propio Beaufret, trabajó en Guitrancourt en la traducción de la conferencia de Cerisy. Sobre el viaje a Chartres, véase HPF, 2, pp. 309-310.

[xviii] La traducción de Lacan es la primera que apareció en Francia. En la que hará después, André Préau no la menciona y parece incluso haberla ignorado por completo. Véase Martin Heidegger, Essais et conférences, París, Gallimard, colecc. «Tel», 1958. Observemos que Nicholas Rand, que hace dos comentarios sucesivos de «Logos», no menciona tampoco la traducción de Lacan; véase Cahiers Confrontation, 8, París, Aubier, 1982 y Le Cryptage et la vie des ouvres, París, Aubier, 1989. Por lo demás, es sólo en la segunda versión de su comentario de «Logos», es decir, después de la publicación del libro de Víctor Farias, cuando Nicolás Rand muestra que el texto de Heidegger lleva las huellas de su compromiso nazi. Véase E.R., «Vibrant hommage a Martin Heidegger», en: Lacan avec les philosophes, op. cit.

[xix] Jean Bollack y Heinz Wismann, Héraclite ou la séparation, París, Minuit, 1979. Jean Bollack, «Heidegger l’incontournable», Actes de la recherche en sciences sociales, 5-6, 1975. Y «Réflexions sur les interprétations du logos héraclitéen «, en: La Naissance de la raison en crece, actas del congreso de Niza, mayo 1987. Estoy en deuda con Jean Bollack por lo que aquí se refiere a la traducción hecha por Lacan de «Logos». Conversación del 16 de abril de 1992.

[xx] André Préau traducirá el término por non-occultation, en: Essais et conférences, op. cit., p. 254, y Jean Beaufret por ouvert sans retrait [abierto sin retirada], en: Dialogue…, IV, op. cit., p. 78.

[xxi] Fue Bertrand Ogilvie quien me llamó la atención sobre la existencia de esa amputación. Stoian Stoianoff me llamó después la atención sobre la diferencia entre las dos versiones; 1° Festschrift für Hans Jantzen, Berlín, Geb. Mann, 1951.2° Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, Gunther Neske, 1954.

[xxii] J.L., S. VIII. Véase bibliografía.

[xxiii] J.L., «Liminaire», La Psychanalyse, 1, 1956, p. VI.

[xxiv] J.L., «L’instance…», La Psychanalyse, 3, 1957. Incluido en E. con algunas modificaciones. Véase bibliografía.

[xxv] Ibid., p. 528. [trad. esp., cit., 1, 212.]

[xxvi] La pasión puede leerse en la tarjeta postal dirigida a Judith y fechada el 29 de febrero de 1956, en la que Lacan escribe estas palabras, cuando acaba de aparecer su traducción de «Logos»: «Debíamos ver a Martin Heidegger hoy, pero el mal tiempo nos ha hecho fallar. Para consolarme, lo leo todo el día y se lo explico a tu mamá» (Visages de mon pére, op. cit., p. 88).

[xxvii] Carta a Jean Wahl del 26 de marzo de 1958 (IMEC). Anécdota relatada públicamente por Maurice de Gandillac el 18 de marzo de 1988.

[xxviii] Citado por A. Granel y por S. Weber, sobre Sein und Zeit, ed. alemana, p. 348. Lacan avec les philosophes, op. cit., pp. 52 y 224.

[xxix] Conversación con Catherine Millot en mayo de 1990.

Fernandez Walker, Wagner y la revolución sin descanso

18 May

Sin título

En las afueras de Leipzig, a unos pocos minutos del centro histórico de la ciudad –una ciudad poblada de referencias culturales, de la música de Bach, Mendelssohn o Schumann a la Taberna de Auerbach en la que, según Goethe, el Dr. Fausto y el mismísimo Demonio iban de copas–, es posible visitar uno de los monumentos más imponentes y enigmáticos de Europa: hasta su propio nombre, para los extranjeros, parece un desafío casi tan abrumador como los 500 escalones que conducen a la cúspide. Se trata del Völkerschlachtdenkmal, o Monumento de la Batalla de las Naciones, erigido en 1913 para celebrar el centenario del triunfo de las tropas prusianas y rusas sobre el ejército napoleónico y sus aliados.

La batalla tuvo lugar en octubre de 1813, muy cerca de la casa en la que unos meses antes, el 22 de mayo, había nacido Richard Wagner. La coincidencia podría ser un dato anecdótico, pero lo cierto es que, en los cien años que transcurrieron entre la Batalla de las Naciones y la erección de su monumento, Alemania pasó de ser un agregado de reinos y estados dispersos a una potencia en plena expansión, al borde de lo que, utópicamente, se llamaría “Ultima Gran Guerra”. Y la vida y la obra de Wagner no sólo se desarrollaron sobre ese telón de fondo: también fueron, a su modo, símbolo de esa transformación y parte del combustible que la motorizó. La obra de Wagner, tantas veces comparada con La fundición de acero (1875) de Adolph von Menzel, es más que un reflejo de la consolidación de Alemania como una potencia: allí donde Menzel refleja el vientre de la ballena, la contemporánea tetralogía El anillo del nibelungo (1876) elabora un relato de aliento épico que, a partir de un presente turbulento, reconstruye un pasado mítico y anuncia un utópico futuro.

La genialidad de Wagner, lo que hace que hoy, a doscientos años de su nacimiento, su nombre continúe siendo objeto de devoción, rechazo, discusiones interminables y permanente reinterpretación de su obra, reside en la profunda ambigüedad que atraviesa todas sus creaciones y hasta su propia biografía.

Sus contradicciones son, en realidad, las de Alemania y, más aún, las de toda Europa: las ya habituales polémicas ante cada nueva producción demuestran que su figura continúa siendo una herida abierta, tan difícil de cerrar como la del rey Amfortas en la última y más problemática de sus óperas. Desde su primera creación para la escena, Las hadas (1833) hasta Parsifal (1882), las obras de Wagner están protagonizadas siempre por personajes escindidos, tironeados por dos universos enfrentados, torturados por un quiebre interior, para los que la elección de uno de esos polos opuestos conduce invariablemente a la muerte. Como ninguna otra creación del siglo XIX, la música de Wagner pone de manifiesto de manera desgarradora la tensión interior de sus personajes: por cierto, no fue Wagner el que “inventó” el uso expresivo del cromatismo, de la tensión armónica y de la postergación de la resolución de la disonancia. Pero sin ninguna duda fue el maestro absoluto en la elaboración de todo un programa estético a partir de esos recursos.

El tercer acto de Tristán e Isolda (1865) es emblemático: durante casi una hora lo único que vemos sobre el escenario es el héroe herido, delirando por la fiebre, la nostalgia y la culpa. Tristán está esperando el regreso de Isolda, y nosotros somos testigos de esa interminable espera. La música que refleja la agitación afiebrada de Tristán está entre lo más revolucionario que escribió Wagner: pero, cuando la tensión se hace insostenible, llega el reposo. Es el típico recurso por el cual Wagner recibió de Nietzsche la acusación de “viejo hechicero”: todo fue apenas un truco mediante el cual se postergó la gratificación. Cuando se interpreta en versión de concierto el preludio de Tristán e Isolda seguido por la “muerte de amor”, queda de manifiesto hasta qué punto una es la resolución del otro. Como si se vieran sucesivamente el primero y el último capítulo de una telenovela, uno se pregunta si no podría haberse ahorrado las cuatro horas de ópera que median entre el ambiguo acorde inicial y la caída del telón.

Desde ya, las cosas no son tan sencillas. Por lo pronto, en el caso de Tristán e Isolda , la resolución es engañosa. Después de la larga agonía del tercer acto, Tristán muere inmediatamente, apenas advierte el regreso de su amada. El final de la espera coincide, para él, con el instante de la muerte. Pero la obra continúa: falta aún el perdón del rey y la “muerte de amor” de Isolda. Ese final resuelve la tensión que había abierto el acorde inicial cuatro horas antes, pero la verdadera resolución de la historia se posterga una vez más: el reencuentro de Tristán e Isolda se proyecta en un más allá que se prolonga en la oscuridad que le sigue a la caída del telón. Toda la ópera no es sino la manifestación sensible de esa palabra tan difícil de traducir a otros idiomas y que los alemanes llaman Sehnsucht. El sentimiento romántico por excelencia: la nostalgia que genera, al mismo tiempo, un dolor infinito y un infinito placer. La melancolía como una de las bellas artes.

Lo cual conduce a otro aspecto de la revolución wagneriana: la dimensión de sus creaciones. ¿Por qué –se preguntan muchos– las óperas de Wagner duran entre cuatro o cinco horas? Hasta las excepciones a la regla, las obras que duran apenas dos horas y media ( El holandés errante y El oro del Rin ), no tienen intervalos, como para que, si no son tan extensas, al menos lo parezcan. Esa extensión es fundamental para que la obra surta su efecto: mediante recursos dramáticos y musicales, Wagner provoca la total alteración de nuestra percepción del tiempo. La indefinida postergación de la resolución reduce la obra a la pura tensión entre los opuestos: sensualidad y ascetismo, fidelidad y traición, sueño y vigilia, realidad y apariencia, revolución y restauración. Wagner parece dilatar al máximo el momento de la elección entre esos opuestos porque, en el fondo, no quiere elegir. El aparente estatismo de la obra de Wagner es un espejismo producido por pequeñas y permanentes transformaciones.

Parsifal es la obra emblemática al respecto: durante la transformación del primer acto, Gurnemanz declara que allí “el tiempo se convierte en espacio”. En el tercer acto, cuandoParsifal regrese, ya adulto, a la comunidad de Grial, no sabremos exactamente cuánto tiempo transcurrió, como tampoco sabemos cuánto tiempo estuvo dormida Brunilda en la roca de las Walkyrias, ni cuánto tiempo pasó Tannhäuser en el Venusberg. Sabemos que pasaron siete años desde la última estadía del Holandés en tierra firme, pero no sabemos cuántas veces pasaron, antes, otros siete años. El propio final de la tetralogía, que, como en todo anillo, coincide con su comienzo –las ninfas jugando con el oro entre las aguas–, sugiere que todo ese relato épico puede haberse repetido desde siempre, en un loop permanente.

De ahí que cuando se habla de la importancia del mito en la obra de Wagner no alcance con señalar los libretos de sus óperas, la elección de los personajes y las situaciones. No se trata de obras protagonizadas por personajes mitológicos, sino de esfuerzos por crear un lenguaje musical que sea, él mismo, mítico. Relatar las historias y los símbolos ocultos en los dramas de Wagner puede resultar interesante, pero no permite apreciar en dónde reside la importancia del proyecto wagneriano. La revolución musical producida por Wagner fue de tal magnitud que no sólo toda Europa cayó bajo su influjo –basta con mirar la escena musical de fines del siglo XIX en Francia, Inglaterra, España o Rusia para ver hasta qué punto la fiebre wagneriana se había difundido por todo el continente, e incluso había atravesado el océano para instalarse en América–; en cierto sentido, todavía hoy estamos viviendo bajo los efectos de esa revolución.

En su juventud, Wagner había escapado de lo que para él era el irrespirable ambiente provinciano de las ciudades alemanas, para probar fortuna en París. La traumática experiencia en la capital francesa le inspiró un nuevo propósito: redescubrir su “germanidad” y volver a su tierra para crear allí un ambiente propicio para el desarrollo de su obra. Paradójicamente, lo que antes era visto como una carencia, ahora se presentaba como una oportunidad. “Alemania” era más una idea que una realidad, y el propósito de Wagner era que la realidad se ajustara a sus ideales. El instrumento emancipador de la sociedad, la herramienta con la que el demiurgo Wagner quiso construir su Alemania, debía ser el drama musical. Las referencias a “la obra de arte del futuro” en la literatura wagneriana aluden a ese elemento fundacional.

Hay, desde luego, un componente megalómano en el asunto, y casi todos los contemporáneos que dejaron testimonios de la personalidad wagneriana dan cuenta de su irrefrenable manía de hablar de sí mismo, de sus proyectos, de intervenir en los debates públicos mediante panfletos incendiarios y participar en cuanta revuelta se generara en la convulsionada Europa de mediados del siglo XIX. Pero lo sorprendente de la megalomanía wagneriana es que si, por definición, una utopía es la negación misma de un lugar ( tópos ) en el que realizarse, Wagner encontró, en Bayreuth, el lugar perfecto para su utopía, que todavía hoy continúa funcionando.

En efecto, Bayreuth es la palabra capaz de concentrar en sí todas las contradicciones, toda la fascinación y el rechazo que produce el proyecto wagneriano. La desmesura de ese proyecto contrasta con la austeridad espartana del teatro y de la ciudad misma. Su ubicación, en el corazón de Baviera, alejada de las grandes urbes, transforma la mera visita a la ciudad en una suerte de peregrinación. La intención de que Parsifal se interpretara únicamente en el teatro de los festivales terminaba de conferirle ese aura ritual, casi mística, a toda la obra de Wagner, y no sólo a su última creación. La “obra de arte total” incluía también la gestualidad del oficio religioso como aspiración a la trascendencia.

Lo que se escondía allí era un proyecto pedagógico: una politización de lo estético acorde a la incipiente sociedad de masas. En ese sentido, el proyecto wagneriano fracasó: las masas, para las que las funciones en el teatro de los Festivales serían subvencionadas por el Estado, nunca se acercó a Bayreuth. Casi desde el comienzo, el Festival se convirtió en lo que es todavía hoy: un acontecimiento seguido con atención en todo el mundo, pero al que sólo logran asistir unos pocos elegidos. Con todo, la intuición wagneriana del espectáculo de masas logró imponerse, incluso más allá de las fronteras de Alemania, al punto de que toda la política del siglo pasado puede ser entendida como una subversión (o, según otros, el cabal cumplimiento) del ideal wagneriano, reformulado ahora como estetización de la política.

Este es, sin duda, el aspecto más problemático de la figura de Wagner: su sombra proyectada sobre el siglo XX y hasta nuestros días. No deja de ser sintomático que “el caso Wagner” haya involucrado a filósofos como Nietzsche, Heidegger, Adorno, Benjamin o, en la actualidad, Alain Badiou o Zizek. Cuando Zizek afirmó que “quien no quiere hablar sobre Bayreuth, debe callar sobre Europa”, su exageración retórica escondía una realidad: Wagner es, todavía hoy, un “problema” en el sentido filosófico del término. Una cuestión a ser abordada, un interrogante que no pierde su actualidad o su urgencia.

La mención de Bayreuth por parte de Zizek remite al lugar que ocupaba Auschwitz en la filosofía de Adorno: el punto de quiebre en la historia de Europa. El “caso Wagner” es, en cierto modo, el interrogante por la línea que une ambos puntos. El problema es complejo, porque en él se conjugan cuestiones muy diversas: desde el antisemitismo wagneriano hasta la estrecha relación de los descendientes de Wagner con el propio Hitler, quien había planeado, una vez ganada la guerra, transformar Bayreuth en un gigantesco altar en el que celebrar los “Festivales de la Paz”. Es precisamente la asociación entre la obra de Wagner y el régimen nazi lo que decidió el boicot de la Orquesta Filarmónica de Israel hacia la música de Wagner, después de la Kristallnacht de 1938. En los primeros años, bajo la dirección de Arturo Toscanini –un habitual invitado a Bayreuth por entonces– la Filarmónica de Israel había interpretado música de Wagner sin problemas (todavía hoy, si bien por otras razones, resulta más fácil conseguir discos de Wagner en Israel que en la Argentina). La reciente cancelación de una producción de Tannhäuser en Düsseldorf, plagada de simbología nazi, demuestra que el problema dista mucho de estar saldado.

El documental Wagner & Me (2010), del actor británico Stephen Fry, aborda la “cuestión Wagner” de manera personal: Fry intenta conciliar su herencia judía con su fascinación por la música de Wagner, y culmina su búsqueda con una traumática e iluminadora peregrinación a Bayreuth. La primera persona es el principal hallazgo del documental: la llaga que significa la obra de Wagner es única e intransferible, se experimenta en un plano íntimo, a pesar de que toda la idea wagneriana de la “obra de arte total” esté pensada como experiencia colectiva. Como en una larga tradición muy presente en lo que se llamó “mística alemana” (aunque no se origina ni se agota en ella), la redención del individuo está indisolublemente asociada a la redención de toda la comunidad.

La importancia del arte como elemento redentor en la obra de Wagner es otra de sus características, muchas veces señalada. En Tannhäuser , cuyo título original iba a ser El monte de Venus (sus amigos convencieron a Wagner de cambiarlo, para evitar las bromas soeces), la disputa entre el ideal de castidad asociado al universo cristiano opuesto a una sexualidad amenazante, a la vez territorio de perdición y de deleite, se manifiesta en un concurso de canto entre trovadores medievales.

En Los maestros cantores de Nürnberg , otra obra con un certamen de canto como eje dramático, lo que está en disputa no es otra cosa que la idea misma de nación alemana. El final de la obra declara explícitamente este programa: “aun si el Sacro Imperio Romano-Germánico llegara algún día a disolverse, el sagrado arte alemán logrará sobrevivir para siempre”. En una reciente producción de la Opera de Nürnberg, el coro cantaba estos versos mientras agitaba las banderas de la Unión Europea, como si el director de escena quisiera diluir el componente nacionalista apelando al concierto de las naciones. Desde luego, el efecto fue el contrario, e involuntariamente más perturbador: las banderas azules contrastaban con las palabras del coro, evocando en el espectador la imagen de una Europa en la que Alemania ejerce hoy un papel disciplinador. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, ese final no se cantaba: la ecuación Alemania = Arte + Imperio sonaba demasiado disonante para los oídos europeos.

La incomodidad que aún se percibe en el público cuando se cantan esos versos finales es similar a la que despierta en el visitante, alemán o extranjero, al Monumento a la Batalla de las Naciones. Es casi imposible no pensar en la obra de Wagner al entrar en esa intimidante estructura, a la vez fascinante y repulsiva. No ver a Fafner, a Fasolt o a los guardianes del Grial en las desmesuradas esculturas de su interior. Una estrecha escalera de piedra conduce a la terraza, desde la que se puede ver, en un golpe de ojo, la ciudad de Leipzig. Como en la última visión del Dr. Fausto, la obra de Wagner produce, todavía hoy, ese mismo vértigo.

Zizek-Sloterdijk, la quiebra de la civilización occidental

27 Abr
  1. Traful 2011 014
  2. Desde la crisis económica y el rol de las religiones hasta el caso Strauss-Kahn, dos de los filósofos más leídos de la actualidad analizan presente y futuro de Occidente. “Hemos acumulado tantas deudas que la promesa de reembolso en la cual se funda la seriedad de nuestra construcción del mundo ya no puede sostenerse”, denuncian.
  3. Occidente vive una crisis del porvenir: las nuevas generaciones ya no creen que vivirán mejor que las anteriores. Una crisis de sentido, de orientación y de significación. Occidente sabe más o menos de dónde viene pero le da trabajo saber adónde va. Ciertamente, como decía el poeta francés René Char, “nuestra herencia no es precedida por ningún testamento” y a cada generación le corresponde dibujar su horizonte. Nuestros tormentos, sin embargo, no son infundados. El sentido de lo común se fragmentó. Con el “cada uno en lo suyo”, el sentimiento de pertenencia a un proyecto que trascienda las individualidades se evaporó. El derrumbe del colectivismo –tanto nacionalista como comunista– y del progresismo económico dio lugar al imperio del “yo”. El sentido del “nosotros” se dispersó.

    La idea de partición, de bien común y de comunidad parece volar en pedazos. Sin embargo, son muchos todavía los que no desean confiar la idea de comunidad a los comunitarismos que acosan a un planeta desgarrado. Entre ellos se cuentan Peter Sloterdijk y Slavoj Zizek, filósofos europeos, que aceptaron debatir públicamente por primera vez sobre estos temas.

    Todo los separa en apariencia. El primero es un seguidor de la filosofía individualista de Nietzsche; el otro, un marxista allegado a los movimientos alternativos. El primero es más bien liberal, el segundo, calificado como radical. Gracias a la fuerza metafórica puesta al servicio de sus audacias teóricas, Peter Sloterdijk (se pronuncia “Sloterdeik”) se dedica a captar la época sobre todo gracias a una morfología general del espacio humano, su famosa trilogía de las “esferas”, que se presenta como un análisis de las condiciones por las cuales el hombre puede volver habitable su mundo.

    Aliando a Marx con y la trilogía de ciencia ficción Matrix , haciendo malabarismos entre Hegel y Hitchcock, el pensador esloveno Slavoj Zizek (se pronuncia “Yiyek”) es una figura notoria de la “filosofía pop”, tan severo con el capitalismo global como con cierta franja de la izquierda radical, que articula sin cesar las referencias de la cultura elitista (ópera) y popular (cine) a las grandes deflagraciones planetarias.

     

    Este encuentro inédito está relacionado con la publicación concomitante de dos trabajos destinados a pensar la crisis que atravesamos. Con Vivre la fin des temps (Flammarion), Zizek analiza las diferentes formas de aprehender la crisis del capitalismo. Para él, los cuatro jinetes del Apocalipsis (desastre ecológico, revolución bioenergética, mercantilización desmesurada y tensiones sociales) están, diezmándolo: la negación (la idea de que la miseria o los cataclismos “no pueden pasarme a mí”), el regateo (“que me dejen el tiempo de ver a mis hijos recibidos”), la depresión (“voy a morir, para qué preocuparme por algo”) y la aceptación (“no puedo hacer nada, mejor que me prepare”). Y propone alternativas e iniciativas colectivas para recobrar el sentido de un comunismo despojado de su gregariedad aliado a un cristianismo liberado de su creencia en la divinidad.

    Con Tu dois changer ta vie (Libella/Maren Sell), Peter Sloterdijk esboza otras soluciones, más individuales y espirituales. Inspirado por el poema de Rainer Maria Rilke consagrado a un torso antiguo del Louvre, trata de inventar en los ejercicios espirituales de los religiosos un nuevo cuidado de sí mismo, una nueva relación con el mundo. Desde el quebranto del crédito hasta el caso que derivó en la renuncia del director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, un diálogo inédito para cambiar de rumbo. Colectivas o individuales, políticas o espirituales, las ideas-fuerza de dos pensadores iconoclastas para evitar los callejones sin salida de la globalización.

    Por primera vez desde 1945, la idea de porvenir está en crisis en Europa. Y a Occidente le cuesta creer en el progreso, como lo muestran estas nuevas generaciones que ya no imaginan que vivirán mejor que sus mayores. Desafección política, crisis económica o crispación identitaria: ¿podemos hablar, para ustedes, de una crisis de civilización?

     

    Peter Sloterdijk: ¿Qué queremos decir cuando empleamos el término “civilización occidental”, en la cual vivimos desde el siglo XVII? En mi opinión, hablamos de una forma de mundo creada en base a la idea de una salida de la era del apego al pasado. La primacía del pasado se rompió: la humanidad occidental inventó una forma de vida inaudita fundada en la anticipación del porvenir. Esto significa que vivimos en un mundo que se “futuriza” cada vez más. Creo, por ende, que el sentido profundo de nuestro “ser en el mundo” reside en el futurismo, que es el rasgo fundamental de nuestra forma de existir.

    La primacía del porvenir data de la época en que Occidente inventó este nuevo arte de hacer promesas, a partir del Renacimiento, cuando el crédito ingresó en las vidas de los europeos. Durante la Antigüedad y la Edad Media el crédito no desempeñaba prácticamente ningún papel porque estaba en manos de los usureros, condenados por la Iglesia. El crédito moderno, en cambio, abre un porvenir. Por primera vez, las promesas de reembolsos pueden ser cumplidas o mantenidas. La crisis de civilización radica en lo siguiente: entramos en una época en la cual la capacidad del crédito de inaugurar un porvenir sostenible está cada vez más bloqueada porque hoy se toman créditos para reembolsar otros créditos. En otras palabras, el “creditismo” ingresó en una crisis final. Hemos acumulado tantas deudas que la promesa del reembolso en la cual se funda la seriedad de nuestra construcción del mundo ya no puede sostenerse. Pregúntenle a un estadounidense cómo imagina el pago de las deudas acumuladas por el gobierno federal. Su respuesta seguramente será: “Nadie lo sabe” y creo que ese no saber es el núcleo duro de nuestra crisis.Nadie en esta Tierra sabe cómo pagar la deuda colectiva. El porvenir de nuestra civilización choca contra un muro de deudas.

    Zlavoj Zizek: adhiero totalmente a esa idea de una crisis del “futurismo” y de la lógica de crédito. Pero tomemos la crisis económica llamada de las subprimes de 2008. Todo el mundo sabe que es imposible pagar créditos hipotecarios, pero cada uno se comporta como si fuera capaz de hacerlo. Yo a eso lo llamo en mi jerga psicoanalítica, una denegación fetichista: “Sé perfectamente que es imposible, pero de todos modos voy a tratar…” Sabemos muy bien que no podemos hacerlo, pero actuamos en la práctica como si pudiéramos hacerlo. Sin embargo, emplearía el término “futuro” para designar lo que Peter Sloterdijk llama el “creditismo”. El término “porvenir”, por otra parte, me parece más abierto. La fórmula no future es pesimista pero la palabra “porvenir” es más optimista. Y aquí no estoy tratando de dar un nuevo impulso al comunismo de Marx que está emparentado, efectivamente con un creditismo desmesurado. Para caracterizar nuestra situación, económica y política, ideológica y espiritual, no puedo dejar de recordar una historia probablemente apócrifa. Se trata de un intercambio de telegramas entre los estados mayores alemán y austríaco durante la Gran Guerra. Los alemanes habían enviado un telegrama a los austríacos diciéndoles: “Aquí, la situación en el frente es seria pero no catastrófica” y los austríacos respondieron: “Aquí, la situación es catastrófica pero no seria”. Y eso es lo catastrófico: no podemos pagar las deudas pero, en cierta forma, no lo tomamos en serio. Además de ese muro de deudas, la época actual se acerca a una suerte de “grado cero”. En primer lugar, la enorme crisis ecológica nos impone no continuar en esta vía político-económica. Segundo, el capitalismo, como sucede en China, ya no está naturalmente asociado a la democracia parlamentaria. Tercero, la revolución biogenética nos impone inventar otra biopolítica. En cuanto a las divisiones sociales mundiales, crean las condiciones de explotaciones y alzamientos populares sin precedente. La idea de lo colectivo también se ve afectada por la crisis.

     

    ¿Cómo volver a dar sentido a lo “común” en la hora del individualismo desenfrenado?

    S.Z.: Aunque debemos rechazar el comunitarismo ingenuo, la homogeneización de las culturas, igual que ese multiculturalismo en que se ha convertido la ideología del nuevo espíritu del capitalismo, debemos hacer dialogar las civilizaciones y los individuos singulares. A nivel de los particulares, hace falta una nueva lógica de la discreción, de la distancia, de la ignorancia incluso. En la medida en que la promiscuidad se ha vuelto total, es una necesidad vital, un punto crucial.

    A nivel colectivo, es necesario, efectivamente inventar otra forma de articular lo común. Ahora bien, el multiculturalismo es una falsa respuesta al problema, por un lado porque es una suerte de racismo denegado, que respeta la identidad del otro pero lo encierra en su particularismo. Es una suerte de neocolonialismo que, a la inversa del colonialismo clásico, “respeta” las comunidades, pero desde el punto de vista de su postura de universalidad. Por otra parte, la tolerancia multicultural es una engañifa que despolitiza el debate público, remitiendo las cuestiones sociales a las cuestiones raciales, las cuestiones económicas a las consideraciones étnicas. Hay también mucho angelismo en esta postura de la izquierda posmoderna. Es así como el budismo puede servir para legitimar un militarismo extremo: en los años 1930-1940, el establecimiento del budismo zen no sólo apoyó la dominación del imperialismo japonés sino que incluso lo legitimó. Utilizo deliberadamente el término “comunismo”, pues mis problemas en realidad son los bienes “comunes” como la biogenética y la ecología.

     

    ¿Cómo volver a dar sentido a lo “común” en la hora del individualismo desenfrenado?

    S.Z.: Aunque debemos rechazar el comunitarismo ingenuo, la homogeneización de las culturas, igual que ese multiculturalismo en que se ha convertido la ideología del nuevo espíritu del capitalismo, debemos hacer dialogar las civilizaciones y los individuos singulares. A nivel de los particulares, hace falta una nueva lógica de la discreción, de la distancia, de la ignorancia incluso. En la medida en que la promiscuidad se ha vuelto total, es una necesidad vital, un punto crucial.

    A nivel colectivo, es necesario, efectivamente inventar otra forma de articular lo común. Ahora bien, el multiculturalismo es una falsa respuesta al problema, por un lado porque es una suerte de racismo denegado, que respeta la identidad del otro pero lo encierra en su particularismo. Es una suerte de neocolonialismo que, a la inversa del colonialismo clásico, “respeta” las comunidades, pero desde el punto de vista de su postura de universalidad. Por otra parte, la tolerancia multicultural es una engañifa que despolitiza el debate público, remitiendo las cuestiones sociales a las cuestiones raciales, las cuestiones económicas a las consideraciones étnicas. Hay también mucho angelismo en esta postura de la izquierda posmoderna. Es así como el budismo puede servir para legitimar un militarismo extremo: en los años 1930-1940, el establecimiento del budismo zen no sólo apoyó la dominación del imperialismo japonés sino que incluso lo legitimó. Utilizo deliberadamente el término “comunismo”, pues mis problemas en realidad son los bienes “comunes” como la biogenética y la ecología.

     

    S.Z.: Mi idea no consiste tanto en buscar un “co-inmunismo” como en revitalizar la idea de un verdadero comunismo. Pero, tranquilícense, se trata más del de Kafka que el de Stalin, más el de Erik Satie que el de Lenin. Efectivamente, en su último relato Joséphine la cantante o el pueblo de las ratas , traza la utopía de una sociedad igualitaria, un mundo con artistas, como esta cantante Joséphine, cuyo canto reúne, subyuga y deja pasmadas a las multitudes, y que es celebrada sin por ello obtener ventajas materiales.

    Una sociedad de reconocimiento que mantiene lo ritual, revitaliza las fiestas de la comunidad, pero sin jerarquía ni gregariedad. Idem para Erik Satie. Sin embargo, todo parece alejar de la política al famoso autor de las Gymnopédies . El mismo declaraba componer una “música de amueblamiento”, una música ambiental o de fondo. Y no obstante fue miembro del Partido Comunista. De todos modos, lejos de escribir cantos de propaganda, él daba a escuchar una suerte de intimidad colectiva, justo lo opuesto a la música de ascensor. Y es esa mi idea del comunismo.

    Para salir de la crisis, usted, Sloterdijk, opta por la reactivación de los ejercicios espirituales individuales, en tanto que usted, Zizek, insiste en las movilizaciones políticas colectivas y en la reactivación de la fuerza emancipadora del cristianismo. ¿Por qué tales divergencias?

     

    P.S.: Yo propongo introducir el pragmatismo en el estudio de las presuntas religiones: esa dimensión pragmática obliga a mirar más de cerca qué hacen los religiosos, a conocer las prácticas interiores y exteriores, que se pueden describir como ejercicios que forman una estructura de personalidad. Lo que yo llamo el sujeto principal de la filosofía y la psicología es el portador de las series de ejercicios que componen la personalidad. Y algunas de las series de ejercicios que constituyen la personalidad pueden describirse como religiosas.

    ¿Pero qué significa esto? Se hacen ejercicios mentales para comunicarse con un partenaire invisible, son cosas absolutamente concretas que es posible describir, no hay nada de misterioso en eso. Creo que hasta nueva orden, el término “sistema de ejercicios” es mil veces más operativo que el término “religión” que remite a la santurronería estatal de los romanos. No debemos olvidar que la utilización de los términos “religión” “piedad” o “fidelidad” estaba reservada en tiempos de los romanos a los epítetos que llevaban las legiones romanas estacionadas en el valle del Rin y en todas partes. El privilegio más elevado de una legión era portar los epítetos pia fedelis , porque eso expresaba una lealtad particular al emperador en Roma. Creo que los europeos simplemente olvidaron lo que quiere decir religio . La palabra significa literalmente “diligencia”. Cicerón dio la etimología correcta: leer, legere , religere , es decir, estudiar atentamente el protocolo para organizar la comunicación con los seres superiores. Es, por ende, una suerte de diligencia o en mi terminología, un código de entrenamiento. Por esa razón creo que “la vuelta de lo religioso” sólo sería eficaz si pudiera llevar a prácticas de ejercicios intensificados. Por el contrario, nuestros “nuevos religiosos” no son, la mayoría de las veces, más que soñadores perezosos. Pero en el siglo XX, el deporte se impuso en la civilización occidental. No volvió la religión, reapareció el deporte, después de haber sido olvidado durante casi 1.500 años. No fue el fideísmo sino el atletismo el que ocupó el primer plano. Pierre de Coubertin quiso crear una religión del músculo en los primeros años del siglo XX. Fracasó como fundador de una religión, pero triunfó como creador de un nuevo sistema de ejercicios.

     

    S.Z.: Considerar la religión como un conjunto de prácticas corporales ya existía en las vanguardias rusas. El realizador soviético Serguei Eisenstein (1898-1948) escribió un texto muy bello sobre el jesuita Ignacio de Loyola (1491-1556) como alguien que sistematizó algunos ejercicios espirituales. Mi tesis sobre la vuelta al cristianismo es muy paradójica: creo que solamente a través del cristianismo uno puede sentirse verdaderamente ateo.

    Si consideramos los grandes ateísmos del siglo XX, se trata en realidad de una lógica totalmente distinta, la de un “creditismo” teológico. El físico danés Niels Bohr (1885-1962) uno de los fundadores de la física cuántica, recibió la visita de un amigo en su dacha . Este sin embargo se resistía a pasar la puerta de su casa por una herradura que estaba clavada –una superstición para impedir que entraran los malos espíritus. Y el amigo le dijo a Bohr: “Eres un científico de primer nivel, ¿cómo puedes creer en esas supersticiones populares?” “¡No las creo!” respondió Niels Bohr. “¿Pero entonces por qué dejas esa herradura?”, insistió el amigo. Y Niels Bohr tuvo esta respuesta excelente: “Alguien me dijo que da resultado aunque uno no crea”. Sería una imagen bastante buena de nuestra ideología actual. Creo que la muerte de Cristo en la cruz significa la muerte de Dios y que ya no es más el Gran Otro que mueve los hilos. La única forma de ser creyente, después de la muerte de Cristo, es participar en vínculos colectivos igualitarios. El cristianismo puede ser entendido como una religión de acompañamiento del orden de lo existente o una religión que dice “no” y ayuda a resistir. Creo que el cristianismo y el marxismo deben combatir juntos la marejada de nuevas espiritualidades así como la gregariedad capitalista. Yo defiendo una religión sin Dios, un comunismo sin amo.

     

    El momento histórico que atravesamos parece estar signado por la ira. Una indignación que culmina en la consigna “¡Fuera!” de las revoluciones árabes o las protestas democráticas españolas. Ahora bien, según Zizek, usted Sloterdijk es demasiado severo con los movimientos sociales que a su criterio provienen del resentimiento.

    P.S.: Hay que distinguir la ira del resentimiento. Hay toda una gama de emociones que pertenecen al régimen del thymos , o sea, al régimen del orgullo. Existe una suerte de orgullo primordial, irreductible, que está en lo más profundo de nuestro ser. En esa gama del thymos se expresa la jovialidad, contemplación benévola de todo lo que existe. Aquí, el campo psíquico no conoce trastorno. Si bajamos en la escala de los valores, es el orgullo de sí mismo.

    Bajamos un poco más y es la vejación de ese orgullo lo que provoca la ira. Si la ira no puede expresarse, está condenada a esperar para expresarse más tarde y en otra parte, eso lleva al resentimiento, y así hasta el odio destructivo que quiere aniquilar el objeto del cual salió la humillación. No olvidemos que la buena ira, según Aristóteles, es el sentimiento que acompaña al deseo de justicia. Una justicia que no conoce la ira es una veleidad impotente. Las corrientes socialistas del siglo XIX y XX crearon puntos de recolección de la ira colectiva, algo justo e importante. Pero demasiados individuos y demasiadas organizaciones de la izquierda tradicional se deslizaron hacia el resentimiento. De ahí la urgencia de pensar e imaginar una nueva izquierda más allá del resentimiento.

     

    S.Z.: Lo que satisface a la conciencia en el resentimiento es más perjudicar al otro y destruir el obstáculo que beneficiarme yo mismo. Nosotros los eslovenos somos así por naturaleza. Conocerán la leyenda en la que a un campesino se le aparece un ángel y le pregunta: “¿Quieres que te dé una vaca? ¡Pero cuidado, también le daré dos vacas a tu vecino!” Y el campesino esloveno dice: “¡Por supuesto que no!” Pero para mí, el resentimiento, no es nunca la actitud de los pobres. Más bien la actitud del pobre amo, como Nietzsche lo analizó tan bien. Es la moral de los “esclavos”.

    Sólo que se equivocó un poco desde el punto de vista social: no es el verdadero esclavo, es el esclavo que, como el Fígaro de Beaumarchais, quiere reemplazar al amo. En el capitalismo, creo que hay una combinación muy específica entre el aspecto timótico y el aspecto erótico. Es decir, que el erotismo capitalista es mediatizado en relación a un mal timotismo, que engendra el resentimiento. Estoy de acuerdo con Sloterdijk: en el fondo, lo más complicado es cómo pensar el acto de dar, más allá del intercambio, más allá del resentimiento. No creo realmente en la eficacia de esos ejercicios espirituales que propone Sloterdijk. Soy demasiado pesimista para eso. A esas prácticas auto-disciplinarias, como en los deportistas, yo quiero agregar la heterotopía social. Por eso escribí el capítulo final de Vivre la fin des temps , donde vislumbro un espacio utópico comunista, refiriéndome a las obras que dan a ver y oír lo que podríamos llamar una intimidad colectiva. Me inspiro también en esas películas de ciencia ficción utópicas, donde hay héroes errantes y tipos neuróticos rechazados que forman verdaderas colectividades. Los recorridos individuales también pueden guiarnos. Suele olvidarse que Victor Kravtchenko (1905-1966), el dignatario soviético que denunció muy temprano los horrores del estalinismo en J’ai choisi la liberté y que fue ignominiosamente atacado por los intelectuales pro-soviéticos, escribió una continuación, J’ai choisi la justice , mientras luchaba en Bolivia y organizaba un sistema de producción agraria más equitativo. Hay que alentar a los Kravtchenko que emergen en todas partes, desde América del Sur hasta las orillas del Mediterráneo.

     

    P.S.: Considero que usted es víctima de la evolución psico-política de los países del Este. En Rusia, por ejemplo, cada uno carga sobre sus hombros con un siglo entero de catástrofe política y personal. Los pueblos del Este expresan esa tragedia del comunismo y no salen de ella. Todo eso forma una especie de vínculo de desesperación autógena. Yo soy pesimista por naturaleza, pero la vida refutó mi pesimismo original. Soy, por así decirlo, un aprendiz de optimista. Y en eso pienso que estamos bastante cerca uno del otro porque en cierto sentido recorrimos biografías paralelas desde puntos de partida radicalmente diferentes, leyendo los mismos libros.

    El caso Dominique Strauss-Kahn: ¿es un simple caso de moralidad o un síntoma de un malestar más importante?

    P.S.: Se trata de un caso planetario que supera el hecho policial. Dominique Strauss-Kahn tal vez sea inocente. Pero esa historia revela que el poder exorbitante que ostenta un individuo puede crear una suerte de religión de los poderosos que yo calificaría de panteísmo sexual. Creíamos haber terminado con los reyes sol. Pero, curiosamente, el siglo XXI multiplica por diez mil a esos hombres de poder que piensan que todos los objetos de su deseo pueden ser penetrados por su irradiación.

    S.Z.: El único aspecto interesante del caso DSK es el rumor que circuló de que sus amigos se habrían acercado a la familia de la supuesta víctima en Guinea para ofrecerle una suma exorbitante de dinero si Nafissatou Diallo retiraba su denuncia. Si eso es verdad, ¡qué dilema! ¿Qué elegir, la dignidad o el dinero que puede salvar la vida de una familia, dándole la posibilidad de vivir en la prosperidad? Eso es lo que resumiría la verdadera perversión moral de nuestro tiempo.

    (c) Le Monde, 2011.

    Traduccion de Cristina Sardoy.

Mujica y las cosas en el antes de la modernidad

26 Mar